El sofá es uno de los pilares de la historia del teatro. En torno a un sofá se han enhebrado cientos de comedias, dramas, alguna que otra tragedia... Se ha convertido ya en el eje de un subgénero, hoy cada vez en mayor desuso. Y un sofá es el centro (sólo mobiliario) de «El nombre», de los autores franceses Matthieu Delaporte y Alexandre de la Patellière, estrenada hace cuatro años en París. A la capital francesa suele ir Pedro Larrañaga con la caña, y allí ha pescado varias comedias de éxito. Y no solo él: títulos como «Toc Toc» o «La cena de los idiotas», por poner solo dos ejemplos, vienen, como los niños, de París.
«El nombre» es una soberbia comedia, con un texto brillante e ingenioso que se beneficia, creo, del talento de Jordi Galcerán, el adaptador español, que no creo que se enfade si digo que es uno de los mejores arquitectos que tiene el teatro español actual (si no el mejor); logra aquí un trabajo artesanal, impecable, brillante. La obra sigue ese esquema clásico del teatro francés reciente (ahí están dos obras de Yasmina Reza, «Arte» y «Un dios salvaje») que arrancan con una discusión insignificante que se va convierte en un virus que se extiende implacable por la situación y acaba gangrenando las relaciones de los personajes.
En el caso de «El nombre», los autores nos presentan a cinco personajes. Pedro e Isabel son un matrimonio; él es profesor de literatura en una universidad y ella es ama de casa. Esa noche han preparado una cena a la que acuden el hermano de Isabel, Vicente, y su mujer embarazada, Ana -que se incorpora más tarde a la velada-. Un amigo común, Carlos, es el quinto comensal. La discusión surge cuando Vicente revela el nombre que tienen pensado para el bebé: Adolf (en homenaje al abuelo, catalán, de la madre). Aquí se abre la caja de los truenos, que convertirá el escenario en un campo de batalla en el que el fuego cruzado ataca sin excepción a todos los personajes. Hasta que estalla un inesperado volcán.
Gabriel Olivares, el director, ha puesto el metrónomo a la velocidad exacta para lograr darle a la comedia su ritmo justo, aunque en el movimiento de los personajes se adivine cierta anarquía. Los cinco actores -Amparo Larrañaga, Jorge Bosch, Antonio Molero, César Camino y Kira Miró- aportan sus cualidades a un trabajo efectivo, en el que me gustó especialmente el cinismo y el dominio de Bosch. Amparo Larrañaga, muy en primera actriz de las de antes, recibió, en la función que yo ví, un aplauso tras su último mutis (supongo que será habitual). Una función muy recomendable.