El mundo según la mente

Publicado el 27 octubre 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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En el Cámbrico, el sistema nervioso de los animales adquirió la capacidad de discriminar la información que recibía del exterior y dar prioridad al procesamiento de las señales sensoriales más urgentes. De este desarrollo nació la capacidad de “atención”. La atención implica control. Según la teoría del control, empleada en robótica, una máquina que deba controlar algo tiene que tener una imagen interna de ese algo. Es decir, tiene que construir un modelo.

Los modelos son más sencillos que aquello a lo que se refieren. Como ocurre con cualquier mapa, se trata de esquemas que, según el propósito que se persiga, filtran los detalles necesarios y eliminan el ruido informativo, es decir, aquello que no aporta nada para alcanzar un objetivo concreto.

En este sentido, el cerebro es una máquina que está creando y actualizando modelos constantemente. No se preocupa por que los detalles sean ajustados a la realidad, sino por que la información procesada sea útil a los propósitos del organismo que lo contiene.

Con todo, identificamos el modelo creado en el interior del cerebro con la cosa real. Es más, damos por hecho que existe una cosa real cuando lo único que cabe afirmar es que existe un modelo, y que ese modelo se forma por la acción electromagnética de las neuronas. Y sabemos que esa acción electromagnética no requiere de cosa real alguna para activarse, sólo de manipulaciones que las generen.

Con todo, de nuevo, se podría pensar que el manipulador es un elemento externo, pero también sabemos que la imaginación que crea los modelos es autorreferente, no necesita de un elemento externo, pues el manipulador también es un producto de la conciencia. Así lo entiende la fenomenología, para la cual todo conocimiento demostrable se acaba en la afirmación de que el mundo se constituye en la conciencia, es decir, no existe en sí mismo.

Como afirmara Erwin Schrödinger en su ensayo Mente y materia:

…todo nuestro conocimiento sobre el mundo que nos rodea (el conseguido en la vida cotidiana y el revelado por cuidadosas experiencias de laboratorio) descansa enteramente en las percepciones sensoriales inmediatas, mientras que, por otro lado, este conocimiento no es capaz de revelar las relaciones entre las percepciones sensoriales y el mundo exterior; toda calidad sensorial está ausente. Es fácil admitir la primera parte de la afirmación, pero no sabemos caer en la cuenta de la segunda, simplemente por el gran respeto que el no científico tiene –como norma—hacia nosotros los científicos y por el ilimitado poder vislumbrador que atribuye a nuestros “fabulosos” y refinados métodos.

Todo lo que se puede decir sobre un mundo independiente de la mente que lo conforma es que es un salto de fe que hemos convertido en necesario y absoluto por convención hasta negar que es un salto de fe y afirmar que es un hecho. Quien se atreva a estudiar esto descubrirá que aquí –no en la negación de que “todo es mente”, sino en la negación de “la posibilidad de que todo sea mente”— subyace el mito irracional del que nace la dictadura de la razón, o la superstición por la que es posible el pensamiento científico; en definitiva, el axioma indemostrable, como todo axioma lo es por definición, que es el telón de esta comedia y que indica al espectador que lo que ocurre tras él es una ficción que ha de aceptar como real mientras ésta se desarrolla, por el bien del espectáculo.

La objetividad es la forma ideal de cognición, dice la época. Pero la objetividad, decía Husserl, es un producto de la subjetividad. En realidad, de la “intersubjetividad”, de la relación entre sujetos. ¿En qué consiste esa relación? En el intercambio de modelos con otros sujetos. ¿Qué son esos otros sujetos? Elementos integrados en nuestro modelo, objetos a los que hemos otorgado la cualidad de ser capaces de generar modelos.

El homo sapiens, en su necesidad de ser social, tiende a repartir conciencia por el mundo; desde el muñeco de peluche con el que duerme en las noches de tormenta hasta el último modelo de inteligencia artificial con el que interactúa, desde el personaje de un videojuego al cajero automático que dice hola con dulce voz femenina –alguien debería estudiar por qué las máquinas con funciones de consumo suelen estar travestidas—; desde la figurita de plástico del llavero hasta un beso y una flor. Algunos incluso atribuyen conciencia a los tertulianos de televisión.

¿Qué son los objetos? Aspectos de nuestro modelo del mundo ajenos al “aquí” que reconocemos como cuerpo y que nos sirve de orientación en el espacio-tiempo. Es decir, objeto es todo lo que está “allí”. Lo objetivo es una trascendencia de lo subjetivo, un efecto emergente de la experiencia intrasubjetiva, por la que reconocemos un allí frente a un aquí, y de la experiencia intersubjetiva, por la que concluimos que nuestro mundo también es experimentado por otros. Y concluimos que hay otros que también experimentan el mundo porque las maneras en que se comportan esos otros se asemejan a las del cuerpo propio, como si esos objetos también reconocieran su “aquí” particular.

¿Y cómo reconocemos el “aquí”? Porque es aquello que la mente parece controlar sin intermediarios. Es decir, el sujeto sería aquello que actúa sometido a la voluntad. Por eso la mente puede identificarse a sí misma con cualquier cosa. El cuerpo con que se identifica en un principio es susceptible de cambios en la apreciación; por ejemplo, basta pensar en el experimento de la mano de goma para comprender, o al menos intuir, cómo se conforma la noción de cuerpo y, por tanto, de “yo” en su sentido físico.

El experimento de la mano de goma explica cómo se suprime la diferencia espacial entre mi cuerpo “aquí” y mi representación de otro “allí”. El budismo tiene una técnica de supresión del yo que consiste en imaginar que se poseen las cualidades de una divinidad concreta hasta identificarse plenamente con ella –de hecho, todo el mundo sin excepción imita las cualidades de un modelo con el que se identifica inconscientemente, según explica la teoría mimética de René Girard—; aunque esto es un emparejamiento mental y no físico, permite atisbar las libertades de asociación y mostrar cómo lo único que importa es el “modelo del mundo”, pues tal es lo que se experimenta, jamás se vive un “mundo en sí” ajeno a uno mismo.

En este mismo sentido, la identificación con unas cualidades más allá del cuerpo es la imaginación activa de los trovadores provenzales del siglo XII y posteriores, que experimentaban una “unión mística” con la amada. El trovador no buscaba “asociarse” con un cuerpo físico, sino con unas cualidades psíquicas proyectadas en un cuerpo físico –la amada—, las cuales se reincorporan a la psique propia a través del fantasma, la imagen de la amada que se reconoce como interior, como parte del “aquí”, frente al cuerpo que la mente identifica como “allí”, y que permite por tanto una experiencia subjetiva de tales cualidades.

Si se acierta a dar un paso más en esa reintegración, se elimina la figura, el fantasma, y se reconocen sus cualidades como plenamente internas, pertenecientes a la propia conciencia y no a otra, porque se han fusionan las dos conciencias, la masculina y la femenina; tal es, precisamente y por regresar al presente, la esencia del proceso junguiano de individuación.

Hoy, esa imaginación ha sido expulsada del territorio del conocimiento, mientras que en otras culturas ha sido, y es, mediadora entre la forma sensible, el “allí”, y el intelecto, el “aquí”, tal y como se la describe en los textos alquímicos antiguos, medievales y renacentistas.

Tras Descartes, de mediadora y conciliadora entre lo subjetivo y lo objetivo, la fantasía pasó a ser vista como subjetiva y, por tanto, alucinatoria. Es decir, dejó de considerarse como una experiencia auténtica del ser humano.

Como explica Giorgio Agamben en Infancia e historia, el “fantasma” de la dama provenzal que se forma en la imaginación del trovador-iniciado, al reunir en sí al sujeto y al objeto, no sólo es el ser amado sino también el ser amante. La imagen trasciende la separación física, se apropia del objeto de deseo y por tanto satisface al sujeto.

Para este tipo de concepción del mundo, de raíces neoplatónicas, que otorga valor de experiencia real a las imágenes internas, el deseo, insaciable e inconmensurable, debe limitarse a la esfera interior de la fantasía, mientras que sólo la necesidad forma parte del mundo exterior, lo corpóreo y mensurable, y por tanto posible de satisfacer.

Con la exclusión de la fantasía del ámbito de la experiencia y su consideración como irreal, el deseo cambia radicalmente de estatuto, deja de ser herramienta de la imaginación y pretende conquistar el ámbito de la dualidad, de la necesidad, de manera que se vuelve imposible de satisfacer, pues su conquista es imposible por naturaleza. Se trata de los personajes de Sade, dice Agamben, que sólo encuentran frente a sí un cuerpo, un objeto a consumir y destruir sin que nunca proporcione una satisfacción duradera. Se tiende así a la posesión del objeto, pero ello no soluciona el conflicto, pues el objeto sigue siendo independiente.

Con esa perspectiva, deseo y necesidad son obligados a coincidir en el mundo exterior, transformando en goce lo que no es sino frustración del deseo, pues el objetivo del deseo es solucionar la oposición sujeto-objeto. Y esto sólo es posible en un universo gobernado por la mente.

En un mundo independiente de la mente, los cuerpos están condenados al aislamiento, no pueden fundirse en una unidad porque el espacio así lo impide. El deseo por los objetos físicos se convierte, entonces, en la agonía constante del ser humano, que vive obsesionado por un imposible, como un perro que persigue su propia cola.

Y todo por convertir en un hecho lo que no es más que un simple salto de fe, que no es negar que todo es mente, sino negar la posibilidad de que la realidad sea mental.

Así de neuróticos son los hijos de la razón.

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