El Museo de Historia (relato de una experiencia paranormal). Primera parte.

Publicado el 08 mayo 2019 por Carlosgu82

Siempre he sido muy escéptico respecto a los temas paranormales, las ciencias ocultas, la astrología y todo lo que no tenga que ver con la ciencia tradicional, es decir, con los hechos empíricamente demostrables; sin embargo, durante años viví con una chica que era muy aficionada a todos esos temas, y que era especialmente adicta a un programa de televisión,  que también se radiaba, muy popular que se dedicaba a todo este tipo de fenómenos inexplicables teniéndome que sentar con ella a verlos, contra mi voluntad, porque no le gustaba verlo sola, pues decía que le daba miedo hacerlo. Así fue que durante esos años tuve que soportar, estoicamente, las casi dos horas que solía durar el programa, que emitían los domingos por la noche, (¡lo que uno hace por amor!), y, en más de una ocasión, no pude reprimirme y solté alguna carcajada ante alguna cosa que se dijera en el mismo, viéndome inmediatamente obsequiado con la reprobadora mirada de Isabel, que así se llamaba mi pareja, enojada conmigo, por romper “el encanto” del momento.

He de reconocer, sin embargo, que el programa estaba muy bien hecho y que debía de resultar sumamente interesante para el que estuviera interesado en estos temas, pues dentro de lo poco serios que a mí me resultaban, estaba realizado intentando tratarlos con cierto rigor científico, y dado que, durante esos años que tuve que presenciarlo con Isabel, habían algunos temas que eran recurrentes y que, por tanto, se trataban con bastante frecuencia, no pude por menos que memorizar, aún sin haberme propuesto hacerlo, bastantes de las cosas que se decían acerca de algunos de ellos.

Debido a experiencias vividas con posterioridad, y con anterioridad, aunque en este último caso, no fuera consciente de ello, he cambiado, completamente, mi forma de pensar respecto a estos temas y ya no tengo tan claro que no puedan ser verdad; es más, me consta que, al menos, una parte de ellos son verdad.

Con la intención de ponerles al corriente de cuales fueron esas experiencias  que me hicieron cambiar de forma de pensar, creo que lo mejor será respetar la cronología de los hechos y así es que me tengo que remontar a principios de los años sesenta del siglo pasado, cuando viví los primeros años de mi vida, una época que recuerdo bastante feliz, en mi querida isla de Tenerife, en la que el destino quiso que naciera, pues dado que mi padre era militar y que, cada pocos años, lo destinaban a un sitio diferente, podía haber nacido en cualquier otro lugar de la geografía española; pero, como ya he dicho, quiso el destino que naciera y que pasara los primeros años de mi vida en esa bonita isla, muy próxima al continente africano y en la que uno puede disfrutar del clima estival durante prácticamente todo el año, así como de paisajes de singular belleza.

Nosotros, mis padres, mis hermanos, hermanas y yo, vivimos, los cuatro primeros años de nuestra estancia allí, que coincidieron con tres de los primeros años de mi vida, en la capital de la isla, en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, en unos pabellones militares, que estaban situados en la calle Mendez Núñez, que es una de las principales arterias de la ciudad, que la cruza transversalmente, enfrente del cine Rex, que era uno de los cines emblemáticos de la misma. A tiro de piedra de dichos pabellones se encontraba, y aún hoy se sigue encontrando, un complejo de edificios de carácter militar que eran, y siguen siendo, la sede administrativa de la Zona Militar de Canarias, encabezado, dicho complejo, por la sede de la Capitanía General; sin embargo, mi padre se encontraba destinado en un edificio anexo a esta que se conocía, y se sigue conociendo, como el Gobierno Militar. Estos pabellones militares albergan viviendas algo lúgubres y muy poco espaciosas, como si no quisieran invitar a nadie a quedarse durante mucho tiempo; sin embargo, todos, en mi familia, somos de la opinión de que fue una época bastante feliz la que vivimos durante aquellos años, pese al hacinamiento en el que vivíamos, en los que acostumbrábamos a salir a pasear por la ciudad; a ir a cine, sobre todo al Rex, que estaba, como ya dije, cruzando la calle y que se trataba de uno de los cines más bonitos que he visto nunca, desgraciadamente desaparecido hoy en día; íbamos a la playa, con bastante frecuencia; los fines de semana acostumbrábamos a salir al campo, almorzando en alguno de los modestos restaurantes que había en los pueblos diseminados por toda la isla…para no aburrirles con muchos detalles, les volveré a insistir en la afirmación de que disfrutábamos de una vida feliz, saboreando las cosas sencillas que teníamos a nuestro alcance, que no eran muchas, pues los sueldos de los militares, pese a lo que pudiera creerse, no eran como para estar dando saltos de alegría.

Mis recuerdos de esos primeros años de mi vida están envueltos, como no podía ser de otra forma, por una densa niebla que sólo en contadas ocasiones se despeja, para ofrecerme recuerdos vívidos de episodios muy concretos, y escasos, y uno de esos episodios fue el día que me rompí la clavícula: hacía un par de meses que había cumplido los tres años; mis hermanos se habían ido al colegio, que había comenzado no hacía muchos días, tras unas vacaciones estivales que a mi pobre madre se le hacían eternas, con mis hermanos, todo el día, alborotando y peleándose por cualquier cosa, y así ella, que estaba aquejada de intensos dolores de espalda que, en ocasiones, la postraban en la cama, había empezado a  irse a dar un baño, por las mañanas, en la playa del barrio de pescadores de Valleseco, llevándome, siempre, con ella, pues no tenía nadie con quien dejarme; además, conociéndola, estoy seguro de que de haberlo tenido, tampoco hubiera querido dejarme.

Cogíamos la guagua (que así es como denominamos los canarios al autobús), en una parada que había a escasos veinte metros de los pabellones, justo delante de unas dependencias del Ministerio de Sanidad, y que nos dejaba, tras quince minutos escasos de recorrido,  delante de la misma playa. Esta no era gran cosa, pues era pequeñita y el suelo era de piedras, de cayados (piedras de formas lisas por efecto del rodamiento al que son sometidas por la fuerza de las olas), faltando miles de años para que se pudiera formar una graciosa y coqueta playa de arena. Pero el caso era que el agua estaba bien limpia y que se hacía agradable el olor a pescado que los pescadores descargaban de sus pequeñas chalupas, tras haber regresado de una agotadora jornada de trabajo que había comenzado muy temprano, de madrugada. Mi madre, en no pocas ocasiones, les compraba pescado, aprovechando lo fresco que este era y lo barato que se lo vendían.

Yo estaba acostumbrado a ver, con admiración, como los trabajadores que habían concluido sus turnos en horario nocturno y que regresaban a sus casas, se bajaban de la guagua, aún en marcha, aprovechando que disminuía la velocidad antes de parar; y ese día decidí emularlos y hacer lo mismo que hacían ellos, y así fue que, aprovechando que mi madre estaba distraída, buscando algo en su bolso, me levanté de mi asiento, bajé los dos escalones que conducían a la puerta y, literalmente, salté hacia la acera; evidentemente, no había captado la técnica con la que aquellos diestros hombres solían hacerlo, desplazando el centro de gravedad de sus cuerpos hacia atrás, para compensar así la inercia que llevaba el vehículo, de modo que di con mis huesos en el suelo, sintiendo, en ese mismo instante,  un intenso dolor justo por debajo de mi cuello, al tiempo que oía los gritos de mi madre. La guagua detuvo, de inmediato, su marcha, y todo el pasaje se bajó y se arremolinó alrededor de mi madre, que ya me sujetaba en sus brazos, y de mí, que no paraba de llorar y que protestaba ante los apretujones de mi madre que, en su impotencia, se tornaba histérica por momentos. Alguien paró un taxi, cosa que tenía su mérito, pues no había muchos en aquellos tiempos, y menos en aquel paraje, y mi madre, conmigo en sus brazos, se metió, rápidamente en él. Escasos diez minutos más tarde, gracias a la pericia del conductor; al escaso tráfico que había en aquellos tiempos y al pañuelo blanco que el propio conductor mantuvo fuera su ventanilla, al tiempo que hacía sonar el claxon, todo el trayecto, descendíamos del taxi, delante mismo de la puerta de Urgencias del Hospital Militar, que se encontraba cerca de nuestro domicilio. De manera inmediata, nos atendieron, y mientras el médico me examinaba, mi madre aprovechó para salir al pasillo y llamar, por teléfono, a mi padre, para contarle lo ocurrido. Evidentemente, la mayoría de las cosas que cuento no las recuerdo por mí mismo, sino que me limito a repetir lo que le he oído contar a mi madre muchas veces, pues la pobre tuvo en esa experiencia a una de las más traumáticas de su vida. Así fue que, cuando el médico terminó de examinarme, y comenzó a ponerme un vendaje alrededor de la parte superior del torso, y mientras una enfermera conversaba conmigo, tratando de distraerme, mi madre volvió a entrar en la habitación, acompañada, esta vez, por mi padre, no pudiendo, ambos, disimular su aflicción, mientras asistían a la escena. Una vez que el médico hubo terminado de colocarme el aparatoso vendaje para inmovilizarme la clavícula, pues al final resultó que eso fue lo que sucedió, que me fracturé la clavícula derecha, le hizo señas a mis padres para que le siguieran hacia un pequeño despacho contiguo sin que yo perdiera detalle de lo que pasaba en él, pues no habían cerrado la puerta, deliberadamente, para que yo pudiera verlos. Tuvieron la precaución, eso sí, de hablar en voz muy baja, casi en murmullos, para que yo no pudiera oír nada de lo que decían, pero pude ver como mi madre prorrumpía en sollozos, mientras mi padre le pasaba su brazo por encima de los hombros, tratando de reconfortarla.

Una vez fuera del hospital, cogimos un taxi, a pesar de lo cerca que estaba nuestro domicilio, pues mis padres querían ahorrarme todo sufrimiento innecesario. Mi madre no podía dejar de llorar y se culpaba, todo el tiempo, de lo que había sucedido, mientras que mi padre trataba de sonreírme aunque yo apreciaba contradicción entre lo que transmitían sus labios y lo que transmitían sus ojos.

Ya en casa, todos mis hermanos habían regresado del colegio y se mostraron de lo más afectuosos y atentos conmigo; mis hermanos varones se peleaban por contarme historias sobre niños que sufrían accidentes y que se curaban en tiempo récord, o se volvían héroes, viéndose bien a las claras que se las inventaban sobre la marcha, porque no solían tener “ni pies ni cabeza”; y mis hermanas se fueron a un quiosco próximo, a comprarme golosinas. Estaba muy incómodo con aquel vendaje que me había puesto el médico, pero disfrutaba de las atenciones y los mimos que toda mi familia me prodigaba. Mi madre me hizo mis dos tartas favoritas, una de chocolate a que  denominaba “bombón gigante”, y otra que era una “mousse” de piña, que estaban buenísimas y que apenas dejó que los demás las probaran. Esa misma noche, me quedé dormido en el sofá del cuarto de estar, mis hermanos se habían ido a dormir y mis padres, creyendo que estaba completamente inconsciente, comenzaron a hablar. Mi madre comenzó a sollozar diciendo que debía de haber otra solución que ponerme un clavo, ¡me iban a poner un clavo!, aunque yo no entendía muy bien lo que eso significaba, sabía bien lo que era un clavo. Ni que decir tiene que le dí la noche a mi pobre madre, pues entre lo incómodo que estaba con aquel vendaje y que me pasé, todo el tiempo, pensando sobre qué debía de implicar ponerme un clavo, me fue imposible conciliar el sueño.

Mi madre, que era una mujer de carácter, pero dulce y cariñosa, sacaba a relucir a la leona que llevaba dentro cuando de defender a sus hijos se trataba, así fue que no se conformó con lo que le dijo el traumatólogo del Hospital Militar, y empezó “a remover cielo y tierra” llamando a sus amistades, y haciendo que mi padre hiciera lo mismo, para enterarse de cuál era el mejor traumatólogo que había en la isla. Al final, varias de sus amistades coincidieron en que el mejor era uno que tenía su consulta particular en el Puerto de la Cruz, una ciudad turística del norte de la isla, pero que también trabajaba para la Sanidad pública en el Hospital Civil de Nuestra Señora de los Desamparados, que se encontraba en la misma ciudad de Santa Cruz. Y así fue como, esa misma semana, a los dos o tres días de haber sufrido el accidente, cogimos un taxi para que nos llevara a dicho hospital, buscando que ese médico nos diera una segunda opinión.

Don Guzmán, que así se llamaba el médico, tras hablar con mi madre y examinarme, sólo, con la mirada, llamó a su enfermera y le dio orden de que me hicieran unas placas y así fue que salimos de la consulta del médico y nos fuimos a rayos x, acompañados, en todo momento, por la enfermera. Ni que decir tiene que mis alaridos se oyeron bien fuera de aquellas dependencias, mientras manipulaban el vendaje, para quitármelo, y poder hacer las placas, y de nuevo cuando volvieron a ponérmelo, pero gracias a que el médico les había dado el carácter de urgente, pudo disponer de dichas placas a lo largo de esa misma mañana.

-¡Qué va!, ¡es un disparate ponerle un clavo a un niño tan pequeño! Los huesos, en los niños, están en continuo crecimiento; el simple vendaje será suficiente para que los huesos se suelden por sí mismos-dijo el médico, mientras observaba las radiografías.

-¿Era joven, el traumatólogo que atendió a su hijo en el Hospital Militar?-preguntó.

La enfermera me cogió de la mano y me hizo pasar a una estancia contigua a la consulta del médico, en la que había una mesa-camilla en la que me acostó, diciéndome que procurara no moverme, mientras el médico hablaba con mi madre. Dicho esto, salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí y dejándome solo. Al rato, una sensación de placentera calma me invadió y se me empezaron a cerrar los ojos, aunque, súbitamente, noté que no estaba solo y que había alguien más en la estancia, así fue que abrí los ojos para ver que, junto a la mesa-camilla en al que me encontraba acostado, había un niño; un niño que no debía de ser mucho mayor que yo y que tenía un rostro agradable, de tez muy blanca que contrastaba con su pelo negro azabache. Su mano izquierda la llevaba enfundada en una especie de bolsa, semejante a esas bolsas que usábamos para guardar las canicas y con la derecha sujetaba un pañuelo lleno de soldaditos, los soldaditos más bonitos que yo hubiera visto nunca.

-¡Hola!-me soltó con una amplia, y sincera, sonrisa.

-Hola-le respondí, algo cohibido, por lo desconcertante de aquel encuentro.

-Me llamo Carlos, ¿y tú?

-Yo me llamo Enrique, pero en mi casa me llaman Quique-le respondí.

-Pues yo te voy a llamar Quique, también; y tú me puedes llamar Carlitos, como me llaman mis papás-me dijo, para, a continuación, preguntarme-¿quieres que juguemos?

-Me han dicho que no me puedo levantar de aquí-le respondí.

-Bueno, no lo hagas; incorpórate un poco y podemos jugar en la cama-y dicho esto, depositó su pañuelo, lleno de soldaditos, sobre la mesa-camilla, a mis pies.

Yo no había visto, nunca, soldaditos como aquellos, de tamaño bastante más reducido que los que yo tenía, pero más pesados, porque eran de metal, no de plástico, como los míos. Estaban pintados con vivos colores y con gran lujo de detalle. Algunos de ellos iban provistos de sables y de su correspondiente montura, caballos que también habían sido pintados con sumo cuidado en sus bridas, sus sillas…; otros se veía que iban a pie y provistos de fusiles.

-Los que van a caballo son húsares y los que van a pie son fusileros-me aclaró Carlitos, adivinando que yo estaba haciéndome muchas preguntas sobre aquellos soldaditos, de los que no había visto nunca nada, ni remotamente parecido. Eran maravillosos.

Carlitos y yo pasamos un rato muy agradable, juntos, durante el cual me explicó infinidad de cosas relacionadas con los soldaditos, pero, en un momento dado, los metió todos, apresuradamente, en el pañuelo, y me dijo:

-Me ha gustado jugar contigo; aquí no hay niños con los que pueda hacerlo, pero ahora me tengo que ir, pues la monja mala, sor Sofía, me debe de estar buscando para regañarme. ¿Volverás, otra vez, aquí?

-No lo sé-le respondí.

-Bueno, te dejo esto, pero me lo tienes que devolver; así estaré seguro de que vuelves-me dijo, al tiempo  que me daba uno de los fusileros, hecho lo cual se dirigió hacia una puerta que había en uno de los lados de la habitación y desapareció a través de ella, literalmente, porque no la abrió, sino que la traspasó.

-¡Quique!, ¡Quique!-me tocaron, suavemente, en mi abdomen, y abrí los ojos, viendo a mi madre, que me miraba, sonriente, y al médico, con aspecto de bonachón.

-Te voy a coger, para irnos, ¿vale, mi niño?-me dijo mi madre, al tiempo que me ponía una mano en la nuca, otra en la espalda y se doblaba hacía mí para levantarme.

-Muchísimas gracias por todo, Don Guzmán; no sabe usted lo feliz que me ha hecho esta visita-le dijo mi madre al médico.

-Pues lo siento por usted, y por Quique, doña Adela, pero estas visitas tendrá que repetirlas, de vez en cuando, para ver cómo evoluciona la clavícula de este hombrecito-le respondió el médico a mi madre.

-Sin duda, sin duda-contestó mi madre, a la que se le veía de un humor muy diferente.