Se fue a vivir a la urbanización San Clemente poco después de casarse porque ella había insistido tanto: que si la calidad de vida (¿calidad debida?), que si los hijos (aún no tenían hijos), que si respirar aire puro, que si huir del agobio de la gran urbe... Él torció el gesto al pensar en el agobio que le supondría tener que cambiar diez minutos de metro ida y vuelta por una hora larga en tren de cercanías, llegar a casa de noche y sin apenas tiempo para comprar unos tranchettes de emergencia para cenar, los conciertos, los cines y los restaurantes de pronto tan lejos, aunque con lo que iban a pagar de hipoteca y de impuesto sobre la propiedad para qué cines y restaurantes y conciertos. Pero en el fondo lo que de verdad le jodía era dejar atrás su vida de joven (aunque últimamente ya no tan joven) bohemio urbanita: las pocas responsabilidades de un pisito de alquiler en el casco antiguo, las coctelerías con música en vivo cada fin de semana, esa sensación de estar justo donde el mundo se mueve y gira, de estar donde siempre pasan cosas que sólo se tiene cuando vives en una gran ciudad, en una gran metrópoli. Era dejar de hacerse la ilusión de que, sólo porque uno de tus vecinos es un chileno que hace esculturas soldando cañerías de poliuretano y otro es un marroquí que toca la batería en un grupo de reggaee, uno no se ha aburguesado a pesar de la corbata de lunes a viernes, la plaza de parking en propiedad y las páginas color salmón del periódico religiosamente leídas todos los domingos por la mañana. Pero quizá ella tenga razón, tú no eres Peter Pan y un día u otro te tocaba crecer y buscar un buen sitio donde criar a los hijos (que aún no tenían), porque ni el chileno escultor ni el magrebí rastafari pueden ser una buena influencia para su educación (o eso decía ella), y de todas formas sería bueno tener unos palmos cuadrados edificados de tu exclusiva propiedad, un sitio donde caerse muerto como decía la abuela (la que acabó cayendo muerta en una residencia de ancianos propiedad del municipio), y al fin y al cabo algo hay que sacrificar a ese hermético pero al parecer benéfico dios llamado Calidad de Vida del que todos a su alrededor (los compañeros del trabajo, los cuñados, ella) parecían haberse vuelto tan devotos.
La casa era ciertamente más grande y más cómoda que el pisito del casco antiguo, pero por lo mismo costaba más en dinero y en trabajo mantenerla, y tal como temía la vida se volvió un monótono ir y venir en trenes de cercanías, de día en la metrópoli y de noche en la urbanización, llegar a casa a tiempo para cenar y ver algo de televisión antes de irse a la cama y vuelta a empezar, y los fines de semana a podar el palmo cuadrado de césped, coger el coche para ir al centro comercial a hacer las compras que resulta imposible hacer entre semana, asistir a las reuniones de propietarios, quizá alguna escapadita a la metrópoli para cenar y ver un espectáculo; no muchas, porque coño lo que cuesta pagar esta puta hipoteca, y, como vivimos en la periferia, encima hay que mantener dos coches. Los hijos no llegaban, y eso les distinguía en la urbanización, donde todo eran matrimonios formados por hombres de incipiente barriga y bermudas los domingos y mujeres de falda larga y escote corto con dos niños y medio de prole promediada. Y el tiempo pasó y los niños seguían sin llegar, y en algún momento difícil de concretar incluso dejó de percibir la presencia de ella, no sabría decir si porque se había fugado o porque se había ido convirtiendo paulatinamente en un elemento del mobiliario. Y un buen día el tren de cercanías le llevó a un despacho en el que una secretaria y un guardia jurado estaban desalojando sus efectos personales, pase por administración a firmar el finiquito y hasta más ver Javier.
A la mañana siguiente, enfrentado al insólito espectáculo de su calle a la luz del sol de un día laborable (tan solitaria y desangelada como a la luz del sol de una tarde de domingo) decidió tomárselo con calma, al fin y al cabo el subsidio de desempleo daría para pagar la hipoteca unos meses más y ella, si es que todavía seguía en la casa, no había dicho nada. En algún momento creyó oír unos murmullos como de reproche que parecían venir del paragüero, pero quizá fuera su imaginación. Resolvió que dedicaría esos días de inactividad forzosa a reordenar las ideas y conocer un poco el vecindario, ese estupendo entorno lleno de aire puro que tanta calidad de vida (fuera eso lo que fuera) le proporcionaba y del que apenas conocía poco más que la calle donde vivía, el camino a la estación de cercanías y la autovía que llevaba al centro comercial. Darse cuenta de esto le sorprendió, él que cuando vivía en el casco antiguo se conocía hasta el último callejón, hasta el último tugurio abierto en el último callejón y hasta el último freak habitual del último tugurio abierto en el último callejón.
A la mañana siguiente se puso el chándal, pensó en decirle al paragüero que volvería a la hora de comer pero para qué hablar con un paragüero, salió a la calle, donde todas las casas eran como la suya y tenían el mismo palmo cuadrado de césped delante, dobló una esquina y se metió en otra calle diferente con casas también todas iguales pero distintas de las de su calle. Fue caminando al azar por calles desiertas, compuestas por hileras enfrentadas de modelos arquitectónicos repetidos, sin cruzarse con nadie más que con algún automóvil de tanto en tanto. En algún lugar en el interior de ese laberinto clónico tenía que estar el núcleo seminal de San Clemente, por lo menos esa pequeña iglesia románica que siempre salía en todos los anuncios publicitarios de la urbanización. Caminó una hora al azar sin encontrarla, de hecho sin orientarse gran cosa porque las calles además de desiertas y monótonamente uniformes no tenían comercios ni talleres que sirvieran de punto de referencia, y en muchas ocasiones ni siquiera placas con el nombre de la calle, y juraría que por ésta ya había pasado hace un cuarto de hora pero cualquiera sabe. Aún caminó una hora más tratando de volver a casa antes de reconocer que se había perdido. Exhausto, sin saber dónde estaba, sin nadie a la vista a quien preguntárselo y con la batería del teléfono móvil agotada, se sentó en un banco en una ancha calle compuesta, cómo no, por dos hileras de casas adosadas (doce, seis a cada lado) idénticas en su diseño de ladrillo visto con puertas y ventanas en blanco y garaje propio. Al anochecer, cuando la luz del sol lanzaba sus últimos y mortecinos rayos, una docena de automóviles turismo idénticos entró en la calle en hilera, aparcó uno delante de cada puerta de garaje y de cada uno de ellos salió un individuo de edad imprecisa, vestido con traje y corbata y hablando por un teléfono móvil del mismo modelo. Los doce hombres entraron a la vez en las doce casas, dando cerrojazo al unísono antes de que él tuviera tiempo de reaccionar, levantarse del banco donde había estado dormitando, acercarse a uno de ellos y preguntar. Le dio reparo llamar a alguna de las puertas a aquellas horas. Vio que en las doce casas se iluminaban al mismo tiempo las doce vidrieras que separaban los doce salones comedor de los doce microjardines, y a través de ellos se veía el resplandor catódico de doce televisores sintonizados en el mismo canal. Aquella fue la primera noche que durmió al raso.
A la mañana siguiente se despertó cuando doce puertas de entrada se abrieron al unísono para dejar salir a doce hombres vestidos con americana y corbata que se subieron inmediatamente a los doce coches y abandonaron la calle en caravana. Media hora después, de las doce puertas salieron doce mujeres arrastrando cada una a dos niños y medio debidamente pertrechados con dos mochilas y media llenas de libros, game-boys y uniformes de gimnasia; las doce mujeres abrieron al mismo tiempo las doce puertas de garaje para subirse con sus treinta niños en total a doce monovolúmenes. Se acerco a una de ellas, la que le quedaba más próxima, con intención de preguntarle dónde estaba y cómo se llamaba esta calle, pero la mujer le roció con un spray de pimienta antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Mientras un escozor infernal le dejaba ciego, las doce mujeres, incluyendo su agresora, ponían en marcha los doce monovolúmenes con los treinta niños dentro y desaparecían en procesión. De nuevo solo, decidió volver a deambular por las calles, en la esperanza de encontrar algún signo, alguna persona que le permitiera orientarse y encontrar el camino de vuelta a casa, o por lo menos volver a pasar por delante de ella ni que fuera de casualidad.
Pronto perdió la cuenta de los días que llevaba vagando de calle en calle, durmiendo en los bancos de las pequeñas y siempre deshabitadas plazas públicas con toboganes para los niños, comiendo de los cubos de basura y bebiendo de las mangueras de jardín. El pelo y la barba le crecieron hasta darle un cierto aspecto de profeta bíblico o de imitador de Carlos Marx. El chándal ya no era más que un montón de sucios andrajos enredados alrededor de su cuerpo. Renunció a acercarse a nadie más para preguntarle el camino, porque o apretaban el paso para alejarse de él o le increpaban a cajas destempladas, amenazando con llamar a la policía municipal si seguía molestándolos. Aunque lo más frecuente es que se comportaran como si no existiera.
Llegó a una calle donde los adosados estaban recién construidos y aún tenían equis de cinta adhesiva pegadas en los vidrios de las ventanas. De una de ellas salía una pareja joven pero ya no tanto, él con la corbata aflojada al estilo “gracias a Dios ya no estoy en horario laboral” y cierta expresión de duda, ella con los ojos brillantes de entusiasmo y la moderna ropa de marca metamorfoseándose sutilmente al estilo moderadamente conservador de un ama de casa de clase media. Iban acompañados por un comercial de la inmobiliaria, y él se reconoció inmediatamente en él, a ella la reconoció inmediatamente en ella. Se lanzó hacia ellos gritando: “¡Es una trampa! ¡Suban al coche y márchense por donde han venido antes de que sea demasiado tarde!”, pero apenas tuvo tiempo de caminar unos pasos cuando el comercial se abalanzó contra él ladrando feroz, y le corrió a golpes de guía inmobiliaria y a mordiscos en los tobillos. Mientras se alejaba aún tuvo tiempo de oír “no sabía que hubiese drogadictos por la zona”. “No los hay” “precisamente queríamos venir a vivir aquí para librarnos de lamentables espectáculos como éste” “No se preocupen, es un caso aislado. Además, la comunidad de propietarios va a contratar un servicio de vigilancia jurada para mayor seguridad”.
La última vez que se le vio estaba viviendo en una caja de cartón de embalar frigoríficos, en el margen de una de las vías de acceso a la urbanización, bajo una señal donde se leía: “ESTÁN ENTRANDO EN LA URBANIZACIÓN SAN CLEMENTE. BIENVENIDOS”.