El oficio de las armas

Publicado el 23 agosto 2013 por Jesuscortes
Los habituales problemas de comunicación presentes a todos los niveles en el cine de Nicholas Ray alcanzan quizá su máximo "esplendor" en la penúltima de sus películas contemporáneas. No lo parece desde luego por su escenario y la iniciática peripecia narrada, pero es evidente (por una canción que suena  en su devenir, tan sorprendente como aquel tren que aparecía de la nada en "Akahige" de Kurosawa) que "The savage innocents" acontece en esos años 50 en que fue escrita la novela en que se basa ("Top of the world" del suizo Hans Rüesch) y filmada, contrastando con la, hasta la fecha, última incursión de Ray en los tiempos que le pertenecían, "Bigger than life".
Inspirador de tantas vocaciones y sentidas conexiones en forma de críticas, homenajes, referencias o declaraciones por algunos de los inminentes integrantes de varias vanguardias, Ray parecía en ese crucial año de 1959, antes que Rossellini, en un viaje nada buscado y sin retorno planeado, ya puesta bastante tierra de por medio con los urgentes retratos que habían entusiasmado a muchos por su clarividente visión de una generación (dos en realidad), donde parecía haberlo dicho todo y donde momentánea y extemporáneamente aún volvería, quizá demasiado tarde, con "We can´t go home again" en 1973.
Acude Ray a esta cita con sus tiempos se diría que con reticencia, en los confines del mundo, donde muy pocos espectadores iban a encontrar asidero alguno con que indentificarse y con un propósito noble, el de captar la belleza de esos paisajes blancos, eternamente rectangulares con la ayuda de Aldo Tonti y situar allí una historia propia, que pensaba debía ser secundaria.
Será un detalle sin importancia pero sólo en un film de Nicholas Ray es preciso y no resulta redundante un título como este que califica como inocentes a los que viven de la naturaleza y no conocen la maldad antes o después de entrar en contacto con la religión, el comercio o las leyes.
Por ese detalle - pero bien predominante en la elección hecha: el prólogo del film muestra a un oso arponeado, manchando trágicamente de rojo la pureza del entorno y ni un contraplano de los cazadores, hombres sin motivo mayor para cometer tal acto que el de seguir viviendo - se anuncia una película que luego no veremos y que resume a su creador, cuanto buscó denodadamente.
Y es que cualquier intento de superponer lo sublimado físicamente de semejante escenario por el objetivo de la cámara a lo que ocurre entre los hombres y mujeres que habitan "The savage innocents", desafortunadamente estaba condenado a ser un bello fracaso.
Una abrumadora mayoría de las mejores escenas de su carrera habían sucedido en interiores, a menudo en penumbra, tantas veces con diálogos penetrantes y abstractos o silencios elocuentes y fugaces, un catálogo de miradas y gestos breves, momentos, en suma, de tal intensidad que casi hacían olvidar su contexto, la composición, el paisaje, los objetos.
En esos años donde acontece la explosión del neorrealismo y será recordado, en otra clave, también como un ejemplo de cine certero, audaz, vivo, Ray, como Minnelli, es también o hasta por encima de todo, un cineasta "de estudio", que había aprendido a sacar partido a las condiciones creadas para de ellas extraer la verdad que le interesaba.
Poco podían hacer entonces los icebergs violentamente despeñados sobre el mar, las planicies heladas y esa luz azulada mágica frente a uno cualquiera de los momentos en que resplandece la sensibilidad de su creador por boca o mediante los cuerpos de estos personajes primitivos.
Sobre conflictos de comunicación, como decía al principio, se había construido su cine, especialmente los de su director y protagonistas con su interior y el exterior y los de las películas que alumbró con las que vivieron a su par, a las que relativizaban o ponían en cuestión por el mero hecho de mirar de una forma tan lacerante a parecidos asuntos.
"The savage innocents" presenta además una barrera "insalvable", la de Ray con unos seres en los que era innecesario o imposible encarnar la complejidad de los que había hecho suyos, un reto que ya había afrontado parcialmente con los furtivos de "Wind across the everglades".
Restringido en primera instancia sólo al amor propio del esquimal interpretado por Anthony Quinn (un adaptado rebelde, contradiciendo un manido tópico) y más tarde al intercambio que protagoniza con el oficial al que da vida Alec Guinnes, Ray edifica admirablemente sobre la sencillez y el vacío (no hay pasado ni por tanto heridas) un film tolerante con sus criaturas y sin embargo tan rebosante de adhesiones como "Wild River" o "Run of the arrow", no por casualidad westerns más o menos modernos y casi últimos eslabones del cine de su época con el de otras décadas.
Es en esa última parte de la película en que ambos se encuentran, de tan poco peso cuantitativo en su conjunto - veinte minutos sobre más de cien -, sin detenerse un momento más de lo preciso, cuando más intenso resulta lo comunicado.
Casi no haría falta ni un metro más de celuloide para definir qué fue lo que distinguió a Ray.
Especialmente inolvidables son el encadenado de esos pasajes en que Inuk apremia a su hijo a "aprender rápido" con su detención por violar unas normas que desconoce, la muerte por congelación del compañero de Guinnes - sosteniendo el plano once prodigiosos segundos -, tres o cuatro diálogos bajo la ventisca (guardada hasta ese momento esa baza, la de la palabra, resuena ahora, impresionante) y la escena en el iglú con un Guinnes, no parece nada casual, recordando en movimientos, ropas, peinado y dicción al malogrado James Dean; cuánto le hubiese gustado a Ray tenerlo con él.