El Museo de Historia (relato de una experiencia paranormal). Segunda parte.

Publicado el 13 mayo 2019 por Carlosgu82

-A ver, Quique-me dijo mi padre, al tiempo que cogía, de encima de la mesa, el soldadito que Carlitos me había dejado aquella misma mañana.

-¡Desde que no veía uno de estos!-exclamó, como pensando en voz alta, al tiempo que examinaba al soldadito-Es un soldadito de plomo. Ya no se encuentran, ¿de dónde lo sacaste?

-Me lo ha prestado Carlitos-le respondí yo, como dando por sentado que todos los que estábamos sentados a la mesa, almorzando, sabíamos quién era Carlitos.

-¿Carlitos?-preguntó mi madre, mirándome, al tiempo que interrumpía el gesto de llevarme la cuchara de potaje a la boca, para darme la oportunidad de contestarle.

-Carlitos es un niño que vive donde el médico al que me llevaste; estuve jugando con él y me prestó este soldadito-le respondí a mi madre.

-Quique, hemos estado todo el día juntos y yo no he visto a ningún niño jugando contigo-me respondió mi madre.

-Cuando la chica que trabaja con el médico, me llevó al cuarto de al lado, para que tú hablaras con él, tú  no estabas conmigo-repuse yo.

-¡Ah!, eso es verdad-reconoció mi madre, para, a continuación, objetar-Pero, Quique, en aquella habitación no había ninguna otra puerta que la que da a la consulta de don Guzmán, así es que, ¿cómo pudo, Carlitos, entrar y salir de la habitación, en la que tú estabas, sin ser visto por el médico y por mí?

-No sé cómo entró, porque yo dormía, pero vi cómo salía, y lo hizo por una puerta que hay en un lado-respondí a mi madre.

Ella, que era muy observadora, había visto que en aquella habitación contigua a la consulta de don Guzmán, había una puerta apoyada contra una pared y que, precisamente, en ese tramo de pared se veía que habían tapiado el hueco de una puerta que debía de haber habido antes; y que esa puerta que estaba apoyada contra la pared, seguramente, habría sido olvidada por los operarios que habrían llevado a cabo el trabajo del sellado del hueco.

-Pero, Quique, a través de esa puerta, no se puede entrar ni salir; es, simplemente, una puerta apoyada contra una pared-argumentó mi madre.

Yo estaba a punto de responder, molesto con mi madre por el hecho de que dudase de mi palabra y por agobiarme con sus preguntas, y mi padre se dio cuenta de ello, poniendo fin a nuestra pequeña discusión:

-Bueno, tampoco es importante el tema de por dónde entró, o salió, Carlitos. ¿Y está enfermo Carlitos, Quique?, ¿es por eso que vive ahí?

-Creo que sí, porque tiene una mano vendada, como yo.

He de aclarar que esa mañana, don Guzmán había dado instrucciones a su enfermera para que, después de haberme hecho las radiografías, me volvieran a colocar el “tradicional” “ vendaje en ocho” que se suele colocar en este tipo de lesiones y que, además, me colocara un vendaje que envolviera todo mi brazo derecho, a fin de inmovilizármelo, para que ello ayudara a una más pronta recuperación.

Los días transcurrieron sin que ocurriera nada digno de mención, y llegado el vigésimo día desde nuestra primera visita a don Guzmán, volvimos a ir para que él pudiera ver cómo había evolucionado la fractura desde aquel entonces. Esta vez me molestó, bastante menos, que me quitaran los vendajes para hacerme las radiografías, y tanto fue así que apenas lloré, ni protesté, mientras me lo hacían. Una vez hecho esto, mi madre y yo esperamos en el pasillo, sentados en unas sillas que había frente a la consulta de don Guzmán, y unas dos horas más tarde, la enfermera, a la que habíamos visto llegar por el pasillo, con un enorme sobre blanco en sus manos, nos dijo que pasáramos.

-Pues esto evoluciona muy bien, doña Adela-le dijo el médico bonachón a mi madre, mientras miraba a contraluz las radiografías-esto evoluciona mucho mejor de lo que cabía esperarse en un principio; se ve que a este jovencito se le alimenta bien.

-Pues mi trabajo me cuesta, don Guzmán, porque no vea usted lo que me hace sufrir para hacerle comer; ¡se pone de un impertinente cuando llega la hora de las comidas…!-aprovechó mi madre para quejarse de mí, al médico.

-Bueno, señora, yo no soy pediatra, soy traumatólogo, pero yo diría que este jovencito está bien de peso-dijo mirándome-y, ahora, él se va a ir a la habitación de al lado, a la que lo llevará Patricia, para que repose, mientras que, usted y yo, charlamos un poquito.

Así fue como, al igual que la vez precedente, la enfermera me llevó a la habitación contigua y me subió a la mesa-camilla, y, acto seguido, mientras se dirigía hacia la puerta, me dijo:

-Ahora, Quique, te vas a quedar un ratito aquí, mientras don Guzmán, y yo, hablamos con tu madre, para darle instrucciones sobre lo que tiene que hacer, y que la cosa siga igual de bien hasta ahora, ¿de acuerdo?

Yo asentí con la cabeza, y me quedé inmóvil, mirando el plafón que había en el techo, así como algunas manchas de humedad, tratando de identificar alguna forma reconocible en ellas. Y, oyendo los murmullos de las voces de la habitación de al lado, un repentino, e invencible, sopor se apoderó de mí, hasta que no me quedó más remedio que cerrar los ojos.

-¡Quique!, ¡Quique!-dijo la voz que me despertó de un sueño que a mí me había parecido que había durado segundos.

A mi lado, se encontraba Carlitos, sonriente. Estaba vestido con la misma ropa que la vez anterior y, al igual que entonces, traía en su mano útil, el pañuelo con los soldaditos de plomo que colocó sobre la mesa-camilla, a mis pies. Yo me incorporé, como pude, y me mantuve, expectante, a ver cómo él disponía los soldaditos. Carlitos era un niño muy inteligente y se sabía un montón de batallas; sabía cómo se habían dispuesto las tropas; qué movimientos habían realizado; los nombres de los generales que estaban al mando…y así fue que aquel día me explicó cómo se había desarrollado una batalla en la península de Crimea, en la guerra en la que los ingleses y los franceses derrotaron a los rusos; ese día escenificó, magistralmente, una carga de caballería protagonizada por sus húsares, en la que estos eran ingleses, y los fusileros hicieron las veces de artilleros rusos; según me explicó, tal acontecimiento había tenido lugar en un sitio conocido como Balaklava, o algo así.

Carlitos lo vivía, y le ponía una pasión a sus narraciones que te contagiaban su entusiasmo, así fue que, cuando como la vez anterior, recogió, súbitamente, sus soldaditos y se dispuso a abandonarme, sentí una enorme frustración, pero, antes de desaparecer por la puerta, al igual que la vez anterior, se volvió hacia mí, y me preguntó:

-¿Tienes el fusilero que te dejé?

-Sí, ¿lo quieres?-le pregunté haciendo ademán de echarme la mano al bolsillo, para extraerlo.

-No, quédatelo; me lo das la próxima vez que vengas-y, dicho esto, desapareció, al igual que lo había hecho la vez anterior: traspasando la puerta; y yo, no podía dejar de entender que mi madre dudara de que lo que yo le decía, a este respecto, fuese cierto.

Pero, a diferencia de la vez anterior, un repentino, y nauseabundo, olor invadió la estancia; pero no sólo eso, sino que dicho olor vino acompañado de un brutal descenso de la temperatura que hizo que empezara a titiritar de frío.

-¡Quique!, ¡Quique!-otra voz, esta mucho más reconocible, me vino a sacar del sueño y a hacer abrir los ojos.

-¿Qué te pasaba, mi niño?, ¡estabas temblando como un pollo!-me dijo mi madre, al tiempo que me ponía su mano en la frente, para comprobar que no tenía fiebre.

Mi confusión era grande, ante tanto letargo y tanto despertar; ya confundía lo que había sido real de lo que no, así que no le pregunté a mi madre si ella también había sentido ese frío y había olido ese horrible olor, asumiendo que habían sido fruto de una pesadilla que había tenido después de que Carlitos se hubiera ido, pues los datos que tenía en mi cabeza acerca de la carga de la brigada ligera de caballería, en Balaklava, no era posible que me los hubiera inventado yo.

Ya de camino a casa, mi madre se atrevió a preguntarme:

-¿Jugaste con Carlitos?

-Sí-le contesté secamente, sin darle opción a que me siguiera preguntando sobre el tema, aunque, conociéndola como la conocía, sabía que se trataba de una tregua, nunca de una rendición, y que más pronto que tarde, volvería a preguntarme sobre el particular; pero no quería ponérselo fácil, y si le sacaba una horchata a cambio, mejor que mejor.

Esa misma noche, mientras todos estábamos reunidos frente al televisor, más charlando que prestándole atención al mismo, oí un nombre que me resultó familiar: “Crimea”, y fue así que me levanté de la alfombra, en la que estaba jugando con algunos de mis cochecitos, y me puse junto al televisor, para oír, mejor, lo que la presentadora estaba diciendo. Y quiso la casualidad que esta estuviera anunciando que iban a proyectar la película “La carga de la brigada ligera”, protagonizada por una actor llamado Errol Flyn; y, en aquella época, existía la costumbre de que los presentadores expusieran un pequeño resumen del argumento de la película, sin llegar a desvelar su desenlace, obviamente, y  en la síntesis que la presentadora hizo de la película, reconocí todo lo que Carlitos me había contado aquella misma mañana.

Mi padre, picado por la curiosidad, me preguntó:

-¿Qué te ha llamado la atención sobre esa película, Quique?

-Nada-mentí, para evitar suscitar otra polémica con mi madre, a cuenta de mis encuentros con Carlitos.

-¿Puedo quedarme a ver la película?-pregunté.

-Si empieza ahora, va a terminar muy tarde, Quique-repuso mi madre.

-Bueno, Adela, tampoco es que nos pida cosas como esta con mucha frecuencia; además, como no está yendo al kinder, se puede levantar un poco más tarde. Pero yo sí que me voy a acostar, y el resto de la “muchachada” también, que mañana, tienen colegio-dijo mi padre, ante las protestas de mis hermanos, que no veían justo que el miembro más joven de la familia pudiera quedarse a ver la película, mientras que ellos tenían que irse a dormir.

Y, dicho esto, mi padre se levantó de su sillón y se dirigió hacia mi madre, para darle un beso de buenas noches, al tiempo que le susurraba al oído:

-Pondré a Quique en el sofá, para que vea la película, que ya verás que, en diez minutos, se quedará dormido, y podrás llevarlo a la cama.

Los días de aquel mes de Noviembre transcurrieron sin  novedad alguna, y a principios de Diciembre, volvimos a visitar la consulta de don Guzmán, repitiendo todo el proceso de las veces anteriores, con la retirada de los vendajes, que ya no me molestaba nada; la realización de las radiografías y, de nuevo, vuelta a colocar nuevos vendajes, aunque en esta ocasión no me volvieron a colocar el vendaje que me inmovilizaba el brazo, en espera de que don Guzmán examinase las radiografías y determinase si era necesario volver a ponérmelo, o no.

Y don Guzmán decidió que no era necesario volver a ponérmelo; orgulloso le enseñó, a mi madre, las radiografías, en las que se veía a las dos clavículas perfectamente alineadas y que de la fractura solo quedaba una mancha que, a decir de don Guzmán, era como un “cayo”, y en ese lugar el hueso era más duro que en las demás zonas. De todas formas, nos dijo que ya esperaríamos hasta después de Navidad para la próxima visita en la que, si no había contratiempo alguno, me retiraría el “vendaje en ocho” y estaría definitivamente curado. Mientras mi madre y el médico hablaban, todos estábamos sentados a ambos lados de la mesita de este; mi madre y yo a un lado y don Guzmán, al otro; a todas estas, yo me encontraba más cerca de la puerta de acceso a la habitación contigua que mi madre, y así fue que Carlitos apareció sin que mi madre, desde donde ella estaba sentada, pudiera verlo. Y así fue que él empezó a hacerme señas  para que me reuniera con él, alternándolas con otras en las que se llevaba el dedo índice a los labios, para así, indicarme que no dijera nada, que guardara silencio.

Yo evalué la situación, y comprendí que mi madre y don Guzmán, enfrascados en animada charla, no notarían mi ausencia, y así fue que me levanté de mi silla y  me dirigí hacía la estancia contigua, para reunirme con Carlitos.

-¡Quique!-exclamó mi madre, a la que no le gustó el hecho de que yo me moviera, libremente, por la consulta de don Guzmán, como si estuviera en mi casa.

-Déjelo, doña Adela. Ahí dentro no haya nada de valor que él pueda romper-dijo don Guzmán, dándome permiso para que fuera a donde quería ir.

Yo miré a mi madre y me di cuenta de que estaba deseando venir conmigo, para demostrarse a sí misma que lo que yo contaba sobre Carlitos, era fruto de mi imaginación, pero, muy a su pesar, no podía dejar a don Guzmán con la palabra en la boca y continuó sentada, hablando con él, mientras me seguía con la mirada.

Ya en el cuarto de al lado, Carlitos desplegó sus soldaditos en el suelo, y se dispuso a colocarlos en formación, para recrear otra de las innumerables batallas que tenía en su mente. En esta ocasión se íba a tratar de una emboscada que un guerrillero español conocido como El Empecinado tendió a las fuerzas francesas de ocupación, durante la Guerra de Independencia, me explicó, sin que yo, como era natural, supiera nada de todas esas cosas; sin embargo, a pesar de que, una vez más, había suscitado mi interés, apenas hubo dispuesto a sus soldaditos, comenzó a recogerlos, con premura, al tiempo que miraba, temeroso, hacia la puerta a través de la que, siempre, desaparecía.

-¿Trajiste el fusilero?-me preguntó.

-Sí; aquí tienes-le contesté yo, que, rápidamente, había echado mano a mi bolsillo, para sacarlo y entregárselo.

Él lo cogió, rápido, y lo metió en el pañuelo, con los demás, y se fue, a toda prisa, sin siquiera despedirse. Y, al igual que la vez anterior, un pútrido olor se dejó sentir, nada más Carlitos se hubo marchado, al tiempo que el mismo frío intenso; sin embargo, esta vez sucedió algo muy distinto que hizo que ese día no se me olvidara en mi vida: al lado de la puerta apoyada por la que había visto desaparecer a Carlitos en tres ocasiones, empezó a formarse una especie de densa niebla; una especie de humo que se iba tornando más y más denso, más y más oscuro…