Yo no sé (no he sabido nunca) qué admirar más de Eduardo Mendoza: si sus libros más sesudos y elogiados (La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios) o si sus producciones más risueñas y livianas. Hoy he decidido releer una de las novelas que más me gustaron allá por mi época de estudiante universitario: El misterio de la cripta embrujada. Torpedeado por ensayos de Umberto Eco, páginas profundísimas de Milan Kundera y otros dislates, aquel volumen me llevó en volandas y me hizo reconciliarme con la imagen más hermosa de la literatura: descubrir una historia y un lenguaje que te atrapen y te enamoren.Descubrí en los primeros tramos de esta novela a un enfermo de un sanatorio mental, bebedor más que frecuente de pepsicolas y con una hermana dedicada al comercio carnal, al que encargaban una misión investigadora de una manera tan humorística como cínica: “Necesitamos, por ello, una persona conocedora de los ambientes menos gratos de nuestra sociedad, cuyo nombre pueda ensuciarse sin perjuicio de nadie, capaz de realizar por nosotros el trabajo y de la que, llegado el momento, podamos desembarazarnos sin empacho”. Pronto, sus movimientos por Barcelona, sus juicios sobre la realidad que le rodeaba y su lenguaje (ampuloso, retórico y terriblemente zumbón) me convencieron de que Eduardo Mendoza iba a convertirse en uno de mis autores favoritos, como así ha sido en sus obras posteriores.Personajes como el doctor Sugrañes, como el comisario Flores, como Peraplana o como Mercedes Negrer (que, aunque bastante joven aún, posee unas “oníricas sandías” –sic– que llevan loco al narrador) van llenando los capítulos de misterio, sonrisas, buen ritmo narrativo, crítica social y excelentes retratos de la España de la transición.
O sea, una fiesta de la literatura.