Pensemos por un momento en Hollywood, esa gran maquinaria todopoderosa de peripecias y maravillas, héroes atractivos, mujeres en apuros y villanos despiadados, añadid entonces a la fórmula algo de locura y unas gotitas de maestría por parte de un autor excelente y tendréis en menos que canta un gallo la cuasi-perfecta receta de la felicidad instantánea hecha película ante vuestros atónitos ojos, tan sencillo como solo un verdadero clásico sabe, azotando las entrañas del aburrimiento y echando el lazo a nuestra infinita búsqueda de entretenimiento sin que notemos (ni queramos notar) que nos están llevando las riendas a un sendero de peligros e incertidumbre hasta que la orquesta cincuentera nos despierta del eclipse y nos transporta con la misma facilidad con la que nos hizo entrar, de nuevo, al mundo real, dando brincos por lo acontecido y con una sonrisa tonta que no se le despega a uno de la cara ni proponiéndoselo.
"Con la muerte en los talones" es ese raro caso en el cual los métodos y formas más típicamente "hollywoodenses" fusionan sus particularidades con las de un director experimentado, aquel que al margen de la frivolidad de un sistema afincado en el "happy end", creó un legado inmortal que le valió el título de referente durante décadas hasta nuestros días, consiguiendo ambos, industria y talento, forjar una obra de calado permamente, no por su sentido de la lógica, si no por su instinto depredador y voraz de emociones fuertes, de un ritmo endiablado y vibrante que pueden envidiar sin complejo alguno más de la mitad de productos presentes hoy en las carteleras. Sumando a su amplia gama de virtudes el encanto y la percha de un hombre insustituible, ese Cary Grant ya canoso y mayorcete que continuaba en sus trece y no perdió ni un diminuto ápice de su grandioso carisma, descorchando estilo en cada frase y conservando la serenidad incluso cuando le tocaba beber, esto es lo que se conoce a nivel público como: una estrella de cine de principio a fin, en todo su apogeo.
Al contrario que la mayoría de material reciclado actual proveniente de "los jefazos", aquí lo sensacionalista se transforma en divino, y podéis creerme cuando digo que no es ni mucho menos la nostalgia lo que define al escritor de esta reseña (y menos a mis 20 años), la calidad mantiene el nivel con el paso del tiempo cuando algo es bueno de nacimiento, y este es el vivo ejemplo de artesanía mimada que sabe soportar sus telarañas con dignidad, consiguiendo incluso despertar el doble de expectación y vértigo que el triple de proyectos con la cuarta parte de su fanfarronería y efectos especiales. El sarcasmo, la seducción y un portentoso sentido blanco del humor de la época abrazan el misterio y el frenesí en una cacería fabulosa donde la diversión y las ganas de saber que acontecerá en la siguiente escena no cesan ni un minuto, ni un microsegundo, pura adrenalina de la vieja escuela.
Secundado el alma de la función por Eva Marie Sant dando la réplica a ese falso George Kaplan de maneras frías y seductoras, desde los vagones de tren a las exóticas habitaciones de hotel con ramas bordeando sus paredes y presenciando la química y la atracción de dos almas huyendo, una del peligro, otra de su deseo, para acabar siempre el uno frente al otro comiéndose con la mirada, bajo la amenazante sombra de James Mason como principal antagonista, acompañado por su maquiavélico ayudante genialmente interpretado por Martin Landau.
Como un parque de atracciones anticuado que alcanza el cielo con cada montaña rusa, repleto de seguridad, capaz de todo y sin detenerse, así es "Con la muerte en los talones", para un servidor, la mejor obra de ese regordete retorcido y curioso llamado Alfred Hitchcock, que dejó vía libre a sus instintos menos perturbados y más ligeros, logrando atribuirse así el mérito de que más allá del tipo del cuchillo existía, asomándose de vez en cuando, el chiquillo del helado de chocolate, estirando los pies para agarrar el asiento del columpio, sin prejuicios, con descaro y picardía, muchísima picardía.
NOTA: 9/10