El olor de la muerte

Por Sergiocossa @sergiocossa

No solo de microrrelatos vive el hombre :) En enero publiqué el micro El loco de los velatorios y varios amigos me dijeron que tenía material como para un cuento. Entonces lo escribí. Cualquier similitud con El perfume de Süskind es una mera coincidencia. EL OLOR DE LA MUERTE Fue en la adolescencia cuando olió a la muerte por primera vez. Y esto que escribo no es una metáfora. Dijo que jugaba a la pelota con unos amigos, cuando un olor diferente a sus sudores y a la basura cercana se reveló en su nariz. Lo trajo la brisa que soplaba del lado del cementerio y le llegó directo al cerebro. Fue tan intenso que giró sobre sí y caminó a su encuentro. Hubo un nuevo soplo y el olor se transformó en color e imagen. No recordaba nada del entorno. Tal vez sus amigos le preguntaron por qué abandonaba el juego, tal vez un conductor lo insultó por cruzar la calle sin mirar. En su memoria quedó grabado ese olor negro y penetrante, esa imagen de huesos riéndose y jirones de ropa batidos por el viento. Le caían lágrimas mientras me lo contaba. Fue contundente cuando dijo: “Ese día nací”. Luego se encerró en un silencio oscuro y debí soltarle varias palabras claves para recuperarlo: olor, terror, locura, muerte, eternidad. Sus ojos volvieron a localizarme y continuó hablando. Describió cómo desde esa tarde encontró solo un motivo para vivir: sentirse impregnado por la esencia de la muerte. Muerte para la vida, una paradoja que condujo sus actos hasta depositarlo en una celda. Recordó sus primeros asomos a los velatorios, persiguiendo efluvios que lo enfrentaban a ataúdes desconocidos. Poco tiempo transcurrió hasta que reconoció que cada olor era diferente: llegaba distinto y provocaba imágenes distintas. Entonces comprendió que la muerte no era una sola. “Para que lo sepa: hay muchas muertes”. Tomándome de la muñeca lo dijo. Aún ahora, mientras escribo, siento cómo se eriza mi piel. Esas visitas lo adiestraron para identificar a la muerte según las edades de los difuntos. Las que rodeaban a los pequeños féretros blancos se mostraban incómodas, irritadas, y despedían un olor amargo. Era común que apenas permanecieran un instante y se desvanecieran en un remolino fugaz. Con los ancianos aparecían otras, calmas, como si la naturaleza las llamara a completar un ciclo. El aire que las rodeaba era azucarado, espeso. Se tomaban todo el tiempo para rondar por el ataúd y solían acompañar al cortejo hasta la tumba. Le pregunté si realmente veía a esas imágenes de la muerte como quien ve a una persona. Me contestó que no. Los olores formaban representaciones en su cerebro que le despertaban un placer que lo acercaba a lo eterno, a Dios. Con los años, el merodeo por velatorios le resultó exiguo. Como toda adicción, pensé. Los vahos desprendiéndose de los cuerpos apenas le generaban dibujos borrosos en su mente. Hasta que presenció un accidente fatal. Hasta entonces había sido un observador pasivo frente a las muertes. Olía sus emanaciones, las vivía en todo su ser, aunque siempre provenían de un cuerpo frío, entregado. El día del accidente compareció ante el relámpago exacto que sobrevino con una muerte desconocida. El espectro predominaba de amarillo con destellos de plata y sus huesos flotaban desunidos, como una marioneta con hilos invisibles. El olor acre que emitía invadió sus sentidos, lo separó del suelo y lo encaramó a goces exquisitos e inexplorados. Y lo escuchó. La primera vez que los sonidos mortales completaban sus visiones. Un rechinamiento de metales, de vidrio destrozado, de cadenas escurriéndose. Me miraba como intentando que yo percibiera a través de sus ojos todo aquel desenfreno de emociones. Como para justificar lo que vino después en su vida. Luego del accidente no hubo retorno para él. Vegetaba en el intento quimérico de subsistir sin esa droga. Habían desaparecido los estímulos y la monotonía lo opacaba. Por eso salió a buscar a las muertes amarillas de olores acres. “Tomé la decisión porque de lo contrario habría sucumbido de tristeza”, me dijo. Y mató. No fue observador, ni fue casual. Eligió a su primera víctima con cuidado, porque él no era un demente que tomaría la vida de cualquier transeúnte desprevenido. Una mujer sola, una puerta trasera mal cerrada, una noche apagada. No se encontraba preparado para lo que sobrevino. Hedores vigorosos, mezclas de azufre y herrumbre, calcinaban sus fosas nasales, mientras una lluvia de fuego lo envolvía. Experimentaba una caída libre al infierno y al mismo tiempo se sentía despedido a lugares celestiales: su cuerpo fragmentándose hacia el infinito. No vio llegar a esa nueva muerte, porque él era la Muerte. Eran sus huesos y su manto negro, su carne ardiendo y sus cabellos azotados por viento solar. Y en medio del aquelarre, su risa enmarcaba un júbilo de ángeles, una lujuria demoníaca, hasta perder la noción de tiempo y espacio. Juro y lo dejo por escrito: mientras me relataba su crimen, su piel brillaba y su voz provenía desde una caverna. “¿Cómo evitar arrastrarme para siempre ante ese hechizo?”, me dijo. Los crímenes se sucedieron por años, calculados, sistemáticos, irresueltos, hasta no poder discernir qué era realidad y qué habitaba solo en su mente. Le pregunté si esa cotidianeidad lo había llevado a descuidar los detalles, a distraerse. Las investigaciones por sus asesinatos jamás reportaban pruebas que lo acusaran. Sin embargo, en este último hecho, el rastro apuntaba de forma inequívoca hasta él. Me respondió que había llegado a su límite, que nuevamente nada lo reconfortaba y debía superarse. Por eso permitió que lo atraparan. Como puede notar, no emito juicio sobre mi entrevista. La justicia humana ya se ha expedido, y si hay una justicia divina, también tendrá su oportunidad. Solo debe saber que cuando mañana usted dé la orden para la ejecución del condenado, lo premiará con el mayor y último de sus deseos: respirar el olor de su propia muerte. © Sergio Cossa 2012Pie de página del feed