El misterio Montaigne, Virginia Woolf

Publicado el 29 junio 2021 por Kim Nguyen

Es la vida lo que emerge cada vez con mayor claridad conforme los ensayos de Montaigne alcanzan no su final, sino su suspensión en plena carrera. Es la vida la que se vuelve cada vez más absorbente conforme la muerte se aproxima, el propio ser, la propia alma, el hecho mismo de la existencia: que uno lleva medias de seda en verano y en invierno; que se amera el vino con agua; que se corta el pelo después de cenar.; que solo puede beber en copa; que nunca ha usado gafas; que tiene una voz atronadora; que lleva un esqueje en la mano; que se muerde la lengua; que juguetea con los pies; que se prepara para rascarse las orejas; que le gusta la carne pasada; que se frota los dientes con una servilleta (¡gracias a Dios, están limpios!); que debe tener cortinas en torno a la cama; y que, algo que es bastante curioso, reconoce que al principio le gustaban los rábanos, luego pasaron a desagradarle y ahora vuelven a gustarle. No hay hecho que por nimio que sea, que uno deje escapar entre los dedos sin analizarlo antes; y, además, está el extraño poder que nos ofrece cambiar los hechos con la fuerza de la imaginación. Observemos cómo el alma siempre proyecta sus propias luces y sombras; convierte en vacío lo sustancial y en sustancial lo frágil; colma la amplia luz del día con sueños; se siente tan estimulada por los fantasmas como por la realidad; y, en el momento de la muerte, se distrae con una trivialidad. Observemos también su duplicidad, su complejidad. Se entera de la pérdida de un amigo y empatiza con él y, sin embargo, siente un placer agridulce y malicioso ante las penas de los demás. Tiene creencias; al mismo tiempo no cree en nada. Observemos su extraordinaria susceptibilidad a las impresiones, sobre todo en la juventud. Un hombre rico roba porque su padre escatimó el dinero del niño. Otro no construye ese muro para él, sino porque a su padre le encantaban esas cosas. El alma está toda ella dominada por nervios y simpatías que afectan a cada una de sus acciones, y no obstante incluso ahora, en 1580, nadie posee un conocimiento preciso -tan cobardes somos, tan amantes de los suaves modos convencionales- de cómo funciona o de qué es; únicamente se tiene la certeza de que es lo más misterioso y de que el propio ser es el mayor monstruo y el mejor milagro del mundo. "[...] plus je me hante et connois, plus ma difformité m'estonne, moins je m'entens en moy." Observemos, observemos eternamente y, mientras existan la pluma y el papel, "sans cesse et sans travail", Montaigne escribirá.

Sin embargo, queda una última pregunta que, si pudiéramos lograr que despegase la vista de su fascinante actividad para mirarnos, nos gustaría plantear a este gran maestro del arte de la vida. En estos extraordinarios tomos de afirmaciones cortas y fragmentarias, largas y eruditas, lógicas y contradictorias, hemos percibido el propio pulso y el ritmo del alma, que late día tras día, año tras año, a través de un velo que, conforme pasa el tiempo, se va reduciendo cas hasta la nada. Aquí tenemos a alguien que triunfó en la arriesgada empresa de vivir, que sirvió su país y vivió retirado; fue terrateniente, marido, padre; entretuvo a reyes, amó a mujeres y meditó durante horas a solas inclinado sobre libros antiguos. Mediante el perpetuo experimento y la observación de lo más sutil logró por fin un milagroso equilibrio de todas esas partes caprichosas que constituyen el alma humana. Apresó la belleza del mundo con todos los dedos. Alcanzó la felicidad. Si hubiera tenido que vivir de nuevo, dijo que habría llevado la misma vida otra vez. Pero, mientras observamos con un absorto interés el apasionante espectáculo de un alma que se despliega ante nuestros ojos, la pregunta se plantea casi de forma natural: ¿es el placer el fin de todo? ¿A qué se debe este abrumador interés en la naturaleza humana? ¿Por qué este deseo subyugador de comunicarse con los demás? ¿Basta con la belleza del mundo o hay, en otro sitio, alguna explicación al misterio? Pero no hay respuesta para esto, solo una pregunta más: "Que sçais-je?".

Virginia Woolf
"Montaigne". Genio y tinta

Traducción: Ana Mata Buil
Editorial: Lumen