Algunas veces, he coincidido con otros que también pasean, sin prisas, algunos con perro, otros solos. Parece que vayan buscando algo. La mayoría tiene la mirada perdida, lejana. Se sientan en los bancos, y miran a lo lejos, hacia los árboles que tapan el fondo del parque, como esperando que salga algo o alguien que les alegre el día. Y algunos lo consiguen, ya que se levantan, y se dirigen hacia la entrada del parque. Parece que hayan vuelto a nacer.
Aunque puede ser que, tal vez, sea la tranquilidad que se respira allí.
Normalmente doy una vuelta al parque, entro por uno de sus lados, y voy subiendo hasta el fondo, donde se parapeta una iglesia tras los árboles, y después bajo por el otro camino de tierra y piedras. A mitad de camino, saco una bolsa de papel, llena de migas de pan, que tiro con fruición sobre el césped, esperando que los distintos pájaros vengan y tengan su particular desayuno.
Los primeros en venir siempre son los gorriones, pequeños y aventureros, pero también listos como pocos. Las primeras palomas se acercan, y enseguida se hacen las dueñas del pan. Me siento por allí, y observo. La misma rutina todos los días. Los gorriones acechan detrás del círculo de las palomas, buscan huecos, y en cuanto notan que las grandes y sucias palomas están distraídas, corren hacia una de las migas de pan, que ha permanecido medio oculta por un palo, y se lo llevan algo más lejos para poder comérsela con tranquilidad.
Esta mañana, bajé con el perro, teníamos más tiempo del habitual, mientras él corría arriba y abajo, con su pelota, yo volví a tirar las migas de pan sobre el césped. Y volvieron a acudir los mismos pájaros de todas las mañanas. En cambio, bajo el banco encontré uno nuevo. Temblaba a pesar del calor que hacía. Estaba encogido, y miraba con ojos grandes y tristes hacia mí. No pude acertar la edad que tendría, tal vez dos, tal vez cuatro, en cualquier caso, debía tener alguno más que los que aparentaba ese débil cuerpo de gorrión.
Estaba descalzo, únicamente llevaba una especie de sábana atada a su cintura, y su pelo suelto y revuelto, se balanceaba en interminables bucles de lado a lado de su cara. Trinaba sin parar. Sus ojos se movían rápidos, atentos a cualquier gesto rápido, que pudiera asustarlo.
No sintió que lo estuviera mirando. Sólo cuando alargué mi brazo para ofrecerle miguitas de pan, bajo el banco, se acercó, dando pequeños saltitos, sin quitarme la vista de encima. Extendió sus famélicos brazos y voló medio metro, hasta que llegó donde estaba yo, en cuclillas, y alargando el pico, recogió el pan que tenía puesto sobre mi mano. Se confió, y como muestra de agradecimiento, se subió sobre mis rodillas, dejando que lo acariciara.
Su rostro me era vagamente familiar. El pequeño niño pájaro se daba un aire a alguno de mis alumnos de educación infantil, de los barrios pobres, delgado, sucio, con miedos, pero dispuesto a querer, si le daban la oportunidad.
Lo dejé en el suelo. Me tenía que ir. Pensé por unos momentos, en llevármelo a casa, pero... ¿Qué bien le podría hacer a un niño pájaro vivir cautivo en una jaula?
Sólo pude prometerle volver al día siguiente.
Lo escribí el 26 de julio de 2005. http://diariodealgoespecial.blogspot.com/feeds/posts/default?alt=rss