Los países ribereños del Mediterráneo solicitan más medios y políticas de extranjería eficaces, consensuadas y apoyadas por la Unión Europea (UE) en su conjunto, que sirvan para frenar el descontrol migratorio y la presión que soportan los estados fronterizos con África y Oriente Próximo. Argumentan que el sólo esfuerzo nacional de cada uno de ellos es insuficiente para afrontar el fenómeno de la inmigración hacia Europa y que la gestión coordinada en conjunto redundaría en beneficio de toda la UE. Y para ello se necesitan recursos y una legislación común, en cuestión de asilo, readmisión, expulsiones y convenios de ámbito comunitario con los países de origen, que hagan posible la vigilancia, la seguridad y la protección de esa frontera sur con mayor eficacia (impermeabilizarla), a fin de prevenir y, en su caso, evitar o reducir tales flujos migratorios.
Sin embargo, aunque se aluda a la lucha contra las mafias que se enriquecen con la migración ilegal y se reclame generosidad y cooperación con los países africanos, no sólo para paliar las causas que empujan a sus nacionales a jugarse la vida en el mar, sino también –y sobretodo- para alcanzar acuerdos de readmisión de los inmigrantes rechazados, la pretensión de este grupo de países –y de Europa- resulta hipócrita e insolidaria con la violencia, las injusticias y las calamidades que padecen la mayoría de esos inmigrantes y refugiados, seres también dignos de ser amparados por los Derechos Humanos que Europa dice respetar escrupulosamente, pero que les niega cada vez que los expulsa “en caliente” desde la misma frontera (deportaciones ilegales) o cuando no les concede el asilo que solicitan. Y es que, obsesionados con nuestra “defensa” fronteriza y buscando la “estabilidad” de nuestras sociedades, olvidamos a veces que los inmigrantes son seres humanos amparados por los mismos Derechos Humanos que nos asisten y no se les puede considerar ni delincuentes ni agentes “perturbadores” de nuestra identidad cultural o confortabilidad económica. No constituyen ninguna amenaza para nuestras libertades ni una merma de nuestros derechos, aunque sí una exigencia de nuestras obligaciones morales, cívicas y legales. Porque con el subterfugio de una más estricta regulación fronteriza, estas políticas europeas de control de la migración violan los Derechos Humanos de los inmigrantes (recuérdese el acuerdo vergonzante con Turquía). Tanto es así que hasta el propio Comisionado para los Derechos Humanos del Consejo de Europa ha instado a los países miembros a priorizar la integración de los migrantes y asegurar su efectiva protección contra la discriminación, evitando las expresiones de racismo y xenofobia.
Ni Trump con sus muros y expulsiones ni Europa con sus políticas de rigor fronterizo podrán impedir nunca que los desfavorecidos por su lugar de nacimiento intenten atravesar, legal o ilegalmente, cuantos obstáculos encuentren en pos de un ideal de justicia y prosperidad. Les impulsa, como a todo ser humano, un ideal de felicidad que, como señala Zygmund Bauman* en La sociedad sitiada, “hace que el sufrimiento sea imperdonable, que el dolor sea una ofensa y la humillación sea un crimen contra la Humanidad”.
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* Citados en "Los discursos del odio", de Domingo Fernández Agis, en Claves de Razón Práctica, nº 256, enero/febrero 2018, págs. 68 a 77.