El odio y su repercusión en el mundo del Derecho

Por Gerardo Pérez Sánchez @gerardo_perez_s

Los medios de comunicación han difundido la denuncia que el PSOE ha presentado ante el Ministerio Fiscal por los hechos acaecidos frente a su sede de la madrileña calle Ferraz la pasada Nochevieja, cuando decenas de personas apalearon una piñata con el rostro del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Entre los varios delitos que considera el Partido Socialista susceptibles de investigarse, figura el denominado ”delito de odio”. Con independencia de las valoraciones éticas, morales o políticas de cada persona sobre el hecho en cuestión, así como sobre actos similares dirigidos anteriormente hacia otros líderes o formaciones partidistas, procede efectuar algunas aclaraciones o puntualizaciones desde una estricta perspectiva jurídica.

En primer lugar, aunque pueda resultar obvio o innecesario, procede dejar claro que no pueden regularse por norma los sentimientos humanos y que, por ello, no se puede imponer ni sancionar el odio, como tampoco el amor o, en su caso, la indiferencia hacia individuos o colectivos. Cabrá educar, concienciar o promover campañas de sensibilización, pero ninguna ley podrá imponer un determinado sentir, ni castigar la expresión de otro contrario al considerado deseable.

A partir de ahí, el odio se contempla en nuestro Código Penal desde dos perspectivas diferentes. Por un lado, como agravante a la hora de aplicar una pena por un concreto delito. Así, el artículo 22 apartado cuarto del CP considera como agravante cometer un delito por motivos racistas o por otra clase de discriminación referente a la ideología, religión o creencias de la víctima, o por la etnia o nación a la que pertenezca, su sexo, orientación o identidad sexual, aporofobia o exclusión social, o por su discapacidad. La animadversión y el desprecio hacia esas personas o colectivos no se castiga como tal, sino como consecuencia de la comisión de un delito autónomo. Si se comete un homicidio, lesión o vejación, y la motivación está vinculada a la antipatía y la rabia del agresor hacia dichas características de la víctima, se le impondrá una pena mayor.

En segundo lugar, no ya como agravante de otro delito, sino como delito propiamente dicho, el artículo 510 del Código Penal castiga una serie de conductas contra personas o colectivos por las mismas razones ya expuestas en el apartado anterior. Se trata de un precepto extenso y complejo que, como resumen, persigue las conductas por las que se promueve o incita al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra un grupo, una parte del mismo, o un individuo determinado, por esas circunstancias expuestas derivadas de su raza, sexo, religión, orientación sexual, etcétera.

Por supuesto, uno de los principales problemas que existen en el ámbito jurídico radica en compatibilizar lo anterior con la libertad de expresión, por la que se pueden difundir libremente y como ejercicio de un derecho fundamental ideas o manifestaciones que no siempre resultan agradables al oído. Así, nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en su célebre sentencia 112/2016 de 20 de junio, establece que la libertad de expresión comprende la libertad de crítica «aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática». Es decir, no existe el derecho a no ser ofendido. Otra forma más coloquial de expresarlo, aunque provenga de un relevante magistrado, es la famosa frase del juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert Jackson, cuando afirmaba que “el precio de la libertad de expresión es aguantar una gran cantidad de basura”.

Lo cierto es que tal libertad de expresión también tiene límites, aunque no de todos ellos se ocupa el Derecho Penal por la vía del delito. Lo que sí se ha de recalcar, precisamente para poder trazar esa frontera que delimitará los propios límites es que, conforme a la Jurisprudencia tanto interna (Tribunal Supremo y Tribunal Constitucional) como internacional (Tribunal Europeo de Derechos Humanos), para que exista delito de incitación al odio la acción debe dirigirse contra un colectivo calificado de “especialmente vulnerable”. A sensu contrario, si el supuesto destinatario de ese odio no se encuadra dentro de los denominados “colectivos vulnerables”, no se podrá aplicar el artículo 510 del CP.

La quema en 2019 de un monigote que, por aquel entonces, simbolizaba al expresidente catalán Carles Puigdemont, protagonizó otro episodio de los que se intentó perseguir como delito de incitación al odio. Sin embargo, en aquella ocasión los Tribunales descartaron la comisión del delito. Otro caso similar también tuvo lugar años atrás, cuando apareció colgado de un árbol un muñeco tiroteado representando a Santiago Abascal. El líder de VOX ejerció la acusación particular, reclamando una condena de tres años de prisión por un delito de odio. Nuevamente, la Justicia no consideró aplicable el denominado “delito de odio”, si bien lo condenó por amenazas a la pena de ocho meses de prisión y una multa. Así pues, considero que resulta inapropiado pretender la condena por un “delito de odio” de los hechos acaecidos en fin de año frente a la sede del PSOE, con independencia de la reprobación ética o moral que susciten.

Por último, conviene resaltar la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, condenando a España en más de una ocasión por las sanciones penales ante actos como la quema de la imagen del rey Felipe VI y recalcando que los cargos políticos, incluidos el Jefe del Estado y el Presidente del Gobierno, tienen que soportar una mayor injerencia en su honor y en su reputación, y que es el conjunto de la sociedad, y no los Tribunales, quien debe calificar las formas de protesta, rechazando determinadas conductas desagradables.