Ahora que ya ha volado una temporada en Madrid, es momento de echar la vista atrás y reflexionar. Fallar en los juicios abiertos, sanar las heridas y mirar adelante. Sobre la capital y sobre la mesa del juzgado hay dos disputas abiertas. Ancelotti y su continuidad, Iker y su respectiva. En la primera de las dos, el público parece dividido. Paciente, aguardando qué ficha del tablero se va a mover o quién será el próximo rey en dirigir una escuadra blanca que ha quedado lejos de la gloria ésta temporada. En el segundo de los plebiscitos, una leyenda y un público que ha visto pasar a muchas, pero quizá pocas con su dedicación, con su madridismo por bandera. No seré yo quien hable de Ancelotti, pero sí de la paradoja de Iker Casillas, la que ya lleva realizando viajes de mi mente a mis dedos y viceversa varios días.
Aquellos intencionadamente lejanos "Iros a la mierda, pesados" me transmitían impulsos certeros, ganas de teclear. Pero claro, escribir en caliente queda siempre muy visceral y antipático y apático. Quizá este método delataría a más de uno.
Pero los hay que no somos sospechosos de nada. Las suspicacias no apuntan en nuestra dirección. Los hay que no enfermamos de Mourinhismo, que ni siquiera queremos ver relacionada su imagen con el Real Madrid. Los hay que guardamos la camiseta de Iker en el armario y las palabras de crítica en el corazón. Pero la situación ha cambiado.
Los hay que dimos la cara por Casillas cuando él callaba, no somos sospechosos de despreciar a Diego López y no vimos en su llamada a un compañero de selección una actitud punible. Los hay que no escuchamos los rumores de filtraciones pero no parábamos de escuchar los pitos en el Bernabéu. Nosotros, no merecimos ser sodomizados o censurados por hablar demasiado, o demasiado poco, Iker.
Los hay que vemos la realidad subjetivamente. Desde fuera, como el que mantiene la misma actitud desde un asiento en un estadio mientras un portero vuela a la escuadra o mientras ese mismo portero cierra los ojos ante un despeje.
Hablamos de meritocracia, de trabajo. Hablamos de rendimiento o esfuerzo. Si habláramos de madridismo, tengo amigos que guardarían los tres palos del Bernabéu. Y si hablamos de rendimiento, el de Iker es un diálogo mediocre. Y hablar en un estadio es muy sencillo: pitos y aplausos. Y los estadios hablan, son exigentes. Son multitudinarios y plurales. Son mayoritarios o minoritarios. Abrumadores o ínfimos. Son viscerales a veces, son sinceros siempre. Y los pitos a Iker Casillas son ya mayoritarios y sinceros, pero sobre todo, son racionales. Son la melodía a una canción que ha sonado toda la temporada muy desafinada. Una canción que la prensa intentaba hacer sonar. Con calzador meten acordes, piezas breves. Apuntalan una canción que tarde o temprano alguien ha notado desacompasada. Porque la solución no era ahogar un sonido con otro más profundo. La solución no era aplaudir más fuerte que los silbidos. La solución no era montar una coral para acompañar al 'Santo'. La solución era exigirle al portero vigente campeón de Europa actitud. No nos equivoquemos, los pitos no son a la leyenda, a los trofeos, al mito, al madridismo a veces recalcitrante; los pitos son críticas al rendimiento.
Los hay que no somos sospechosos de acento portugués, que entendimos una titularidad merecida de Diego López, que remendamos nuestras camisetas blancas con el número 1, pero que nos hemos cansado de la titularidad de Iker Casillas. Y nuestro hastío no se concentra en el futbolista, tampoco en la persona. Las críticas que la prensa se empeña en difuminar, en convertir en su mejor arma, se han transformado en pitos.
Y no, no somos pesados Iker, es que unos pitos minoritarios y políticos se han transformado en mayoritarios y deportivamente justificados. Cuando no se oyen los gritos de la calle, el campo es la mejor asamblea.