El monje

Publicado el 02 septiembre 2011 por Icíar

Escritor: Matthew G. Lewis
“¡Así es el hombre! Su mano parcial escribe los innumerables favores en la arena; y estampa en piedra la pequeña falta”

España, finales siglo XVIII, principios XIX ha sido el escenario elegido por este escritor inglés. La Inquisición está a punto de ser abolida (exactamente lo será en 1864). Pero todavía no. Son los años en que la Iglesia a través de sus instituciones menores, era la garante de asegurararse el cumplimiento de una innatural rígida moral, y de estos encorsetamientos antinaturales, como si se tratase del proceso de vendaje que no permitía al pie crecer de las antiguas chinas, las debilidades humanas tenían que adaptarse, no desaparecían, sino que se desarrollaban por otras vías, bastante más deformadas. Eran los años “del poder del despotismo monástico”, como lo califica el escritor. Y este libro, desde luego, lo critica. Cuando fue publicado en 1792, tuvo inmumerables detractores. Aún así, el libro ha conseguido sobrevivir, es que su escritura es una "delicatessen", con ese tipo de prosa, que como una serpiente, consigue trasladarte de una historia a otra, con esa sensación tan agradable que se tiene cuando uno disfruta dejándose llevar.
En el libro, además de la historia principal del monje, hay dos historias más de importancia. Pero estas tres historias terminarán siendo una sola.

El monje es un capuchino, de 30 años de edad, que hasta ahora ha llevado una vida de aislamiento y estudio, se sabe superior a sus compañeros de monasterio, destaca entre todos, y sus discursos enardecen los ánimos y espíritus de sus feligreses. Es admirado por todos, el ejemplo a seguir, todo él libre de las debilidades humanas, no se puede aspirar a nada mejor en este devoto y 'abnegado' mundo. “Se dice que es tan casto que desconoce en qué consiste la diferencia entre el hombre y la mujer”, pero claro, está “en pleno vigor de la virilidad” y veremos si tantos años de estudio y contención de los deseos, podrán con la voluptuosidad de una “criatura seductora” que el Ministro más oscuro de los Espíritus le pondrá en su camino. En el libro, el escritor poco a poco nos va contando la evolución de este religioso que aprende a “sentir el peso de las cadenas de la religión”, y sin querer perder el estatus que le concede su ya pasada virtuosidad, poco a poco, paso a paso, va dirigiéndose al otro lado más oscuro.

No tengo palabras para describir lo bien escrito que me ha parecido el libro. Con ese lenguaje lleno de ritmo que resulta tan hipnotizador y engatusador. La sociedad de este siglo queda muy bien reflejada, la trama no pierde interés, y las reflexiones que van aparejadas también captan la atención, como cuando se refiere a la misantropía; al significado de la vida monástica, que no deja de ser vivir en una porción de mundo, que evita lidiar con otras; las pasiones; la amargura de la renuncia, y muchas más cosas. Me ha parecido una de esas lecturas que te impresiona el manejo de las palabras, como si de un Cyrano de Bergeracse se tratase, en el que permaneces todo el rato expectante a su desarrollo. Sabe también utilizar de maravilla el ingenio, la ironía y un lenguaje a menudo sutil y gracioso. Por poner algunos ejemplos, como la forma en que la mujer llama a su decepción amorosa: “mi seductor”, que culpa al objeto y se disculpa a sí misma, a la vez; o llamar al estar sin amor: “tener el corazón vacante”

Acompaña a la prosa, muy de vez en cuando algunos poemas, alguno de ellos, francamente preciosos, como el de Anacreonte y Cupido. También la utilización de recursos que crean intriga, como la voz en verso de una gitana que anuncia destinos; inscripciones en alguna ermita que como una pista nos estremece; o la utilización sin abusar de leyendas que explican otras historias, y que enriquecen la trama, como el espectro de “la monja sangrienta” o el exorcista de edad incalculable, y conocido como “el judío errante” y otras apariciones.

No me puedo olvidar de los personajes secundarios, todos con fuerza, y algunos de ellos que resultan tan gracisos, como la tía Leonela, que en su 'digna' soltería, que atribuía a que, es que era: “un dragón de la virtud”, pero que sus rápidas relajaciones, a la primera insinuación, no sin cierta ironía por parte del escritor, resultan muy divertidas; o las charlas del vivido paje infiltrado entre las monjas ávidas de noticias y aventuras del exterior; o los lamentos de la patrona que se queja al monje de un espectro que visita su casa, y que no entiende "¡por qué se niega a dormir tranquilo en su ataúd, como debe hacer todo espíritu pacífico y benévolo!”.
NOTAS:

1.- Poema de Anacreonte y Cupido (diáologo del amor y la vejez):  
La noche era oscura; el viento, frío. Anacreonte, malhumorado y viejo, junto al fuego, alimentaba la alegre llama. De pronto se abre la puerta de su choza y he aquí a Cupido ante él, que le mira benévolo y le saluda por su nombre.

Vaya ¿eres tú? -exclamó, en tono adusto el hombre temeroso, mientras la ira enrojecía sus arrugadas y pálidas mejillas- ¿Querrías otra vez, de amorosa furia inflamar mi pecho? Endurecido por los años, joven vanidoso, tus flechas son débiles para traspasarlo ya.

Vete, busca la florida morada donde alguna virgen en sazón te solicite, o envía sueños incitantes a rondar junto a su lecho. Descansa sobre el amoroso pecho de Damon, juega en los labios rosados de Cloe, o haz de su mejilla ruborosa una almohada para ti.

¡Busca esas moradas; evita estas frías regiones! No pienses que, prudente y vieja, esta blanca cabeza podrá volver a soportar tu yugo. Recordando que mis años más puros los marcaste tú con suspiros y lágrimas, tengo por falsa tu amistad, y evito la insidiosa trampa.

Aún no he olvidado los dolores que sentí, entre las cadenas de Julia, y las ardientes llamas que en mi pecho ardían; las noches que pasé, privado de descanso, el celoso dolor que torturó mi pecho; mi esperanza perdida, y mi pasión desdeñada.

¡Huye, pues y no maldigas más mis ojos! ¡huye del umbral de mi apacible cabaña! No te quiero un solo día, ni un instante, ni una hora. Conozco tu falsedad, desprecio tus artes, desconfío de tu sonrisa y temo tus dardos. ¡Ve, traidor, y busca a otro a quien traicionar!

¿Acaso la edad, anciano, confunde tu ingenio? -repilicó el ofendido dios, y arrugó el ceño (su ceño dulce como una sonrisa de virgen!)- ¿A mí me diriges esas palabras? ¿A mí, que te amo tanto, aunque desprecias mi amistad, e injurias pasados placeres?

Si diste con una ninfa orgullosa, otras cien fueron amables; bien pudieron compensar sus sonrisas el ceño de Julia. ¡Así es el hombre! Su mano parcial escribe los innumerables favores en la arena, y estampa en piedra la pequeña falta.

¡Ingrato! ¿Quién te llevó la onda, a mediodía, donde Lesbia gustaba bañarse? ¿Quién te dijo el retiro donde Dafne descansaba? ¿Y quién cuando Celia pidió ayuda, y pidió que la acallases con tus besos? ¡Di, oh falso Anacreonte! ¿no fue el amor?

Entonces me llamabas: ¡Dulce joven! ¡Mi sola dicha! ¡Mi alegría! ¡Entonces me estimabas más que tu alma! Podías besarme y tenerme en tus rodillas, ¡y jurar que ni el vino te gustaba si antes no tocó los labios del Amor la copa!

No volverán ya esos duclces días. ¿Debo llorar para siempre tu pérdida, desterrado de tu corazón y sin tus favores? ¡Ah, no! Esa sonrisa disipa mis temores; ese pecho palpitante, esos brillantes ojos proclamaban que quieres y perdonas mis defectos.......