El ocaso del homo sapiens

Publicado el 20 agosto 2013 por Rafael García Del Valle @erraticario

La vida es un fenómeno complejo y diverso que se rige por unas pocas leyes físicas que originan tres procesos fundamentales: combinación, innovación y muerte. A través de ellos, la vida se puede entender como la extracción y acumulación de la información contenida en el caos entrópico.

Pero esa acumulación de información es un proceso continuo salpicado por destrucciones discontinuas.

Cuanto más complejo es el sistema, mayor cantidad de información contiene. El gran reto de la biología, dicen los ecólogos Jaume Terradas y Josep Peñuelas en un estudio publicado recientemente, es comprender cómo la información se acumula en los organismos y ecosistemas.

El proceso de combinación crea átomos por agrupación de partículas, moléculas por unión de átomos, y permite la transferencia genética por la que las especies acumulan información y generan nuevas herramientas para la vida.

Los organismos vivos almacenan y copian información, y las copias se modifican a través de mecanismos genéticos y otros procesos de mutación. Este es el proceso de innovación por el que se amplía la variedad en cada nivel de vida. La complejidad surge de unas pocas piezas y sus innumerables posibilidades combinatorias, al estilo de un alfabeto de veinticinco letras del que emerge toda la cultura de una civilización.

En el caso de la vida, hablamos de un alfabeto de más de cien elementos químicos, por lo que las posibilidades resultan inabarcables para la mente humana.

La vida depende del flujo energético que alimenta el metabolismo: el inicio de la cadena se encuentra en la fotosíntesis de las plantas, proceso por el cual la luz se introduce en la cadena alimentaria de los seres vivos. Si bien, podríamos pensar que toda materia es luz, por lo que la información contenida en cada fotón es inherente a cualquier partícula del universo, como se aprecia en la formación espiral del polvo cósmico.

Los ecosistemas están formados por una red de especies interrelacionadas en un entorno físico-químico. Estas redes son jerárquicas, organizadas bajo el flujo de energía en una serie de pasos encaminados a disiparlo.

Así que los ecosistemas no son cerrados, dependen del traspaso de energía de un sistema a otro. Por ejemplo, la evaporación y la transpiración extraen el agua del interior de la tierra y la devuelven al ciclo de intercambio, y la radiación solar introduce energía permanentemente en el hábitat planetario.

En el caso del ser humano, el proceso se extiende a un nuevo nivel en el ecosistema terrestre: la cultura. Esta transmisión de información es un caso superior de trasvase de energía de un sistema a otro que aumenta el control sobre el entorno y la utilización de sus recursos, algo que se refleja en la evolución de las relaciones sociales.

Esto se aprecia en aspectos como la división del trabajo o el uso de otras especies como fuerza de trabajo para beneficio propio, tal y como ocurre con las sociedades de insectos que integran a otras especies en su organización. Esto es aplicable en ecosistemas y en organismos individuales, donde el animal grande contiene parásitos necesarios para la supervivencia, pues participan en los procesos vitales esenciales del organismo superior.

Sistemas inmunitarios

En este sentido, la cultura se entiende como un producto natural de la evolución que canaliza en otro nivel los procesos de combinación, innovación y muerte. Una forma de almacenamiento y transmisión de información por vía no genética.

Con respecto a todo esto, el filósofo alemán Peter Sloterdijk distingue tres ámbitos o esferas inmunitarias en el ser humano: biológica, social y simbólica. Ésta última contiene las prácticas psico-inmunitarias, defensas mentales que permiten al hombre sobrellevar su vulnerabilidad frente al destino y la mortalidad inevitable.

En la esfera humana existen no menos de tres sistemas inmunitarios, los cuales trabajan superpuestos, con un fuerte ensamblaje cooperativo y una complementariedad funcional. Sobre el sustrato biológico, en gran parte automatizado e independiente de la conciencia, se han ido desarrollando en el hombre, en el transcurso de su desarrollo mental y sociocultural, dos sistemas complementarios encargados de una elaboración previsora de los daños potenciales: por un lado, un sistema de prácticas socio-inmunitarias, especialmente las jurídicas o las solidarias, pero también las militares, con las que los hombres desarrollan, en la “sociedad”, sus confrontaciones con agresores ajenos y lejanos y con vecinos ofensores o dañinos; por otro lado, un sistema de prácticas simbólicas, o bien psico-inmunológicas, con cuya ayuda los hombres logran, desde tiempos inmemoriales, sobrellevar más o menos bien su vulnerabilidad ante el destino, incluida la mortalidad, a base de antelaciones imaginarias y del uso de una serie de armas mentales.

(Sloterdijk, Has de cambiar tu vida)

Sloterdijk denomina “antropotécnicas” a “los procedimientos de ejercitación, físicos y mentales, con los que los hombres de las culturas más dispares han intentado optimizar su estado inmunológico frente a los vagos riesgos de la vida y las agudas certezas de la muerte”.

Pero, ¿sería posible que la cultura se almacene también en los genes cuando un patrón se muestra eficaz? ¿Que sus contenidos fuesen canalizados como fuerza psíquica inconsciente, traducida a la conciencia bajo la forma de esos arquetipos junguianos que, como cualquier sistema inmunitario, activa las reacciones necesarias y permite acelerar e incrementar las respuestas a los entornos cambiantes, donde los comportamientos automáticos pierden validez rápidamente ante circunstancias diferentes que exigen nuevas reacciones?

En términos de la psicología analítica, el consciente es sólo la punta del iceberg. Bajo la conciencia, yace el inconsciente personal: un sustrato de recuerdos personales olvidados o reprimidos. Más allá, se encuentra el inconsciente colectivo, similar a un vasto océano que contiene todas las imágenes y comportamientos de la humanidad a lo largo de toda su existencia, como un archivo de la historia de la evolución.

Cuando atendemos a la estructura más primitiva del cerebro, el reptiliano, encontramos que éste es ajeno a las emociones, ya que éstas surgen en el cerebro mamífero, y es por ello que los comportamientos asociados al primero resultan repelentes. Sin embargo, gran parte de las acciones humanas siguen gobernadas por la estructura reptiliana, como ocurre con el concepto de territorialidad. Cuando es el cerebro reptiliano el que tiene el control, básicamente nos movemos por profundos y ancestrales instintos.

La conciencia mamífera, el sistema límbico, está vinculada a la vida social.  Con la aparición del neocórtex, propio de la conciencia primate, el desarrollo de la conciencia se aceleró y dio paso a la evolución cultural.

La historia de la evolución del cerebro humano muestra, en cada uno de sus pasos, la enorme riqueza de nuestra herencia instintiva. Resulta fácil aceptar el proceso instintivo en términos de comportamientos animales y físicos. Sin embargo, el hombre contemporáneo no termina de asimilar la realidad de la psique y su pertenencia a este mismo proceso evolutivo.

El neocórtex implica que la cultura también está sometida a la evolución y a su almacenamiento como herencia colectiva.

Para los seguidores de Jung, los arquetipos son las imágenes inconscientes de los instintos. Es decir, cada arquetipo es el símbolo de un patrón de conducta instintiva. Y ese símbolo es una herencia universal y suficientemente flexible para adaptarse a cada experiencia personal.

En los años setenta, el neurofisiólogo Michel Jouvet propuso la teoría de que los sueños liberan programas genéticos que tienen como misión reorganizar el cerebro y experimentar nuevas reacciones a situaciones cambiantes. Los sueños, en cuanto que intermediarios entre lo consciente y lo inconsciente, introducirían en la conciencia la información procedente del instinto y así la activarían.

El pensamiento simbólico pertenece a los humanos y a otras especies extintas de homo, aunque ciertas formas de conciencia de sí mismo parecen de ámbito más general. Frente a todo este proceso evolutivo, el biólogo Edward Wilson se pregunta en La conquista social de la Tierrapor qué existe la vida social avanzada, por qué es un fenómeno tan raro y cuáles son las fuerzas que la hicieron aparecer.

Los insectos sociales llevan en la tierra más de cien millones de años. “Su potencial total se consiguió gradualmente, a base de nuevas innovaciones, y alcanzó sus niveles actuales hace entre 65 y 50 millones de años”, explica Wilson en La conquista social de la Tierra. Durante todo ese tiempo, el resto de la biosfera siguió su desarrollo en simbiosis con ellos, desde depredadores animales y vegetales, incluyendo plantas carnívoras, hasta polinizadores. Todos necesitados de ellos para sobrevivir.

En marcado contraste, los seres humanos de la única especie Homo sapiens aparecieron en los últimos sesenta mil años. No hemos tenido tiempo para coevolucionar con el resto de la biosfera. Las demás especies no estaban preparadas para la embestida. Esta insuficiencia tuvo pronto consecuencias calamitosas para el resto de la vida.

Ninguna otra especie humana, como el neandertal, el hombre de flores o el denisovano, ha sido capaz de sobrevivir. Hasta donde se sospecha hoy en día, el sapiens fue responsable directo de la extinción del neandertal, bien fuera por matanza directa o por competencia por el espacio y la comida, o por ambas. Según se expandía y aumentaba la densidad de población, debido al desarrollo de la agricultura, el hombre comenzó a simplificar los ecosistemas.

Allí donde los humanos saturaban las tierras salvajes, la biodiversidad retornaba a la escasez de su período más temprano, quinientos millones de años antes. El resto del mundo vivo no podía coevolucionar lo bastante deprisa para contrarrestar la embestida violenta de un conquistador espectacular que parecía llegar de ninguna parte, y empezó a desmoronarse por la presión.

Caos y civilización

El homo sapiens ha demostrado ser el mayor de los depredadores en todas las épocas. Lo que hace diferente los dos últimos siglos es la velocidad a que depreda.

Frente a la complejidad que es la vida como organizadora del caos, los procesos destructivos dispersan muy rápidamente la información acumulada y, debido a lo irreversible del proceso entrópico, la reconstrucción en igualdad de condiciones es imposible. Exige un comienzo desde cero que deriva en resultados muy diferentes debido a lo impredecible de las variantes.

Cuando algo falla, la solución más económica, en términos de las leyes de la termodinámica, es la muerte. Es lo que ocurre en todo ecosistema que precisa de una restauración. La Tierra parece  ajustarse a ciclos periódicos de destrucción, al igual que ocurre con las estrellas y, por qué no, al igual que podría decirse del Big Bang como proceso regenerador de universos.

Toda la vida responde al proceso termodinámico donde la entropía aumenta hasta que el sistema colapsa. Se trata de una protección natural que evita el estancamiento y asegura el movimiento permanente, el flujo de energía necesaria para que el trabajo continúe.

En la historia de la Tierra, tras las grandes extinciones, los organismos supervivientes se expanden y evolucionan rápidamente en una nueva distribución de la energía que permite el desarrollo de potenciales vetados en el sistema anterior, como ocurrió con la eclosión de los mamíferos tras la extinción de los dinosaurios, cuyo dominio del territorio había impedido el crecimiento y desarrollo de los posteriores dominadores del planeta.

Es así, mediante el barrido general, como la vida evoluciona hacia estructuras más complejas y heterogéneas.

Peñuelas y Terradas consideran la necesidad de integrar la cultura, en cuanto que resultado natural de la evolución de la vida, en las teorías ecológicas. De esta forma, se integran éstas con los estudios sociales y económicos en un intento por cambiar la percepción de la biosfera y la manera en que es explotada, algo que parece necesario para asegurar la supervivencia.

La acumulación de información y la innovación responden a la complejidad manifestada por la teoría del caos, de modo que se presenta como irreversible y cada paso dado nos condena a ser libres y creativos, un futuro de probabilidades más o menos abierto donde el humano no tiene salvavidas a qué agarrarse.

En este momento, la retroalimentación exigida en los procesos exosomáticos falla en el nivel humano, al extraerse energía del sistema a mayor velocidad que la que sigue el proceso de introducción para que el sistema siga evolucionando. Y esto no sólo es relativo al nivel físico. Los sistemas inmunitarios parecen estar fallando en todos sus niveles físico, social y cultural.

Todo individuo está atascado en un nivel de conciencia. Aquello que experimenta pero que no puede expresar mediante el lenguaje de que dispone determina la frontera en que se halla. Según experimenta, necesita encontrar el lenguaje apropiado para hacer suyo el nuevo territorio y seguir avanzando por el sendero de la evolución.

Pero primero ha de tener la vivencia de lo desconocido, pues sin el estímulo de una experiencia directa no hay impulso que invite al movimiento. Tal es el sentido que los antiguos dieron a la palabra “filosofía”, sujeta continuamente a la acción de Eros, según se interpreta en El Banquete de Platón. Frente a ella, los sofistas estancan el conocimiento por haberse considerado plenos, es decir, por haber pretendido alcanzar la meta, el fin del viaje, el hogar del que no moverse.

Este estancamiento es el que caracteriza a quienes, en algún momento de sus vidas, consideran que todo ha sido visto y que no hay nada más que saber para seguir viviendo bajo la protección de un conocimiento sólido y afianzado. Todo lo contrario del dinamismo y fluidez de la corriente vital que rige el universo.

El tiempo ya no se abre a lo desconocido, sino que mide las repeticiones de lo establecido, y con cada repetición se añade una capa más de cemento a los cada vez más rígidos muros de la existencia. Finalmente, los hombres olvidan que fueron ellos quienes construyeron tales muros y los identifican con los límites naturales de lo Real.

La evolución del ser humano se fundamenta en un compromiso con la tarea de buscar la verdad que debe ser continuamente renovado. Y hace poco más de un siglo que Occidente renunció a dicha tarea para dedicarse a otros asuntos.

En un artículo anterior, a raíz de un reportaje de la revista New Scientist sobre el colapso técnico de las civilizaciones, se decía:

En el tiempo presente, las condiciones ofrecidas para el progreso tecnológico parecen insuperables. Pero hay otros aspectos que no se pueden ignorar y que hacen que la situación sea más compleja de lo que parece bajo una mirada superficial. Los japoneses forjaron durante siglos sus espadas samuráis bajo la misma técnica, no por orgullo tradicional, sino porque el coste de la forja era tan elevado que no animaba a experimentar con ella y cometer errores. Si el aspecto coste/beneficio adquiere importancia, el estancamiento tecnológico es inevitable, dice Stephen Shennan.

Nuestra civilización no desarrolla tecnología para prosperar como seres humanos, sino para aumentar los márgenes de beneficio, con lo que se sacrifican todos los demás aspectos que permitan una verdadera evolución. La prueba más visible es la dependencia del petróleo, pero los ejemplos se extienden por absolutamente todos los elementos del sistema.

Reflexiona Ortega y Gasset en Meditación sobre la técnica que ésta adquiere su sentido cuando está al servicio de la imaginación. Por eso, más que la inteligencia instrumental que, impulsada por la codicia, delira intentando controlar un sistema que no comprende, la clave de la supervivencia es todo aquello relativo a la capacidad creativa para adapatarse a un entorno superior.

Un sistema aislado aumenta su desorden interno.

Y Colapsa.

No sólo el individuo puede fracasar en la vida, sino que el universo entero puede estallar, desaparecer, hundirse.

(Raimon Pannikar, El mundanal silencio)