Ayer se produjo una tormenta perfecta en los mercados financieros, en las Bolsas, en la deuda, una más. Está habiendo tantas tormentas perfectas, tan seguidas, cada semana, que cuando la última gota colme el vaso y haga estallar todo en mil pedazos va a ser imposible saber quién la derramó ni de dónde vino.
El espejismo aquel se desdibuja día a día. Sus contornos se pierden, como los del mar, entre los amplios pasillos de Bruselas, tan poco dada a ensoñaciones oníricas. Los altos sueldos de que gozan sus señorías comunitarias y el ejército de funcionarios que forman su séquito actúan de dique de contención de las emociones y de la necesaria solidaridad. La orquesta es incapaz ahora de dejar de tocar su letanía mientras se hunde el trasatlántico, ni siquiera de salir en ayuda de la tercera clase que se ahoga en los pisos inferiores o desatar los botes salvavidas para huir ellos mismos del naufragio. Tocan su canción de memoria, aunque las notas de la partitura, ya mojada, también han empezado a desdibujarse.