El NIGROMANTE del CALLEJÓN del PERRO

Publicado el 19 octubre 2020 por Juansanguinocollado @juansanguino77

Nigromante invocando un perro fantasmal Matthäus Merian el Viejo c.1650 

Hace más de quinientos años, en los estrechos recovecos que conformaban el laberíntico centro de Madrid, existía un pequeño y sombrío callejón por el que se evitaba pasar. Era el callejón del Perro que discurría entre la calle Tudescos y la calle de Silva. Desgraciadamente, hacia 1925, esta breve y tenebrosa calle desaparecería debido a la construcción y trazado del tercer tramo de la Gran Vía, avenida que, como sabemos, se abrió paso a través del casco histórico de Madrid arrasando todo lo que se encontraba en su planeado camino. 

Situación del callejón del Perro antes de 1925  

El punto exacto donde tuvo lugar la historia que nos ocupa se hallaba justo en medio de la excitante y cosmopolita avenida, aproximadamente a la altura del número 50. Allí se encontraba el solar que ocupaba la casa señorial de un vilipendiado estudioso de la Astrología y el Ocultismo: el polifacético noble y maestre de la Orden de Calatrava D. Enrique de Villena.

Retrato de Dn. Enrique de Aragon, marques de Villena, Santiago Llanta y Guerin, c.1860

Según cuenta la leyenda, protegiendo el portal de dicha casa y atado a una gruesa cadena, se hallaba apostado un terrífico centinela en forma de una enorme e intimidante mastín de color negro. El amenazante perro no era temido por sus fauces y ataques sino por algo mucho peor. Se rumoreaba que la bestia no era un perro ordinario y se le atribuían siniestros poderes mágicos propios de un hellhound o sabueso del Infierno. Se decía que en sus ojos se hallaba el Mal pues si el animal te miraba fijamente podía echarte un funesto mal de ojo. En pocos días, tu suerte se acabaría, una enfermedad te asolaría y en breve, una horrible y tortuosa muerte te conduciría prematuramente a la tumba. Como es de imaginar, si bien aquellos tiempos las calles no tenían nombres oficiales, todo el mundo conocía esta callejuela como el “callejón del Perro”. Según las malas lenguas, la enorme puerta que custodiaba el imponente y diabólico mastín era la entrada a un vasto laboratorio usado para realizar experimentos de alquimia y demás prácticas ocultas y aseveraban que la casa albergaba una biblioteca encubierta repleta de cientos de volúmenes de obras prohibidas y diabólicos grimorios. Otros vecinos, por temor a ser oídos, susurraban que tras la puerta vivía un hechicero, un nigromanteque se dedicaba a invocar los espíritus de las almas fallecidas y que se comunicaba con el mismo Lucifer. Sospechas bien fundadas y cercanas a la realidad pues el propietario, D. Enrique de Villena, era un notorio practicante de lo oculto y de los misterios esotéricos.

Bestia atacando a viajeros, Hans Weiditz, 1517

D. Enrique, de gran talento y virtudes, dedicó su vida al intenso estudio de todas las artes y el saber de su época. Villena consultó las bibliotecas en cada rincón del reino, estudiando el contenido de raros códices e incunables. Sus pesquisas englobaban los trasfondos de un sinfín de temas siendo inagotable su sed de aprender. Sus estudios abarcaban tratados, manuscritos, documentos y volúmenes de filosofía, teología, química, matemáticas, astronomía, literatura, medicina, física e incluso gastronomía. Aislado en remotos conventos y rebuscando tras polvorientos estantes, D. Enrique dio con libros prohibidos por la Iglesia, textos árabes, hebreos, griegos y latinos, obras que años después serían quemadas por la Inquisición y que no han sobrevivido a nuestros días.

Los doze trabajos de Hércules, D. Enrique de Villena, Ed. Burgos, 1499

El bagaje de conocimientos de Villena, incluyendo los relativos a temas ocultos y proscritos, creció con tal rapidez y se hicieron tan amplios que pronto empezaron a circular sospechas de que el maestre sólo podía haber adquirido tal cantidad de sabiduría con ayuda de la magia y la brujería. Pasó los últimos años de su vida entre Toledo, Valencia y Madrid inmerso en sus escritos e investigaciones, su sed de conocimientos no cesó. El 15 de diciembre de 1434 aquel hombre destinado a ser el legítimo marqués de Villena (no llegó a poseer este título pues fue incorporado a la corona de Castilla, reinando Enrique III, como reembolso de un crédito de sesenta mil doblas que Enrique II había concedido a sus padres), murió de fiebres altas en el monasterio de San Francisco de Madrid dando origen a su más negra leyenda. La de las dos muertes de D. Enrique de Villena.

Alquimista, Cornelis Pietersz, 1663, Getty Museum, Los Angeles

Al parecer, D. Enrique, en su lecho de muerte, dio indicaciones a su ayudante personal, un negro morisco llamado Alí, para que llevara a cabo una serie de instrucciones muy específicas y extrañas tras el momento de su óbito. Villena le mostró a su asistente un gorro y le explicó sus sorprendentes poderes mágicos: al llevarla sobre la cabeza, la prenda transformaba físicamente a su portador adoptando automáticamente el aspecto de Villena. Alí debía llevarla siempre puesta para no generar sospechas de que Villena en realidad estaba muerto. El siguiente paso de las instrucciones sería llevarse el cadáver de su amo, y, sobre la mesa del laboratorio descuartizarlo en trozos más pequeños que una onza. Después debía mezclar sangre, carne y huesos, y una vez mezclados, meterlos dentro de un matraz grande y transparente que contenía un elixir especial que D. Enrique había creado. Dicho recipiente debía ser ocultado secretamente bajo una montaña de estiércol de caballo en los establos anexos a la casa. El fiel morisco llevó a cabo las instrucciones de su señor al pie de la letra. Era de vital importancia que durante los nueve meses siguientes ocultase la ausencia de su señor.

Fausto creando un homúnculo, grabado alemán, siglo XIX

Sin embargo una mañana cuando asistía a misa transformado en su señor se topó con el capellán de la iglesia, quien le saludó, pero el doméstico temiendo ser descubierto, no le saludó quitándose el gorro como mandaban los cánones de buena conducta. Esta descortesía enfureció al capellán y a los nobles que le acompañaban. El grupo rodeó al falso Villena y le exigieron una explicación por tal conducta. Tras esgrimir débiles excusas el criado recibió una bofetada que hizo saltar el gorro de su cabeza. El engaño fue descubierto. El sirviente asustado confesó las diabólicas instrucciones dadas por su amo. Sorprendidos y atemorizados, el capellán y sus nobles acompañantes obligaron al morisco a llevarles a la vivienda de Villena donde se reunirían con los alguaciles que verificarían los sacrílegos actos cometidos. Al llegar a la casa accedieron a las caballerizas evitando al feroz guardián de la entrada y encontraron la fétida pila de estiércol de la que rescataron el frasco de cristal. El recipiente aun contenía una repugnante sustancia oleosa, casi bilis, en la que se podía distinguir claramente un horrible feto de ocho meses de edad. El capellán hizo el frasco que contenía el homúnculo completamente añicos contra el suelo y el servidor de D. Enrique fue apresado para su posterior condena en la hoguera. Los que había sido testigos del descubrimiento del feto temblaban al pensar que si hubiera trascurrido sólo un mes más, el siniestro D. Enrique de Villena, amante de lo oculto, brujo y nigromante, habría resucitado retornando al mundo de los vivos.

Homúnculos, Rotulum hieroglyphicum G. Riplaei Equitis Aurati c. 1560

Además, la inmerecida fama de hereje y mago negro de D. Enrique, según sus detractores claramente sospechoso de llevar a cabo pactos diabólicos, llevó a las autoridades a mandar localizar y destruir todos los libros de su famosa biblioteca, tanto los recopilados por él en latín, griego, hebreo o árabe como los escritos por el mismo Villena. Debían desaparecer todos los que se consideraran sacrílegos o que trataran sobre lo oculto. Las fuerzas del orden, encabezadas por fray Lope de Barrientos, registraron de arriba abajo la casa del noble, sita en el callejón del Perro. El enorme mastín que custodiaba la entrada y por ende la biblioteca y el laboratorio de D. Enrique opuso feroz resistencia y tuvo que ser eliminado a varios tiros de ballesta. Mientras el animal yacía mortalmente herido los oficiales registraron las distintas estancias lográndose llevar consigo docenas de cajas y sacas llenas de libros, manuscritos, cartas personales e instrumental científico que se perderían para siempre entre las llamas de una colosal hoguera purificadora.

Cacería de la bestia de Chazes, Antoine de Beauterne, c. 1770

Pero la cosa no quedó ahí. Según la leyenda tiempo después de la muerte de la bestia su espíritu maléfico seguía aún deambulando por la calles. El espectro animal perseguía, amenazaba y ladraba ferozmente a todo insensato paseante en las noches solitarias. Esas apariciones acaecían como una especie de reclamo de justicia, de retribución y reconocimiento a su desprestigiado amo, cultísimo personaje que dedicó su vida a las artes y el estudio, que fue víctima de la ignorancia y la superstición de la época que le tocó vivir, que fue desacreditado por su enemigos políticos que lo tildaron de hechicero y nigromante y cuyo recuerdo fue casi borrado de las páginas de la historia.