El mito que no era

Por Daniel Vicente Carrillo



Si ser hombre significa algo relevante y no sólo una mutación insensible en la gradación de lo animal, tuvo que haber un comienzo absoluto y trascendente para lo humano. Con él empezaría la historia propiamente dicha, el tiempo de la libertad, la salida traumática de la inconsciencia. Ningún testimonio histórico llena el vacío de ese momento. Tampoco podría hacerlo, pues la historia tiene siempre un antes y un después, y antes de Adán no hay hombre ni, por tanto, historia. Luego, nada nos queda salvo la revelación de Dios, que es simbólica y oscura. El relato del origen del mundo y la vida narrado en el Génesis no es literal ni obvio, y encierra muchos misterios, como han sabido desde antiguo los exégetas cristianos y judíos. Sólo podemos juzgar su verdad por sus efectos, a saber, por la precisión con la que analiza la esencia humana y fija su destino. Si el hombre es el animal que se avergüenza, el primer hombre fue el primer animal en avergonzarse. La vergüenza es el estado de inadecuación de nuestra alma a nuestro cuerpo, cifrado en el presentimiento de la muerte. Es también la bifurcación entre lo animal primigenio, donde Dios se confunde con la naturaleza, y lo numinoso aterrador, donde Dios la maldice. Así, el hombre deviene un exiliado en el mundo al tiempo que Dios se torna forastero en el hombre, naciendo la religión tras constatarse esta extrañeza y con el fin de repararla. La narración de la caída no es sólo el pilar de una soteriología determinada, sino que constituye el germen de toda política, esto es, del arte de conducir a los hombres a la felicidad.