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En el Salón de París de 1819, un cuadro de entre todos desata el escándalo y la polémica: “La balsa de la Medusa”. El resultado es el que su autor, Théodore Géricault, había previsto. Tiene 27 años y quiere entrar en el edén de la pintura como un trueno. Con esa idea ha escogido el qué y el cómo de su presentación en la sociedad artística.
El ‘cómo’ convierte la obra en una de las más emblemáticas del Romanticismo en la pintura. No abundaré en ello porque no soy un experto y porque el motivo de este post es el ‘qué’, el tema escogido por Géricault: el naufragio de un barco francés llamado La Medusa. Un hecho real que tiene conmocionado a todo el país en aquellos días.
Un naufragio siempre es una tragedia, pero para lo que se sufrió en aquella balsa a la deriva la palabra se queda corta.
En junio de 1816, la fragata Méduse zarpó de Rochefort con rumbo a Saint-Louis, en Senegal. La Medusa capitaneaba un convoy en el que iban tres barcos más: la corbeta Écho, el bergantín Argus y la barcaza Loire.
El motivo del viaje era volver a tomar posesión de la colonia africana, que Inglaterra había devuelto a Francia con motivo de la restauración borbónica una vez arrepentidos los galos de esa excentricidad republicana que les había dado tan fuerte.
La restauración borbónica, en la cabeza con cuello de Luis XVIII, y el motivo del viaje no son detalles sin importancia, sino un contexto fundamental para entender cómo pudo pasar lo que pasó. El motivo era solemne: volver a tomar posesión de Senegal. A bordo de la Medusa iba el nuevo gobernador, el coronel Julien-Désiré Schmaltz junto a su familia, un grupo de personal administrativo y un batallón de infantería de marina, con sus mujeres. En total, casi 400 personas.
Chaumereys, el capitán de la Medusa
Para tal ocasión se escogió una fragata que era considerada una de las más modernas y rápidas de la marina francesa. Hasta ahí, lo de que quedara pomposo y lucido, bien. Pero en el mismo saco de decisiones más políticas que prácticas se eligió como capitán de la Medusa y de la expedición a un aristócrata llamado Hugues Duroy de Chaumereys. Su nombre es más largo que su experiencia en el mar. Una inutilidad de sangre azul culpable de todo lo que vino después.
Ojo, el tal Chaumereys había sido un marino, pero sus méritos para comandar esta expedición eran otros: mantenerse fiel a la monarquía borbónica (lo que la prensa de aquí llama ‘un hombre de estado’) y fugarse a Inglaterra en 1790, antes de que le pillara la república y todo eso de los derechos del hombre y del ciudadano. En aquel momento era guardamarina.
Gracias a eso, en 1815, con la restauración, Luis XVIII le otorga el grado –y la pasta correspondiente– de capitán de fragata. Y luego le encarga que dirija la expedición a Sant Louis, la capital de Senegal. Un pago a los favores políticos prestados, ya que el pequeño detalle que necesitan saber es que el pollo no había navegado, quitando quizás algún estanque con patos, durante los últimos 25 años. Chaumereys tiene 51, lleva media vida en tierra.
Así que, a sus modos despóticos y clasistas con sus subordinados, se unía una supina ineptitud para la tarea encomendada. Decisiones equivocadas y desprecio por las recomendaciones de quienes sí sabían, una combinación mucho más habitual de lo que debiera y que en esta ocasión llevó a un naufragio con momentos de espanto.
La Medusa se queda sola
A todo esto hay que añadir que los mapas son obsoletos y bastante imprecisos. Hasta la escala en Tenerife la cosa fue más o menos bien, pero las costas de África occidental no son un buen destino con mapas que daban errores de latitud que, traspasados a tierra, serían de unos 40 a 100 kilómetros, para que nos hagamos -yo el primero- una idea. Arrecifes a ras de agua y bancos de arena, solo aptos para marinos experimentados, les esperan.
En el mar muchas veces la ruta más corta no es la mejor, pero eso no lo sabía o no lo quería saber Chaumereys. Él y el gobernador Schmaltz querían llegar lo antes posible, supongo que el viaje les parecía particularmente incómodo a gente de su posición y sensibilidad.
El capitán tampoco respeta otra norma básica, mantener el convoy unido adecuándose a la velocidad del más lento. La Medusa es la que más tira y él no quiere esperar al resto, así que se queda sola. Sus oficiales le avisan del peligro de un gran banco de arena cerca, pero él decide continuar el rumbo. La otra embarcación que le sigue a cierta distancia, el Echo, sí varía el rumbo ante el posible peligro. La Medusa se queda sola y con Chaumereys al mando ¿qué puede salir mal?
El banco de arena y La Máquina
Es la mañana del 2 de julio cuando la Medusa se encalla definitivamente en el banco de Arguin. Ahora el trabajo es esperar que la marea les saque de allí y que la embarcación no vuelque. Pero pasa el día 2, y el 3, y aquello no se mueve. El barco sigue pesando demasiado.
Con la intención de aligerar el peso se decide construir una gran balsa –20 metros de largo y 7 de ancho– donde colocar cables y velas de repuesto, salazones, barriles de agua y otras mercancías. A esta balsa la tripulación le llamó “La Máquina”.
Hace unas horas, previendo la situación, se ha elaborado una lista de pasajeros privilegiados a rescatar. Estos se subirán a los botes y los ‘prescindibles’ (para que lo entiendan: usted y yo, por ejemplo) irán a la balsa. Los afortunados con la balsa eran la ‘clase baja’ de los destinados a colonizar Senegal: rebeldes, desertores, soldados castigados y algún exconvicto, por cierto.
147 personas en una balsa
La idea es alcanzar el delta del río Senegal, con las barcas remolcando a la balsa, en la que, además de gente, llevaban víveres. Al amanecer del 5 de julio la desgraciada expedición se pone en marcha. Hay 17 hombres que no lo ven claro y prefieren encomendar su suerte a la fragata; se quedan allí y que sea lo que dios quiera. Chaumareys diría más tarde que se quedaron “guiados por un espíritu de saqueo”. Con un par Hugues, dí que sí.
Los soldados a los que se les ordena bajar a la balsa son desarmados, aunque algunos de ellos logran ocultar espadas y armas de fuego. Empiezan el viaje, pero tanto las barcas como la balsa pesan demasiado. Además, no hay demasiado viento y todo eso hace que se dirijan hacia mar abierto en lugar de a la costa.
Desde las barcas ven el peligro. ¿Qué hacen? Efectivamente, cortan amarras y dejan a la balsa a su suerte. Desde La Máquina gritan enfurecidos. Allí están, yendo a la deriva hacia alta mar, sin brújula ni mapas, con agua hasta las rodillas en un trozo de madera ingobernable.
Allí hay 147 personas. De ellos 30 son marinos y pasajeros –entre ellos, una mujer– y el resto soldados. Son 147 personas que cuando ven como les han cortado las amarras a su única esperanza, no se lo pueden creer. Ven a los 6 botes alejarse hacia la costa. Los insultos y maldiciones duran unos instantes. A partir de ahí “una profunda desesperación”, como relató después uno de los pocos supervivientes.
El abandono
Aquellos 147 náufragos disponían de una caja de galletas, 2 barricas de agua y 5 de vino. Y lo que es casi peor, apenas cabían, aunque se apretaran. Así que la lucha no solo será por la comida y la bebida, sino por hacerse con un “buen sitio”. Los oficiales armados ocupan el centro, que se mantiene menos sumergido. En los bordes, agua por las rodillas y la continua amenaza de caerse al mar.
Ya desde la primera noche empieza a morir gente. Algunos se deslizan entre los maderos redondos que forman el suelo de la balsa y caen al océano, otros se rompen las piernas. Otros, directamente se suicidan tirándose al mar.
Las galletas se acaban el primer día. Entre el oleaje y las peleas, se pierden en seguida los dos barriles de agua. Solo les queda vino o los propios orines para hidratarse; y el vino y la insolación no ayudan precisamente al buen clima. Algunos han decidido emborracharse para afrontar un final irremediable y otros, en pleno delirio, intentan cortar las cuerdas que ligan los troncos para hundirse y acabar rápido.
La supervivencia y el horror
La segunda noche los ánimos siguen muy caldeados y estalla una rebelión. Salen a relucir pistolas y navajas, una locura que acabará con 69 muertos. Unos días después otra bronca, 39 cadáveres más. Al cabo de una semana solo quedan unos 30 supervivientes en La Máquina.
Ya no saben qué comer. Han probado el cuero de sus correajes o de las vainas de sus armas, se han comido sus sombreros, cualquier cosa que engañara al hambre atroz que estaban sufriendo. Y tras eso ya no queda nada, solo los cadáveres de los pasajeros que se van quedando en el camino. Y perdonen que no siga con más detalles escabrosos, que seguro imaginan.
El grupo de soldados armados que se han erigido como la autoridad en la balsa se reúnen en un último “consejo de guerra” y comprobando que hay demasiadas bocas y poco que beber deciden que hay 12 náufragos tan débiles que no sobrevivirán. Los lanzan al mar.
Llega el Argus al rescate
Ya solo quedan 15 supervivientes en la balsa cuando, el 17 de julio, tras trece días a la deriva, ven las velas del Argus en el horizonte.
En realidad el Argus no venía al rescate de los náufragos sino de todo el material que había quedado en la Medusa, especialmente los 90.000 francos propiedad de la Corona; que una cosa es la salud y otra la economía ¿no? De hecho, en un primer momento el Argus pasa de largo sin ver a unos náufragos a los que no buscaba.
Pocas horas después, por fin algo de suerte: la balsa es detectada por el Argus –que seguía buscando la pasta del rey– y los náufragos son rescatados. De los 15 supervivientes de la balsa, cinco no lo superarán y morirán después de su llegada a Saint-Louis.
Cuando finalmente llegan a la Medusa, el 26 de agosto, 52 días después del naufragio –que se dice pronto– no encuentran a los 17 hombres que decidieron quedarse allí encallados. Dos habían muerto y otros doce intentaron llegar a la costa en una balsa; nunca más se supo de ellos. Solo quedaban tres que, como zombies, trataron de esconderse, aterrorizados. Quizás, en su mente febril, sus rescatadores les parecieron espectros.
¿Y qué fue del resto de náufragos de la Medusa? La barca del gobernador y de Chaumareys, que tenía brújula, consiguió llegar a Saint-Louis. Al llegar, el bueno de Chaumareys no dio ningún tipo de explicaciones sobre las circunstancias del desastre, a ver si nadie se daba cuenta.
Alrededor de sesenta náufragos fueron rescatados por el Echo. El resto de botes tampoco lo pasaron bien. Varios atracaron en costas deshabitadas y, a partir de ahí, el desierto: hambre, sed y mercaderes de esclavos. Algunos de estos supervivientes llegaron a territorio amigo días después del resto de náufragos de la Medusa.
De las 396 personas que embarcaron en La Medusa en el puerto de Rochefort, 160 se quedaron para siempre en el mar.
La vuelta a casa y el juicio
Mientras el Echo llevaba de vuelta a Chaumareys a Francia él no se imaginaba la que se iba a liar. Aunque, como suele ocurrir con estas cosas, se intentó tapar. En un principio se ignoraron las reclamaciones de indemnización de las víctimas. A todo el que amenazara con denunciarlo se le impusieron multas y se les expulsó del servicio.
Pero al final la prensa se hizo eco y se desató el escándalo, que tenía ramificaciones políticas en la lucha de monárquicos y republicanos. En 1817 se publicó el libro de dos supervivientes de la balsa: Henri de Savigny –médico cirujano de la marina– y Alexandre Corréard, ingeniero y geógrafo. Es por ellos que conocemos al detalle todo el horror de lo que allí pasó.
Aquello se llevó la dimisión del ministro de Marina. Al intrépido capitán Duroy de Chaumereys se le hizo un consejo de guerra que le libró de algunos de los cargos –por ejemplo, el de haber abandonado la balsa– pero sí se le declaró culpable de otros. El resultado fue su salida del servicio y tres años de prisión en el fuerte de Ham, de 1817 a 1820. Tras su salida se retiró al castillo de Lachenaud, donde vivió otros 25 años, fuera de todos los círculos sociales.
De vuelta al cuadro
Gacetas, grabados y panfletos recorrieron todo el país, conmocionado por los hechos. Y es ese clima el que lleva a Géricault a elegir el tema y a parte de la sociedad a revivirlo en la pintura. Para ello contó con la ayuda de Corréard y Savigny, que además de explicarle los detalles aparecen representados en el cuadro.
También reprodujo en su taller una maqueta de La Machine y se fue a la morgue a realizar bocetos de cadáveres. Además del dramatismo romántico, Géricualt quería darle mucho realismo a su obra.
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