El movimiento del 15 de mayo: Un análisis crítico, por Rosa Almansa

Por Cristobalcervantes @Espiritualidad
Reproducimos a continuación este análisis crítico del 15M de nuestra amiga Rosa Almansa, de la Asociación Aletheia:
Se ha abierto una brecha, por primera vez de forma importante, en la legitimidad del sistema parlamentario occidental tras la caída de los regímenes socialistas del Este de Europa a fines del pasado siglo XX. Tras el desmoronamiento de estos últimos, ya nada parecía amenazar el sistema democrático-capitalista triunfante, que se encontraba sin adversarios serios que pudieran cuestionar sus propios fundamentos ideológicos y, por tanto, también políticos, económicos, militares o “culturales”. Tanto el fundamentalismo islámico como los jirones aún supervivientes del modelo socialista estatal no constituían sino residuos del pasado, dentro del cual China vino a desarrollar una forma política dictatorial que, identificada con el nombre de comunismo, responde sin embargo perfectamente a las exigencias del desarrollo de un capitalismo salvaje, pues lo que menos respeta son los derechos sociales que, al menos, toda forma comunista pretende salvaguardar.
Sin embargo, y pese a contar con el campo abierto a nivel planetario, y, por tanto, con todas las ventajas para su afianzamiento y expansión, el sistema democrático-capitalista se cuartea. Y su crisis no tiene las características, precisamente, de una crisis parcial o de crecimiento, sino de agotamiento. Contábamos, desde 2007-8, con una crisis económica brutal que se cifra a nivel planetario, y que deviene del propio modelo productivo en su fase financiero-especulativa, y contábamos también con una debacle ambiental bastante anterior, de tal magnitud y peligro de irreversibilidad que pone inevitablemente fecha de caducidad o bien a la Tierra o bien a este modelo económico. Tenemos ahora, además, en la palestra una aguda crisis de legitimidad del modelo político que ampara tanto unas prácticas como las otras. Y ello no obstante a que el movimiento de protesta surgido tan recientemente en España -el aún heteróclito Movimiento 15-M y, sobre todo, la plataforma que le sirvió inicialmente de impulsora, Democracia Real Ya (DRY)- afirma (al menos por lo que respecta a los lemas asumidos mayoritariamente) no cuestionar el modelo político en sí, sino los abusos producidos a su sombra y la dejación de sus funciones a favor de los grandes poderes económicos, convertidos en los verdaderamente rectores. Pero vayamos por partes.
La irrupción, de forma pública y manifiesta, de la discusión, por parte de una minoría significativa, del funcionamiento de toda la tramoya institucional, no constituye sino el necesario comienzo de un proceso crítico y cuestionador. Pero aún tremendamente inmaduro. En primer lugar, por desconocer, en muchos casos, la naturaleza misma del sistema cuyos defectos ahora se señalan; unos defectos que son congénitos, y no coyunturales, y que por tanto no resultan remediables manteniendo el sistema de premisas sobre el que se asientan. Así, por ejemplo, la falta de representatividad de la democracia española, según se denuncia repetidamente, y para la cual se insiste como remedio en la reforma de la actual ley electoral, muy restrictiva para los pequeños partidos. Sin embargo, semejante reivindicación no es pareja a la identificación de los actuales partidos, especialmente los mayoritarios, como partidos que, por naturaleza, representan únicamente los intereses de determinados grupos y sectores sociales, pues desde el momento en que en la sociedad existen estratos que poseen en mayor medida el control de los medios (principalmente económicos, pero también de otros tipos, como son los de transmisión ideológica), imprescindibles para la subsistencia de la mayoría y para el funcionamiento social, éstos requieren asimismo sus propias organizaciones políticas que aseguren el mantenimiento de sus intereses. Podrá modificarse la actual ley electoral y favorecerse así el acceso a las instituciones de partidos de más pequeño espectro, pero difícilmente con ello se remediarán dos cosas que constituyen el auténtico cáncer del actual modelo democrático (entendiendo por tal el que permite el sufragio universal): por un lado, la adhesión de millones de votantes a partidos cuyos verdaderos intereses se les escapan -es decir, la realidad del voto no libre, entendiendo por tal no el directamente coaccionado, sino el guiado por la ignorancia, la manipulación y la incultura política de grandes masas de población-; y, por otro, la práctica permanente de la alternancia en el poder, que otorga apariencia de cambio y pluralidad, pero que en realidad resulta una maniobra muy hábil para impedir el desgaste irreversible de partidos que, en esencia, vienen a representar, con leves variaciones, a los mismos sectores poblacionales, principalmente, como queda dicho, a los detentadores de los medios.
Tomando en consideración la perspectiva expuesta, está claro que los problemas de corrupción no pueden constituir una mera excepción (como parecen tratarse muchas veces en el 15-M): es la propia legitimación permanente de este estado de cosas la que la genera constantemente, por lo que resulta inútil pedir “honestidad” a los políticos o a los empresarios. Hay que comenzar por destruir la aquiescencia social hacia ideas tales como “éxito económico” (siempre realizado a costa del trabajo de otros) o “competitividad” (basada igualmente en la desvalorización ajena), y empezar a instituir nuevos patrones de comportamiento humano que sirvan a su vez de referente para la propia organización económica y política. Si comenzamos a considerar, por ejemplo, el desarrollo personal o humano -entendido en el sentido más completo posible- como un derecho fundamental e inalienable de todos y de cada uno, está claro que la acumulación de patrimonio o de recursos económicos en manos de unos pocos dejará de ser ya cuestión de “más o menos” (lo que ahora se critica es que esta acumulación resulta “excesiva” y hay que rebajarla), para pasar a plantearse cuáles son los recursos a que todos y cada uno -en estricta igualdad- tenemos derecho para el máximo despliegue posible de nuestro propio potencial humano. Porque ese desarrollo personal es profundamente solidario o no lo es en absoluto. Estamos aludiendo, así, a que la regeneración social requiere una profunda revisión de valores -entendiendo por fin la necesaria solidaridad entre los seres humanos si queremos conseguir ser nosotros mismos-, sin la cual los conflictos que vivimos no harán sino perpetuarse y agudizarse.
Sin embargo, parece ser un lema ampliamente asumido en el 15-M (y sobre todo en los planteamientos iniciales de DRY) que no cabe salirse del cortoplacismo y la forma localizada de las demandas, aisladas éstas a su vez entre sí: reforma electoral, eliminación de los paraísos fiscales, aumento de la progresividad en los impuestos, parón al recorte de derechos sociales, independencia del poder político respecto al económico, etcétera. Es decir, que no “vale” salirse del marco o “reglas de juego” establecidas por el propio sistema, debiendo criticarse sólo sus “desviaciones”. De ahí el conocido lema “No somos antisistema: el sistema es anti nosotros”. De forma que se elude ver en el “sistema” un todo organizado, profundamente interdependiente, dirigido a un fin: salvaguardar la autoidentificación de ciertos grupos sociales como “dominantes”, para lo cual poseen prioridad absoluta sus demandas y requerimientos, al fin de mantener dicha identidad (que puede tomar distintos nombres: los “triunfadores”, los “emprendedores”, los “hechos a sí mismos”, los que ponen el “riesgo” y la “iniciativa”, los VIP, etc.). Los “beneficios sociales” que recaen en el resto de la población no son sino los recursos sociales sobrantes una vez satisfechas las necesidades de identificación de los primeros (a través de cosas tales como primas, coches de lujo, mansiones -más grandes o más modestas-, joyas, objetos de arte, etc.).
No obstante, esta visión del sistema como un todo y, sobre todo, su cuestionamiento global como tal, viene calificándose en muchas ocasiones como “ideología”, y, como tal, descalificándose. De esta forma, va imponiéndose realmente un debate en el seno del Movimiento acerca de qué es ideología y qué no lo es, y por qué el sistema de premisas que tenemos establecido permanece permanente a salvo de tal consideración, y por tanto incuestionable. ¿Realmente, entonces, podemos hablar de todo, o se nos está imponiendo una censura por parte de los “a-ideológicos” (o perpetuamente objetivos) que nos dicen hasta dónde podemos llegar en nuestras críticas y cuándo estamos tocando el cuerpo impronunciable de dogmas? Hablar de capitalismo, por ejemplo, viene a considerarse -y así lo hemos leído en más de una ocasión, y también vivido personalmente en los procesos asamblearios en los que hemos venido participando- “sacar los pies del plato”, “hacer ideología” (o sea, falsear las cosas con miras particularistas). Y lo que es casi peor: sobreviene, con ello, la alusión a que, con este tipo de planteamientos, se viene a romper la “unidad” del movimiento. Nos preguntamos, pues: ¿no es contradictorio pretender mantener la “unidad” marginando (no siempre voluntariamente) a los que apuntamos al carácter estructural de las injusticias que denunciamos, y señalamos, además, su continuidad histórica (estas injusticias no son, desde luego, cosa reciente)? ¿Hay que mantener la “unidad” a costa de renunciar a llamar a las cosas por su nombre? ¿O es que algunas cosas no tienen nombre (o tienen otros que suenan mejor)? Pues está claro que este tipo de reduccionismos y escamoteos es ideología, y de la más clara. Y pretender estar por encima de toda ideología es nada más y nada menos que pretender ser fuente de valor -de lo cual creemos que están bastante lejos-, convirtiéndose, pues, en los mejores sostenedores del ideario ideológico liberal que nos sirve de marco (lo sepamos o no, lo explicitemos o no), al pretender mantenerlo “puro”. Precisamente fue ese uno de los grandes “logros” de la Transición: hacernos creer que sobrevenía un sistema en el que cabían todas las ideologías, pero que no representaba él, en sí mismo, a ninguna (era a-ideológico, qué casualidad). Esta claro que dejamos bien enterrada la enseñanza marxista -a nuestro parecer, más que acertada- de que «la ideología dominante es la de la clase dominante».
Está claro, por otra parte, que la “desideologización” del movimiento tiene sus consecuencias. Una de ellas es la exclusión sistemática de la sociedad civil organizada en el mismo, pretendiendo partir de un falso “punto cero” que lo que hace es despreciar el bagaje y la experiencia organizativa, la tradición y logros teóricos, el pasado de lucha y la propia identidad de muchas asociaciones y organizaciones ya existentes y comprometidas de muchas maneras con los problemas que ahora se denuncian. De esta forma, nuestra reducción a “meros” individuos, ignorando nuestros anteriores vínculos y compromisos colectivos, responde, nuevamente, a la propia visión ideológica dominante, que concibe a los seres humanos como entes aislados cuyos destinos se forjan, exclusivamente, a través de la responsabilidad y el talento personal. De esta idea procede, fundamentalmente, la actual legitimación de los privilegios sociales. Esta estrategia no es, pues, “desideologización”, sino, nuevamente, encontrarse dentro del marco ideológico más ampliamente asumido.
Lo mismo ocurre, a nuestro parecer, con la renuncia a todo tipo de “poder” o a la formación de un movimiento o partido político capaz de transformar nuestras reivindicaciones en realidades. Se incurre, con esto, en una contradicción flagrante: se pretende renunciar a ser un poder, pero, de hecho, se ejerce en la calle todos los días (¿o es que las demostraciones públicas masivas, las asambleas, las protestas ciudadanas de diferente índole no son ya, de hecho, una forma de poder o contrapoder?). Por otra parte, diciendo que se renuncia a toda forma organizada para ejercer el propio poder, por considerar a los partidos estructuras escasamente democráticas, se insta una y otra vez a los partidos ya constituidos a que “escuchen” a los ciudadanos y cedan a sus demandas. O sea, a que las implanten ellos mismos, considerando que pueden y deben querer hacerlo, puesto que su deber es representarnos. Luego, indirectamente, les devolvemos la legitimidad que previamente creíamos haberles cuestionado.
Una vez dicho todo esto, y para quienes hayan tenido la paciencia de llegar hasta aquí, habrá quien se pregunte porqué considerábamos, al comienzo de este artículo, que se ha abierto una grave crisis en la legitimidad del sistema. Pues aparte del por muy importante hecho de que comienzan a no darse por buenas muchas prácticas que, hasta hace poco, no eran contestadas sino por pequeñas minorías, porque va a ser difícil mantener estas contradicciones a medida que se vaya demostrando la rigidez del sistema para la asimilación de muchas de las demandas que vienen planteándose. La pretendida “libertad” de opciones del sistema democrático (según el cual “todo es posible” siempre que nos conduzcamos por los cauces “adecuados”) va a chocar inevitablemente con un implacable determinismo que impide que ciertas medidas sean imposibles, dadas, por ejemplo, las leyes internacionales de movimientos de capitales, a las cuales, obviamente, se les ha otorgado un rango superior. No obstante, es muy posible que nos encontremos en una fase necesaria de todo proceso inicial de toma de conciencia colectiva. A este respecto, no podemos sino recordar los comienzos de la propia Revolución francesa, en las que las demandas del Tercer estado se dirigían no a la eliminación de la institución aristocrática -y ni mucho menos de la monárquica-, sino a la asunción, por parte de los primeros, de sus propias obligaciones tributarias. Algo imposible en el contexto de la sociedad del Antiguo Régimen. También ahora nos encontramos en un Antiguo régimen, aun sin saber aún que es tal.
Rosa María Almansa Pérez
Asociación Aletheia
http://aletheia-informa.blogspot.com/

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