La semana pasada estuve unos días en Bruselas y me tropecé, sin quererlo ni esperarlo, con el muro de Berlín. La cosa es que hace unos días se celebró el veinte aniversario de la caída de esa inmensa pared de bloques, piedra, hierros y hormigón que dividía en dos a la capital de Alemania. Y una parte de sus restos a modo de muestra fueron a parar a una plaza de Bruselas, muy cerquita del Parlamento Europeo.
Aproveché la ocasión y como buen turista, me hice las fotos de rigor haciendo el gamba junto a los graffitis que adornaban aquellos trozos de pared. Y seguí a lo mío. Sin embargo, ya de vuelta en casa y repasando las fotos, me dio por pensar la cantidad de gente que habría pasado durante años junto a aquellos pedazos de muro deseando cruzar al otro lado. O soñando con su caída.
Aquel era el símbolo de un mundo en extinción, pero, si lo pensamos bien, el mundo sigue lleno de muros. Los hay de todo tipo, color y condición. Desde la Muralla China, espectacular, pero un muro grande y viejo al fin y al cabo, hasta los muros pequeños que nos rodean en lo cotidiano. Por definición, están construidos para separar un espacio de otro, para contener, sujetar, aislar o mantener.
Aunque los pueblos de la antigüedad ya los usaron de manera extensa, con el tiempo fuimos perfeccionando su diseño. Ya no necesitábamos gruesas y densas paredes de piedra para separarnos los unos de los otros, fuimos aprendiendo a construir vallas a las que después incluso pusimos electricidad y concertinas en su extremo más alto para que fueran imposibles de saltar. Ahí están la frontera de México y Estados Unidos, Chipre o Ceuta y Melilla.
Seguimos recurriendo a los muros, claro está, y dividiendo a la gente en categorías. Nosotros ricos, ustedes pobres; aquí europeos, allí el resto del mundo; dentro derechos, fuera la ley del más fuerte; a un lado la civilización y al otro la barbarie. En Palestina lo volvimos a hacer y en el Sahara, muros por todas partes.
Pero el sabio ser humano no se iba a detener aquí. Todos estos ejemplos no son sino la muestra de los muros mentales que nos lastran y nos impiden ver el mundo tal cual es en su maravillosa y complementaria variedad, pero es que también hemos inventado una nueva categoría: los muros invisibles de papel.
La semana pasada en el Congreso de los Diputados, sus señorías diputados y diputadas, casi de puntillas y camuflados mediáticamente por el secuestro del Alakrana y otros asuntos, pusieron un nuevo bloque y elevaron un metro más ese muro de papel llamado Ley de Extranjería que rodea a nuestro país.
No me extenderé en los detalles restrictivos de esta reforma legal que restringe derechos a los otros, a los de fuera del muro, que de eso ya se ocupan otros mucho mejor que yo (ampliación a 60 días de la retención, trabas a la reagrupación familiar, etc.) Sólo quería dejar constancia de que hay paredes que no vemos que son a veces mucho peores que las que sí podemos ver. Y si tanto nos vanagloriamos de que otros hayan sido capaces de derribar el muro de Berlín, quizás deberíamos poner el mismo empeño en tirar abajo nuestros propios muros.