Cartel publicitario del computador "portátil" Osborne 1
Hoy resulta tan sencillo usar un computador, que imaginar la vida sin esta herramienta, parece la trama de una historia distópica. Comparado con los laptops y tabletas, el primero que vi, me hace pensar en la ligereza de un colibrí frente a su antepasado prehistórico, esbozado apenas en la superficie de un fósil. El Osborne 1 se lanzó en 1981, sin embargo, fue unos cuantos años después, cuando mi papá lo llevó a casa. Era un maletín gris del tamaño de un horno microondas. La tapa superior, se abría haciendo las veces de teclado. Una pequeña pantalla de cinco pulgadas y dos ranuras laterales, donde se ponían los discos de cinco y cuarta pulgadas. Era todo. Yo imaginaba que por medio de aquel aparato, era posible conectarme con alguien al otro lado del mundo. Que yo escribía en la pantalla y ese alguien podía leer mis mensajes inmediatamente. Pensaba que podía tener todo el mundo encerrado en ese maletín: recorrer lugares distantes, ver cómo viven las personas en otros países, dibujar, escribir, escuchar música. Nada tenía límites. Pero infortunadamente esa gigantesca y pesada maleta aun era incapaz de hacer siquiera lo que hoy un modesto teléfono celular es capaz de hacer. Sus poderes se limitaban, más o menos, a los de una modesta calculadora científica. Lo único por lo que recuerdo ese objeto, que hoy parece una caricatura grotesca de lo que era la primera computadora portátil, fue por la mágica ilusión que despertó en mi imaginación infantil. Ese objeto inútil y pasado de moda, revive aquel instante de felicidad: mi padre parecía traerla en aquel maletín. Quizá eso es lo que lo hace maravillosas a las computadoras: que son poderosas máquinas del tiempo de los recuerdos.