Estamos a un paso de llamar a las cosas por su nombre. Es el paso que media entre la civilización y el salvajismo, entre la contención educada y la barbarie. Todas las cosas tienen un nombre salvaje y un nombre culto. La distancia es la misma que va del gruñido al imperativo. Lo primero, a pesar de su primitivismo, tiene la fuerza de la naturaleza de su parte y, así, pone en el bufido un recurso de alivio indiscutible. La vida suele gritar ante una herida. Los practicantes de artes marciales saben, también, que alguna fuerza de más se añade al golpe si se acompaña de algún alarido. De modo que, el daño que sentimos y el que hacemos sentir, suele conducirse de un chillido tan original como el pecado de los fieles. Lo segundo, el uso del imperativo, puede ser una escultura del grito, una alfarería que tornea el barro del ruido para hacerlo sonido e investirse de la dignidad de contar con el otro, aunque sea para mandarle. Del grito a la palabra es tanto como de la realidad al símbolo, de los hechos a su representación. Habíamos inventado el contexto para desenvolvernos dentro del medio alegórico. No es sólo un modo de perspectiva que subjetiva la realidad y la personaliza, sino un instrumento al servicio del confort, la paz y la fraternidad. A fin de cuentas, como dijo alguien, la cultura sirve para no gritar cuando el avión se está cayendo, acción que dice bastante del pasajero al mismo tiempo que no desquicia a los acompañantes. Hablando se confunde la gente porque cada persona ha troquelado el nombre de las cosas en función de sus vivencias, sus aprendizajes y sus decisiones. Pero es una confusión de culto que, mientras nos tiene aturdidos en una red de significados y significantes, destila sus efectos sedantes que acostumbran a venir de la mano de los matices. Los matices son como los muelles del colchón, preparados para amortiguar la caída y adaptarse al cuerpo que lo presiona. Los matices tienen también la función amable de tapar el gruñido. A cambio, la naturaleza permanece inalterada mientras que los humanos creemos que la herida es menor o que la herida no existe. Algunos matices pinchan, como algunos muelles, pero no matan. Ahora, sin embargo, estamos situados a la orilla de las cosas, observándolas, contemplándolas. Roto el espejismo de los nombres, destruida la elasticidad de los matices, apenas queda nada que sirva de asidero para hacernos las preguntas necesarias. Nos hemos vuelto seres más reales que simbólicos cuando lo propio del arte es no tolerar lo real. Si el anhelo imperial no resiste la mentalidad provinciana, el aullido del “homo lupus” aún menos y, si la apelación a la humanidad fue un ardid para desocuparnos del humano, también hay que admitir que durante siglos nos hemos cobijado con su abrigo. Hay un retorno de las cosas. Cada vez es más desleído el colorido hasta un punto tosco de grises. Nos va quedando la incertidumbre de las cosas que, a base de gruñidos, están emergiendo llamadas por su nombre. La herida es más herida cuando sangra que cuando se la nombra. El golpe es siempre más fuerte cuando impone su criterio de ley natural despojado de matices. Todas las cosas tienen, insisto, un nombre salvaje y un nombre culto. A fuerza de heridas y de golpes, sobre todo de golpes, muchos son los que pretenden llamar a las cosas por su nombre salvaje. Tal vez, una melodía de aullidos esté afinando un canto. Atentos.