No es casualidad que Gaiman empezara su reciente El océano al final del camino (2013) como relato, pero acabara marchándosele de las manos hasta relato largo, novela corta y finalmente hasta novela: la historia en sí es realmente sencilla. No obstante existen varios elementos que hacen que esta sencillez sea imposible de identificar con simplicidad. La gran cantidad de matices añadidos por el escritor a los escenario, al desarrollo de la acción y sobre todo a los personajes sería más que suficiente, pero es que además nos encontramos con ese Gaiman más inspirado, especialmente refinado y sensible, contándonos aun los más brutales y perturbadores actos de tal manera que entran con la suavidad del terciopelo.
Además, resulta obvio identificar al Gaiman de siempre como creador de pequeños universos, alambicados y oscuros, pero consistentes, paralelos y coexistentes con el nuestro: ese Londres de Abajo de Neverwhere, el mundo abotonado de Coraline, el Cementerio del libro del ídem, el Más allá del Muro de Stardust… Existen junto a nosotros sin darnos cuenta, claro, hasta que alguien (el protagonista) se da de bruces contra él. En este caso tan solo tendrá que salir por la puerta de su casa y caminar hasta el final del camino para encontrarse con poderes primigenios de diferentes carices, que cómo no, acabarán implicándole de forma directa.
Como en otras ocasiones, Gaiman nos mete en la piel de un niño, o más bien de un adulto sin nombre que recuerda de golpe una aventura vivida siendo niño al regresar al escenario de su periplo infantil, lo que añade a veces justificadas apreciaciones maduras a los actos inocentes. Tal aventura comenzaría con la mudanza familiar a una zona rural, continuará con un acto violento aunque en apariencia inocuo por parte de un inquilino del hogar familiar, y tomará forma junto a la familia Hempstock del final del camino (abuela, madre e hija, mira que le gustan al escritor las mujeres de tres en tres). Junto a la niña Lettie Hempstock nuestro protagonista (y nosotros) conocerá la punta del iceberg de ese otro mundo sobrenatural, poco antes de que la niñera Ursula Monkton aterrice en su propia granja para añadir unos gramos de atractivo a una receta que sabrá a perfidia y fatalidad.
El lector avezado pronosticará parte del curso de los acontecimientos desde entonces, pero el hábil Gaiman logrará que esa sensación (solo en parte correcta) de saber lo que va a pasar no importe, pues la narración está realizada con agilidad y encanto, no solo empujando a pasar páginas sino que permitiéndonos disfrutar de las mismas, nos estén contando las disfuncionalidades de una familia más o menos corriente o una confrontación de poderes más allá del entendimiento humano.
Si a la sugerente forma de contar acontecimientos de Gaiman añadimos su capacidad para construir personajes memorables, en especial la carismática familia Hempstock, destacando a la pequeña Lettie, verdadera protagonista de la obra, con una personalidad arrolladora y extraña en sus presencias, o el vacío palpable que deja en sus ausencias, que nos enseña que de igual forma que un estanque puede ser un océano, una niña también puede ser mucho más. Nos encontramos, en definitiva, con una pequeña gran novela. Un delicioso cuento macabro a la altura del mejor Gaiman, y esto no es poco.
Añadiré unas citas de la novela, para acabar de convencer a los indecisos:
“A medida que nos hacemos mayores nos transformamos en nuestros padres; si pudiéramos vivir lo suficiente, veríamos cómo se repiten las mismas caras una y otra vez.”
“Me encantaban los mitos. No eran historias para adultos ni tampoco para niños. Eran mucho mejor que eso. Simplemente «eran».”
“Los adultos no deberían llorar. No tienen una madre que los consuele.”
“Un relato solo importa, sospecho, en la medida en que los sucesos que narra cambian a sus protagonistas.”