El Ojo de Polisemo

Por Eduardomoga
El Ojo de Polisemo -un nombre, por cierto, inmejorable- es el congreso anual que organiza la Sección de Traductores de la Asociación Colegial de Escritores de España, cada vez en una universidad distinta. Este año la sede es la Universidad Jaume I de Castellón, y allí me corresponde el honor de impartir la conferencia inaugural. Me ha invitado Vicente Fernández González, uno de los vocales de la junta rectora de la Sección, hombre cordialísimo, profesor de traducción en la Universidad de Málaga, destacado traductor del griego moderno y, por si fuera poco, editor, hace algunos meses, de Málaga Cavafis Barcelona, una espléndida recopilación de diferentes traducciones del poeta de Alejandría, reunidas para celebrar el 50º aniversario de la primera versión de su obra en castellano, en 1964, dos años posterior a su primera traducción a una lengua peninsular, el catalán. Me atrae impartir la conferencia inaugural en un congreso de traducción en Castellón, porque a) nunca he participado en un congreso de traducción; b) nunca he estado en Castellón; y c) nunca he impartido una conferencia inaugural. La responsabilidad es grande, y también lo es la congoja. De entrada, al llegar al hotel y deshacer la maleta, me doy cuenta de que la camisa blanca que me he traído para la conferencia tiene el cuello raído. Raído es poco: con él podrían serrarse cosas. Por qué no me he fijado en la condición de mis camisas antes de salir de casa es lo que mi mujer llamaría, misericordiosamente, un descuido, aunque no se privaría de añadir, por lo bajini, "uno más" o, aún peor, "como siempre". Lo primero que tengo que hacer, pues, es comprar una camisa blanca. Averiguo que en Castellón acaban de abrir un Corte Inglés (luego veré también El Corte Chino: la ciudad cada vez es más cosmopolita) y que, además, no está lejos del hotel. Ah, El Corte Inglés, de cuántos apuros nos has salvado; y también cuántos nos has proporcionado. Este es mastodóntico, y parece aún más grande por estar en una ciudad pequeña. Resuelvo pronto el problema indumentario, pero me enfrento enseguida a otra dificultad, ahora de orden material. Resulta que he preparado un sucinto ejercicio de traducción comparada, para el que, venciendo mi antipatía por la herramienta digital, he utilizado el punto de poder (no sé por qué nos empeñamos en llamarlo power point: en castellano queda mucho más sugerente). Pero, cuando nos dirigimos ya a la sala de actos, y después de haberme asegurado que los organizadores disponen de un ordenador adecuado para la proyección del punto de poder, caigo en la cuenta de que me he dejado el lápiz de memoria en Barcelona. Casi aúllo en el taxi. Por suerte (es decir, por un ápice de suerte en medio de tanto infortunio), he impreso las diferentes pantallas del punto de poder y podemos recurrir, con vergüenza indecible por mi parte, a las venerables fotocopias para que el público asistente disponga de los textos que he cotejado y pueda seguir mis explicaciones. Solventado el segundo inconveniente, me doy cuenta, una vez más en mi vida, de que la ignorancia nos hace audaces. Me he atrevido a pergeñar un ejercicio de traducción comparada -de un fragmento del Canto de mí mismo, de Walt Whitman, utilizando mi propia versión y cinco más, de entre las muchas que he consultado para realizar el trabajo- para exponerlo -yo, que no tengo estudios de esto- ante el público más diligente y profesional del país, trufado de premios nacionales de traducción y catedráticos universitarios de la materia, amén de numerosos estudiantes a los que me imagino avezados ya en el asunto, y afilando las cimitarras críticas. Pero no es esto lo único que me preocupa: desde que empecé a escribir la conferencia, en la que denuncio los notables errores cometidos por algunos de los que me han precedido en la traducción de Hojas de hierba -incluido Borges, que incurre en varios inverosímiles-, me ha inquietado la posibilidad de que fuese demasiado crítico, es decir, que los traductores no acogieran bien una censura tan indisimulada de quienes no dejan ser colegas suyos, miembros de un mismo gremio. Sin demasiado tiempo para digerir tantas angustias, me presentan al rector de la Universidad, Vicent Climent; a la decana de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Rosa Agost; al presidente de la Sección de Traductores, Carlos Fortea -compañero en la Universidad de Salamanca de mi querida María Ángeles Pérez López-; y a varios otros miembros de la junta directiva, de la Jaume I y de otras universidades valencianas. Todos amables, más aún, todos encantadores, pero cuya cordialidad no basta para aplacar mi desasosiego. Tras la inauguración oficial, subo al estrado y, luego de la presentación que hace de mí Vicente Fernández -que termina con una cita extraída de este blog-, empiezo a perorar. Pronto me descubro leyendo, y no hablando. A mí no me gusta leer las conferencias, porque la lectura es casi siempre más aburrida que la charla, pero supongo que en esta ocasión la crítica minuciosa que he tenido que documentar me empuja a aferrarme al texto, aunque no tanto como el temor a meter la pata o decir algo de lo que luego deba arrepentirme. El tiempo pasa y el público no huye, lo que, poco a poco, me tranquiliza. Y, antes de que me dé cuenta -porque para el conferenciante los minutos son segundos, aunque para el público, a veces, los segundos sean horas-, ya me estoy acercando a la conclusión. Empapado de sudor, asisto a la apertura del fatídico turno de ruegos y preguntas, pero, para mi sorpresa, todas las intervenciones son bienintencionadas y agradecidas. Interviene, entre otros, Olivia de Miguel, una excelente traductora del inglés, que vive en Valldoreix y que recuerda haberme visto en Sant Cugat. También Josep Marco, con el mejor acento británico que yo haya podido oír nunca a un no británico. Y Elia Maqueda, otra vocal de la ACE-Traductores, que ha tenido estos días anteriores la paciencia de gestionar mis viajes y los asuntos administrativos de mi participación en el congreso. Salgo, en definitiva, con bien de la jaula de las fieras en la que me he metido yo solito, sin látigo ni silla, aunque sí quizá con chistera, y me relajo con el tentempié que nos espera en el vestíbulo. Reparo en un título que me interesa en el puesto de venta de libros que también se ha instalado en la Facultad: El traductor errante. Eso somos todos los que traducimos: seres destinados a la equivocación.