El niño que se escondía tras los arbustos

Por David Porcel
De niño, se escondía tras un arbusto, de esos que recorren vallados en las urbanizaciones más lujosas, o a las afueras, reclinado bajo algún puente abandonado, y podía pasar ahí horas. Se preguntaba qué sería de sus amigos ahora que él ya no estaba. Incluso si el mundo habría podido cambiar en algo. Cuando anochecía, salía de su escondrijo y volvía a su cotidianidad con la tranquilidad de quien se ha tomado unas pequeñas vacaciones. Sabía que nadie habría notado su ausencia, aunque siempre llevaba una historia inventada por si alguien preguntaba. ¿Pero por qué habría de inventarla si no había hecho nada malo? En las noches de invierno, cuando el sol se escondía y el frío helaba las hojas, buscaba lugares cerrados, como agujeros por donde entrar a las Iglesias o ventanas de aire abandonadas. Entonces la reclusión se hacía más difícil, y es que el frío no dejaba salir los pensamientos. Pero incluso entonces soñaba con camas a la intemperie y sábanas de la finura de una hoja.

A esta práctica, que le fue dando forma con los años, incorporándola a su vida adulta, llena de obligaciones y responsabilidades, la llamó la emboscadura. Irse al bosque, decía él. Irse al bosque significaba salir de los usos, convenciones y obligaciones de su vida presente, recluirse secretamente en un universo donde sólo lo intemporal podía tener lugar. Sólo aquello que no envejece, ni pasa, ni deviene. Sólo aquello que verdaderamente nos tiene, pero que por ello mismo nos protege, y nos salva. Donde las palabras no interpelan y los pájaros no cantan para nadie. Irse al bosque, para él, era el modo de hacer más pequeño el mundo, a la medida de unos ojos que siempre necesitaron distancia y algo de calor.