Collserola es un área montañosa enorme que abraza la ciudad de Barcelona. Es una extensión de la cordillera Litoral Catalana, que asciende hacia el norte y muere en el Golfo de Rosas. En el pasado, cuando todo era en blanco y negro, Collserola fue un refugio de maquis, un espacio para el contrabando y un lugar ocupado por íberos, y después por ermitas, masías y, con las Olimpiadas, por una enorme torre de telecomunicaciones.
Pocos años antes, en 1987, se hizo eso tan humano de poner puertas al campo, y se delimitó un parque periurbano de 8.500 hectáreas, que mutaría a Parque Natural para garantizar su protección. Sin embargo, durante la salida nocturna que organiza el posgrado que estoy cursando, nadie puede obviar la ironía de un espacio que se ha humanizado a nuestro alrededor, y donde plantas y animales han sido modificados durante más de un centenar de años; aquí la flora y, sobre todo, la fauna se ha habituado a la presencia humana y se ha descontrolado a todos los niveles. No es extraño, la sierra está tallada según las necesidades de sus visitantes, y nadie quiere renunciar a ese verde intenso en un cosmos donde el gris resulta estar demasiado presente en todas las latitudes cercanas.
Al anochecer, ataviados con frontales, linternas y botas de montaña, descendemos desde la Carretera de Horta a Cerdanyola hasta la Fuente de la Marquesa, donde no hace muchos años, me explican, se construyó una balsa para los macroinvertebrados y anfibios. Por allí, entre restos de comida y chillidos de jabalí, observamos rastros de jinetas, zorros y otros mamíferos, y aprendemos algunas nociones básicas sobre cómo movernos por el bosque. Entretanto, asisto a una curiosa promesa: uno de los dos guías nos explica que él mantiene un trato directo con muchos de estos animales, cuyo proceso de habituación al ser humano es, hoy, una realidad imposible de voltear.
Cuando alcanzamos la fuente, compañeros y compañeras contemplamos la escena ojipláticos mientras una larga decena de puercos salvajes nos rodean; Juan, que ha sido invitado por el ponente de este viernes, nos habla sobre las diferencias entre ejemplares adultos, jabatos y rayones, y no se corta un pelo en acariciar a los jabalíes a los que ha puesto nombre; se percibe cómo reconoce el carácter y las intenciones de todos ellos, y estos nos siguen, mansos y alegres, a lo largo de varios kilómetros a través de los que se extiende la peculiar excursión.
En nuestro recorrido, ahuyentamos sin desearlo a muchos de los animales que nos rodean, y cuyas marcas reafirman su presencia; somos un grupo demasiado amplio esa noche, por lo que tenemos que conformarnos con algunas huellas, marcas y heces; alrededor de las once de la noche, y ayudados por una luna creciente, volvemos hacia los coches, acompañando nuestros pasos con el peculiar canto de un chotacabras lejano, que como bien saben aquellos que conocen su naturaleza, permite que nos acerquemos hasta él, y echa a volar. En el aparcamiento, uno de los jabatos más jóvenes sube a la carretera; pasa un buen rato junto a nosotros, y recibe caricias y agasajos que demuestran esa nueva realidad de periferia a la que se ya no solo se asoma el ecoturismo, sino también los vecinos de los barrios más cercanos de la capital catalana.
Roberto, como ha sido bautizado el jabalí, consigue un bocadillo que lo alimenta menos de lo que le malacostumbra, y vuelve al bosque entre despedidas cariñosas y halagos. Después, en lo que parte del grupo inspira el humo de algunos cigarrillos, hablamos sobre la imposibilidad de detener este acercamiento paulatino, esta domesticación de la naturaleza, que hemos modificado entre demasiados excursionistas y amantes del verde, y que no tiene vuelta atrás en todas aquellas zonas donde los núcleos de población se concentran.
Llego a casa después de la medianoche, y le explico a mi mujer que he vivido la utópica experiencia de un baile entre jabalíes. Me acuesto pensando en lo bien que me siento y lo mal que sé que eso está —qué putada eso de vivir entre ambivalencias—, pero días después matizo esa opinión para mí mismo. Y lo hago porque me hablan sobre un conocido que se dedica a la caza amateur… con una maza. Pienso en Juan, el Mowgli de Collserola, y en qué pensaría tras ver a ese Conan cuyas aventuras me narran, agazapándose entre matorrales y cargando con su arma contra la sien de un jabalí; al final, mal por mal, decido que mejor danzar entre bichos que darles cruenta caza, y vuelvo a observarles otra noche como los animales asombrosos que siempre he creído que son.
Anuncios