El ocaso del villano: Lionel Atwill, un sádico en Hollywood desde L’Atelier 13 para Cinearchivo (vol.2). The mad doctor of Market Street / The strange case of Doctor Rx. / Night Monster

Publicado el 01 febrero 2012 por Esbilla

Publicada originalmente en Cinearchivo: http://www.cinearchivo.com/site/subPortalAgenda.asp?idRubText=6651

Segunda entrega sobre el excelente pack que L’Atelier 13 ha dedicado al feroz Lionel Atwill dentro de su serie Vintage y que servidor ha tenido la ocasión de desmenuzar gracias a Cinearchivo. Esta vez un terceto de títulos del año 1942 en los cuales el actor ejecuta diversos cometidos, todos ellos con caracterizaciones familiares y presencia desigual en el metraje: The mad doctor of Market Street, The strange case of Doctor Rx. y Night Monster, donde comparte cartel con otra gloria entrañable como Bela Lugosi. El conjunto se complemente con un libreto, ilustrado y enjundioso, a cargo de Tommy Meini.

La primera mitad, compuesta por DoctorX, Murders in the Zoo y Man Made Monster, puede leerse también aquí: Villanía art decó: Lionel Atwill, un sádico en Hollywood desde L’Atelier 13 para Cinearchivo (vol.1).

The mad doctor of Market Street:

El Dr. Ralph Benson intenta probar sus teorías sobre animación suspendida en secreto y contra todos sus colegas. Decidido a probar sus experimentos en un ser humano se sirve de un pobre hombre desesperado al cual atrae y engaña con dinero. La prueba será fallidla y terminará en muerte. Advertida por la esposa del hombre la policía se precipita ala guarida de Benson, pero este escapa in extremis por la ventana de su laboratorio. Con su barba afeitada y bajo otra identidad se embarca en un crucero rumbo a Nueva Zelanda donde se cruza con diversos personajes, entre ellos un detective que anda tras sus pasos y que será arrojado por la borda. Justo cuando el científico va a ser detenido  por un joven camarero que lo ha visto todo el barco naufraga. Los pocos supervivientes dan con sus huesos en una isla que, en principio, creen desierta. Lo cierto es que una belicosa tribu la habita y que su jefe determina que la enfermedad de su esposa es culpa directa de los blancos. Milagrosamente Benson logra salvar a la mujer, siendo desde entonces tomado por un dios. Decidirá entonces retomar sus experimentos, sometiendo tanto a los isleños como a sus compañeros supervivientes a su tiranía.
 *Lo mejor, o al menos lo más estimulante, de un título tan minúsculo como este The mad doctor of Market Street se cifra en el extra de gusto y personalidad que le incorpora el tener a un director tan especial tras la cámara como Joseph H. Lewis. Es cierto que lo mejor de este cineasta pura raza b estaba a la altura de 1942 todavía por llegar, será desde mediados de los 40 y a lo largo de la década de los 50 donde H. Lewis dejará lo mejor de su legado, ejemplos  como  My name is Julia Ross (1945), una deliciosa intriga gótico-paranoica con protagonismo para la estupenda Nina Foch y el maligno George Macready, el seco y verista policía Relato criminal (1949), de nuevo con la Focch y el intenso Glenn Ford, la arrebatada El demonio de las armas (1950), título fundamental en cualquier entrada sobre amor fouA lady without Passport (1950), otro melothriller femenino, esta vez con Hedy Lamarr encabezando el cartel, el magistral noir Agente especial, un trabajo extraño, denso y romántico, de rarefacta atmósfera casi onírica o dos westerns tan poco obvios como The Hallyday Brand (1957) o Terror in a Texas Town (1958). Solo una pequeña muestra de lo mejor de uno de esos directores todavía oscuros, artesanos disfrazados, contrabandistas en bella definición de Martin Scorsese para su A personal journey (1995) que trabajaban personalizando un sistema de producción. Pero el grueso de la carrera este director en particular sigue por debajo de esa línea de flotación, una aprendizaje donde se sustentan los logros posteriores, una garantía de oficio, rapidez y cintura que es lo que permite ir, poco a poco, trabajando con mayor holgura, nunca demasiada en el caso de H. Lewis, como tampoco lo fue en el de otros, pero suficiente para que emerja una expresividad particular, reconocible. En la presente, pese a la absoluta indigencia de medios, aparecen aquí y allá unos rasgos que, sin necesidad de saber quien se encuentra tras la cámara, reclaman la atención demuestran que pese a lo camp, y este es un film campy al completo, no es vulgar porque existe una mano detrás que trabaja en los detalles y los detalles son los que muestran a los directores: las películas con detalles pueden ser malas, pero nunca serán vulgares. Esta cumple.
El conjunto es un extravagante refrito de cuatro o cinco esbozos de guión recosidos unos encima de los otros para dar algo así como sensación de coherencia. Tenemos un título, y un comienzo, de sonido entre lo gótico y el thriller de filiación pulp, muy bien filmado y convincentemente iluminado, que sin solución de continuidad se convierte en una comedia romántica, amaga la proto-catástrofe (imágenes extraídas de La nave de Satán, rodada en 1935 por Harry Lachman) y se recuesta sobre el entonces popular recurso de las islas exóticas en las cuales cabía la aventura, la comedia o el horror. El ritmo es desigual, las elipsis hachazos, pero también hay lugar para alardes de concisión como la prodigiosa secuencia del baile en el barco, una escena de sociedad donde H. Lewis presenta en económica combinación de diálogos y gestos a todos los personajes y define sus caracteres y futuras relaciones. Atwill se mantiene apartado, observando l resto de criaturas con aire entre indiferente y divertido, para él son cobayas. Rápidamente conocemos a la solterona atontolinada y al boxeador medio sonado, inevitables papeles cómicos para dos glorias menores como Una Merkel y Nat Pendleton, ella antigua doble  de Lillian Gish y especialista en “amiga de…”, él celebre luchador olímpico que dio en figura de wrestling y en secundario durante los 30 y 40. También a la chica y al chico, la pareja destinada al romance, casto y con casorio final, que amagan relación entre diferentes clases sociales pero se nos tranquiliza enseguida porque  él es en realidad un médico que se paga el viaje a Nueva Zelanda trabajando como camarero. Ambos son guapos, resueltos y valerosos. Dos nobles buenos de manual. El que se queda sin emparejar será el villano menor, el desagradable capitán del barco; u tipo altivo y engreído que ya sabemos que será traidor nada más conocerlo. Despachado el exiguo dramatis personae el barco se hunde y el film recomienza en la isla, donde Atwill puede al fin retomar su megalomanía de mad-doctor dispuesto a curar toda enfermedad y vencer a al muerte, aunque para ello tenga que matar a unos cuantos antes. Mejor no pararse a pensar las simas a las que fue capaz de descender Tod Browning con la idea de un tortuoso hombre-medicina en medio de la selva en la febril Los pantanos de Zanzíbar (1928).
Este fue el último protagónico del intérprete, entre otras cosas por su caída en desgracia a causa de un kennethangeriano escándalo de fiestas salvajes, menores y pornografía, y se permite un regreso a su estilo más arquetípico y maligno, retomando, en versión muy soft, al villano sadiano de un título como Murders in the Zoo, rodada en los mucho más audaces años 30. Atwill vuelve a la crueldad afilada y elegante y H. Lewis potencia  su perfil más animalesco, esa sonrisa de agresiva comadreja, y el brillo despiadado de sus ojos claros con llamativas angulaciones, primeros planos, tomas subjetivas desde el punto de vista de sus víctimas o agradecidos juegos con la profundidad de campo o las lentes levemente deformantes.

The strange case of Doctor Rx:

Sobre Nueva York ataca un misterioso asesino en serie que, implacable, ejecuta uno a uno a todos los malhechores que han conseguido escaparse por los recovecos del sistema judicial. Ese oscuro vengador asesina con un método imposible de rastrear y solo deja un anota escrita sobre un papelito blanco: un número consecutivo y la firma Rx. Parece que solo el detective Jerry Church será capaz de detenerle, pero su reciente matrimonio y las constantes amenazas anónimas le colocan en el trance de tener que elegir si continúa con su misión justiciera.
A principios de los 80 Michael Weldon pergeñaba un fanzine que terminaría siendo una guía cinéfila legendaria y donde acuñaba, para el medio, el término “psicotrónico”. Psychotronic Encyclopedia of Film en 1983 y The Psychotronic Video Guide To Film en 1986 llenaron de significado práctico un término que el autor había tomado, a razón de su sonoridad, de un oscuro film de 1975 The Psychotronic Man, dirigido en 1975 por el ignoto Jack M. Sell pero no estrenado hasta cinco años después. En realidad el término psicotrónico se debe al parapsicólogo Fernad Clerc, que lo empleó en 1955 como reducción de aquello que a finales del XIX se denominaba metapsíquica, es decir el estudio de todo tipo de fenómenos extrasensoriales, extracorpóreos. La psicotronía hablaba sobre la capacidad de la mente de dominar y manipular las energías, ya que según ella materia y conciencia está ligadas. Más allá del componente fantacientífico nada que ver. Psicotrónico, cinéfilamente hablando, pasa a convertirse con gran fortuna en una suerte de palabra llave que explica en su deliciosa sonoridad lo imposible de explicar con palabras una suerte de encanto inconsciente que emana de una mezcla de indigencia, ingenuidad y ridículo impremeditado. Pero también la anomalía, la otredad, lo descuajaringado, lo devotamente risible. La psicotronía es la patafísica del cine.
Bien. The strange case of Doctor. Rx es psicotronía en acción, indefinible y bastante indefendible, tan alegremente absurda que se despreocupa hasta de ser un película. Digamos que dirigida en 1942 por William Nigh, un veterano profesional, un pionero de los años 10 en realidad, que no se despegaría de la b más estricta y genuina en toda su kilométrica carrera, carece no ya de lógica, algo que se puede agradecer cuando hay talento y delirio, sino de sentido. En la película suceden varias cosas, en varios sitios, hay varios muertos y al final un personaje nos lo explica todo. Una característica, que unida a otras como las máscaras o lo métodos creativos de matar emparenta esta y otras cintas de similar pelaje con el futuro giallo, quizás ejerciendo de eslabón perdido entre el thriller gótico y el krimi alemán de los últimos 50 y primeros 60 como claros precedentes del género.. Hacemos como que lo entendemos, tampoco es que importe. Una hora después de haber empezado estamos en el mismo punto y hasta la narración da la sensación de haber comenzado en marcha: todos los personajes se conocen ya entre ellos, la complicidad relajada es la norma y todo ocurre como si tal cosa. Casi es cine interactivo porque el espectador, nosotros es decir, podemos entretenernos rellenando los sugerentes huecos de historieta y caracteres y escribir así, a voluntad e ingenio, nuestra propia novelita pulp: un intrépido detective, el compinche de Errol Flynn Patric Knowles, su inmediata esposa escritora de novelas de misterio, la pin-up Ann Gwynne, quienes parecen la versión descafeinada y mojigata de los deliciosos y achispados William Powell y Myrna Loy (una escena define la escasa lujuria post-code: pese a presentar a la fémina en igualdad a su partenaire, ingeniosa, rápida, descarada, rápidamente se la reduce al papel de esposa a la espera, incluso justificando una pícara escena de desayuno con la tranquilizadora noticia de que antes ha habido matrimonio relámpago), su amigo policía que siempre va un paso por detrás, ayudantes cómicos (la molesta manía del personaje humorístico, una rémora arrastrada desde los 30 en las películas de suspense/horror que durante los 40 se disparó a niveles francamente irritantes, e ve aquí duplicada; por una parte el recurrente comicastro negro Mantan Moreland, de gran popularidad entre la comunidad afroamericana de las décadas de los 30 y 40 y cuya mayor habilidad era desorbitar los ojos en un perpetuo estado de perplejidad y/o susto. En los estudios Monogram fue recurrente chofer de Charlie Chan o como contrapeso bufo para Frankie Darro en diversos títulos de acción; por el otro el legendario Shemp Howard, uno de los Tres Stooges a quien se le permiten un par de escenas de humor absurdo-agresivo),  siniestros secundarios… humor, réplicas ingeniosas, laboratorios, asesinos seriales con un alto sentido de la justicia, un mad-doctor enmascarado (un genial diseño con una mascara como un saco y guantes de latex; el encuadre que lo muestra abriendo los ojos de Moreland para obligarle a mirar la tortura a la cual somete al detective es el único destello de dirección de todo el metraje) y hasta un gorila porque los buenos aficionados a la literatura de a duro saben que todo es mejor con un gorila.
¿Y Lionell Atwill? Casi puede decirse que pasaba por allí. Ejerce, básicamente, de reclamo descarado. No aparece hasta pasado más de veinte minutos y lo hace de modo fugaz pero subrayado, mediante una siniestra caracterización usando unas gafas de gruesísimo cristal que amplían sus ojos logrando una mixtura de ridículo e inquietante. Aquí se asoma de cuando en cuando, siempre acechando pero nunca interviniendo y solo reaparece, y ya con diálogo, al final de la historia (sic.) para rematarla del modo más inesperado, entre otras cosas por que no hemos tenido ni una sola herramienta para esperarlo. Está en ausencia, es el actor-over. Con inteligencia se anuncia sabiendo que su imagen ejercerá un efecto subliminal en nosotros, que ya esperamos todo tipo de maldades de él. Cuando se nos presenta está ansiedad aumenta, luego ya sabemos que está, es el culpable perfecto, el malvado con pedigrí, es más efectivo fuera de campo que dentro. Y mucho más barato, también.

Night monster:

Muertes misteriosas, sangre en los pasillos, niebla espesa, ranas que dejan de croar… todo lo que rodea la mansión Ingston amenaza la débil cordura de la hermana de dueño, Margaret, la cual insiste en pedir al ayuda de la psiquiatra Lynn Harper, a lo cual se opone ferozmente el ama de llaves de la casa. Así y todo, la joven doctora logrará llegar en compañía del escritor y periodista Don Porter, amigo de Kurt Ingston. Al llegar se encuentran que también han sido invitados lo médicos que trataron si éxito al anfitrión durante la horrible enfermedad que lo dejó mutilado. Para su asombro entre los presentes se encuentra un misterioso yogui que afirma tener la capacidad para regenerara los cuerpos. Debatiéndose todavía entre el escepticismo y el asombro los habitantes en invitados van muriendo uno a uno, estrangulados y
rodeados de misteriosa manchas de sangre que no parecen proceder de cuerpo alguno.
En 1972 Peter Lovesey lanzaba una de sus novelas de ambientación  fin de siècle y mezcla de humor negro e intriga protagonizadas por la pareja de policías Cribb y Thakeray enfrentadas a una de esas masterminds tan pulp. El libro no guarda ninguna relación ni parentesco argumental con el presente film, pero su genial título casa como un guante no solo con él, sino con toda una suerte de escuela de este paracinema tan deliciosamente absurdo: Abracadáver.
En Night Monster los muertos se suceden con alegre inercia, precediendo eso que se do en llamar el body count dentro de una estructura muy clásica por otra parte de “misterio de habitación cerrada”. La película es, desde su mitad especialmente, una suerte de remake encubierto del título clásico de Atwill Doctor X, aquel film de ciencia-ficción y horror gótico en al cual un siniestro científico usaba sus invenciones para cazar a un asesino oculto entre los invitados a su mansión, resultando ser este uno de sus colegas, manco pero con la capacidad de regenerar su miembro amputado con la ayuda de unos tejidos maleables. Aquí se repite similar armazón pero potenciando la parte gótica y sustituyendo la sci-fi por los poderes místicos y la parapsicología (un concepto bastante de moda en la época la cual se le une el recurso a la psiquiatría), que abre el camino a lo desembozadamente fantastique (la sesión durante la cual el yogui exóticamente interpretado por el actor sueco Nils Ashter materializa con el poder de su mente un esqueleto teletransportado desde un osario en Sicilia) sin salirse del recuerdo a los Diez Negritos de Agatha Christie. Al conjunto no le falta humor, pero al menos no con forma de atorrantes secundarios cómicos, sustituidos por una sutileza negra y rebosa de personajes tortuosos e inquietantes que componen una auténtica galería de lo insano y/o estrafalario: el contrahecho dueño de la mansión, resentido por su horribles heridas, la hermana a la cual pretenden enloquecer, el ama de llaves devota y castradora, el chofer depredador sexual y Bela Lugosi, que se define por si mismo como epítome de lo siniestro, por mucho que aquí sea un inofensivo mayordomo, curiosamente su natural envaramiento le sienta bien al personaje, y que el nombre del actor solo se emplee como reclamo “atmosférico”. Tres cuartos de lo mismo puede decirse con respecto a Lionel Atwill, que parte del lado de las víctimas esta vez, interpretando a un doctor tirando a engreído pero nada más. Al igual que Lugosi es una pista falsa, y frustrante, que desaparece a la media hora de metraje.  Es una verdadera lástima ver su reunión tan desaprovechada, en especial cuando resulta obvio que el personaje del místico hindú estaba modelado para el uno, y el del millonario Kurt Ingston, cruel y tiránico bajo los modales exquisitos, para el otro. El hieratismo, entre lo ridículo y lo hinótico de Lugosi, hubiera dado un plus de locura al mencionado personaje, mientras que ese sadismo que tan natural le salía a Atwill hubiese multiplicado los componentes turbadores y horroríficos de personaje y película. Pero mejor no realizar estos ejercicios cinéfilos, solo conducen a la melancolía, que no es un estado nada saludable. Además ambos divos se encontraban en bajas en al época, el húngaro descendiendo escalones en el Poverty Row y el inglés batallando en los tribunales a cuenta de sus escándalos sexuales. No podían aspirar a mucho más en aquellos días.
Lo que hay, pese a venir escrito por el temible Clarence Upson Young (había escrito, o así, un título anterior con Atwill, la cretina The strange case of Doctor Rx), no está nada mal. Incluso se puede decir que la aplicada dirección de Ford Beebe, un tipo de curiosísima carrera que se había iniciado en los 20 y había firmado desde cortos a mimados a multitud de seriales,  y el muy correcto acabado general hacen parecer el film algo mejor de lo que en realidad es, muy poca cosa, con un mezcla de sobriedad y puntual barroquismo con guiños al expresionismo (el asesinato del doctor Timmons devorado en la imagen por una sombra que se agiganta hasta volver completamente negro el plano) que cuenta, además, con cierto buen gusto en la composición y en la atmósfera (referir de nuevo la sesión de mentalismo, cuya iluminación la iguala ala posterior de pseudosicoanálisis entre la doctora Harper y la hermana de Ingston) . También colaboran a la impresión de oficio unos actores en su papel, todos cumplidores, sin estridencias. A modo de rumbosa posibilidad (a posteriori) la película incorpora una inopinada (e involuntaria) lectura metaficcional: el personaje de Don Porter es un escritor de noveluchas de misterio y emociones fuertes inmerso de llenos en una que conforma la película.

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