El olvido de la Ciencia del Bien y del Mal (¿estamos regresando al Paraíso?)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Resumen: seguimos dando vueltas alrededor de los libros de Yuval Noah Harari, cuya publicación constituye uno de los acontecimientos intelectuales más importantes de estos últimos años. Las ideas en ellos transcritas nos trasladan esta vez al momento de la revolución cognitiva que tuvo lugar hace 70.000 años y que facultó al homo sapiens para hablar de cosas inexistentes. El debate en el que nos introduce Harari es el de si esas realidades inexistentes, puesto que no tienen sustento objetivo, son simples autoengaños o son, por el contrario, el síntoma de algo más profundo, algo que vino a añadirse a las aportaciones de la mera evolución biológica y que tomó el relevo de esta en la marcha del hombre hacia algo más de lo que la estricta biología nos permite alcanzar.    La idea fuerza, de entre las muchas y brillantes que incluye Yuval Noah Harari en su libro “Sapiens. De animales a dioses”, es aquella según la cual el secreto del éxito del Homo sapiens, tanto respecto del conjunto de los animales como del resto de las especies humanas fue, por encima de todo, su lenguaje único. La mayoría de los investigadores cree que los logros que llevaron a los sapiens a la cúspide de la evolución fueron producto de una revolución de las capacidades cognitivas de los sapiens que tuvo lugar hace unos 70.000 años y que consistió, en lo fundamental, en la facultad para imaginar y hablar de cosas que no existen realmente. Todos los animales utilizan algún tipo de lenguaje para comunicarse entre sí, pero, hasta donde sabemos, solo los sapiens pueden hablar, además de para transmitir información sobre cosas reales, acerca de tipos enteros de entidades que nunca han visto, ni tocado ni olido. Las leyendas, los mitos, los dioses y las religiones aparecieron por primera vez con esta revolución cognitiva.   Los humanos o los chimpancés tienen instintos sociales, pero su sociabilidad, hasta llegar a los sapiens, solo alcanza para formar grupos relativamente pequeños e íntimos. Si el grupo se hace demasiado grande, se desestabiliza y la banda se divide, porque se hace cada vez más difícil ponerse de acuerdo en quién es el líder, quién debe ir a cazar o quién debe aparearse con quién. La investigación sociológica ha demostrado que el mero conocimiento íntimo de todos los miembros del grupo permite alcanzar la cifra de unos 150 integrantes. Para pasar a la formación de grandes grupos, como los que permitieron la fundación de ciudades e imperios, hubo de aparecer la ficción. Un gran número de extraños pueden colaborar unos con otros si creen en mitos comunes. Los dioses, las naciones, el dinero, los derechos humanos, las leyes, la justicia… son conceptos o entidades que no tienen forma o sustrato real, objetivo: viven en la imaginación de las personas.
   Así, desde la revolución cognitiva, los sapiens han vivido en una realidad dual. Por un lado, la realidad objetiva de los ríos, los árboles y los leones; y por el otro, la realidad imaginada de los dioses, las naciones y las corporaciones. La capacidad de crear una realidad imaginada y ponerle palabras, y de compartir la creencia en esas realidades por parte de muchas personas extrañas entre sí, permitió que estas colaborasen amparadas por esas creencias compartidas. Todas ellas vivían, además de en el mundo real, en el ámbito irreal creado por esa imaginación colectiva. Ese nuevo ámbito y el nuevo lenguaje a él adscrito permitieron a los sapiens realizar intercambios entre sus grupos, tanto comerciales como de conocimientos adquiridos, así como crear estructuras sociales más complejas. Los sapiens fueron los únicos hombres que tuvieron intercambios comerciales entre sus grupos; solo entre ellos se podía dar la confianza hacia los extraños. Y si había un enfrentamiento entre grupos de sapiens y neandertales, el mayor número de aquellos les pondría en ventaja frente a estos, más fuertes, sin embargo, de uno en uno. En la caza, los sapiens tendrían también mayores posibilidades, por la misma razón. Las diferencias significativas de los sapiens con los neandertales o los chimpancés aparecen cuando aquellos cruzan en exclusiva el umbral de los grupos de 150 individuos.   De esta forma, lo que significó la revolución cognitiva fue que la historia se superpuso a la biología, mucho más lenta en sus procesos. En las habilidades que somos capaces de desarrollar los sapiens de uno en uno, no ha habido una mejora importante desde hace 30.000 años. En muchos sentidos un cazador-recolector del paleolítico tiene incluso más habilidades y conocimiento de su entorno que un hombre actual. A nivel individual, los antiguos cazadores-recolectores eran las gentes mejor informadas y con mayor destreza física de la historia. A cambio, nuestra capacidad de cooperar con un gran número de extraños ha mejorado de manera espectacular, y es eso lo que nos ha llevado desde el paleolítico hasta donde ahora estamos.   Los espíritus ancestrales y los tótems tribales venían a ser la representación, la sustancia espiritual de esa entidad colectiva que, limitado su lenguaje a hablar nada más que de lo que hay, no llegaba a abarcar más de 150 individuos. Los nuevos vínculos sociales que permitirían la cohesión de los grandes núcleos de población y de los imperios necesitaron de mitos colectivos poderosos, dioses, patrias y sociedades anónimas a los que referir el origen común de todos aquellos individuos. Los reyes o las élites pasaron a ser la encarnación de esas entidades colectivas en las que los individuos depositaban su sensación de pertenencia.   Uno de los modos en que se traducía esa sensación de pertenencia a una misma entidad colectiva era la existencia de códigos que pautaban las conductas, sancionaban la estratificación social existente, daban enunciado a fines colectivos y procuraban modos de afrontar los conflictos internos que pudieran surgir. Normas, en fin, en las que, aunque enunciaran principios carentes de consistencia objetiva, los miembros de aquellos grandes grupos decidían creer. El ejemplo de código más antiguo que ha llegado hasta nosotros es el Código de Hammurabi, de hacia 1776 a.C., que sirvió como manual de cooperación para cientos de miles de antiguos babilonios. Otro código de esta clase que Harari nos propone como ejemplo es la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, de fecha simétrica al anterior: 1776 d.C., que en la actualidad todavía sirve de manual de cooperación para cientos de millones de americanos modernos.   Es evidente que, como Harari sostiene, los principios establecidos en esos códigos no tienen validez objetiva y pueden variar en el tiempo y en el espacio; la división de los hombres en superiores, plebeyos y esclavos, como hacía el Código de Hammurabi, o la afirmación de que “todos los hombres son creados iguales”, de la Declaración de Independencia americana, no resultan de una realidad incontrovertible. Viven, pues, esos principios en la imaginación de los hombres, aunque el hecho de creer en ellos por parte de grandes masas de individuos les dota de una fuerza equivalente, o incluso superior, a la que tienen las verdades objetivas.
   Para Harari, la única realidad a tener en cuenta seriamente es la que se asienta en la biología: solo existe un proceso evolutivo ciego desprovisto de cualquier propósito, que ha conducido al surgimiento de los seres humanos. Azar y selección natural son el sustento de las únicas realidades objetivas. Lo demás son mitos, tan inconsistentes que pueden llevar a creer en una cosa o en su contraria. Las aves, podríamos decir de manera asimilable a lo que ocurre con los humanos, tienen alas no porque ejerzan a través de ellas un “derecho inalienable” a volar, sino porque la evolución les dotó de tales alas. Tampoco los hombres tienen, como dice la Declaración de Independencia americana, el “derecho inalienable” a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Asimismo, la idea de que los hombres somos iguales es tan mítica como la de que nos dividimos en “superiores”, “plebeyos” y “esclavos”, que es lo que se decía en el Código de Hammurabi. Igual de mítica es asimismo la idea de que los hombres en las sociedades democráticas son libres y en las dictaduras no lo son. La libertad es una idea que vive en la imaginación de los hombres, no es una realidad biológica. “¿Y qué hay de la felicidad?”, se pregunta Harari. “La mayoría de los estudios biológicos solo reconocen la existencia del placer, que es más fácil de definir y de medir”. Creemos en todos esos mitos colectivos, concluye el autor israelí, porque creer en ellos, aunque sean mentira o autoengaño, “nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor”.   “Sociedad mejor”. ¡“Mejor”!... Me temo que aquí le falla a Harari, la línea argumental. Ese es un concepto moral, y lo que él pretendía era no salirse del marco de la biología, del ciego juego que montan el azar y la selección natural. Porque si introducimos términos de esa laya, quizás estemos sentando las bases para pensar que una sociedad regida por el mito de que los hombres nacemos libres es mejor que otra que se base en la existencia de la esclavitud. Cosas, tanto la una como la otra que ha generado la mente de los hombres, efectivamente, y que no tienen base biológica. Ideas lábiles, no sustentadas en la realidad objetiva (tan aséptica moralmente, tan ciega a la hora de diferenciar el bien del mal)… pero que han permitido a los hombres recorrer caminos a los que la biología por sí sola no llega. Para recorrerlos, el hombre tuvo que inventar la moral. Y la moral, desde luego, no resulta de la conjugación del azar y la selección natural, sino de esa propensión que es intrínseca al hombre y que, aun sin tener un sustrato biológico (no está en nuestros genes, ni depende de las influencias ambientales) dirige la vida de los hombres tanto o más que sus circunstancias objetivas: la propensión que, precisamente, nos empuja desde lo peor hacia lo mejor. Para intentar entender esa propensión, o para darle cauce, los hombres, nuestra imaginación, hemos venido a suplir las insuficiencias de la biología haciendo subir también a la palestra de la vida la moral. La pobre biología no daba de sí para intentar encontrar un sentido a la vida, y es constatable que el hombre no puede vivir una vida que no tenga sentido; todo lo más, puede arrastrarse por ella. Un recurso, este que aportamos al mundo, que, efectivamente, no tiene realidad objetiva: nada en esta permite diferenciar entre lo mejor y lo peor, que son construcciones subjetivas, que dependen de nosotros, los sujetos, para existir.    Para Harari, sin embargo, tienen el mismo calibre de irrealidad y, por tanto, a priori, la misma legitimidad (ninguna que las equipare a las verdades objetivas) una sociedad basada en el mito de que hay hombres superiores, plebeyos y esclavos, que otra fundamentada en la idea de que nacemos libres e iguales. Ambas ideas trascienden del perímetro de realidad que regenta la biología. En ese perímetro parece que no cabe nada más, según Harari, que lo que diferencia lo placentero de lo que no lo es, y solo en función de que es más fácil de medir, de ser traducido a registros objetivos. Así, pues, si guiamos nuestra conducta y nuestra vida según el criterio de la búsqueda del placer que Harari parece sugerir como único realista, estaríamos pisando tierra firme; pero si lo hacemos por el de la aspiración (moral) a lo mejor, caeríamos inevitablemente en el subjetivo terreno de las valoraciones, por tanto, en lo contingente. Si nos atenemos a lo que estrictamente nos permite la sujeción a los términos objetivos, habremos finalmente de considerar que da igual una cosa que la otra. Solo la búsqueda de placer nos haría pisar terreno firme. La Declaración de Independencia de Estados Unidos proclama: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Harari propone cambiar esta terminología mítica y traducirla a términos biológicos, con lo quedaría de esta otra manera: “Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres han evolucionado de manera diferente; que han nacido con ciertas características mutables; que entre estas están la vida y la búsqueda del placer”.   Ese cambio de términos es congruente con lo que el posmoderno Jacques Derrida afirmó, y antes que él prefiguró Nietzsche: la verdad no existe, todo es interpretación… salvo, añadiría Harari, lo que se atiene a los términos biológicos y objetivos. Y es cierto que lo bueno y lo malo son cosas opinables, categorías sin consistencia objetiva: lo que hoy es bueno aquí, mañana puede ser malo allá, y viceversa. Pero si renunciáramos, no ya a imponer el Bien como categoría absoluta (nunca llegaríamos a dar con él), sino a proseguir nuestra búsqueda de lo mejor, y, por tanto, a jerarquizar las cosas en mejores y peores, habríamos amputado de nosotros la necesidad de dar un sentido a la vida. Ese sentido no lo proporciona la biología, no lo encontraremos en ningún laboratorio, entremezclado con cosas que tengan consistencia objetiva; es una aportación nuestra a la creación. Lo más genuino del Homo sapiens, mi admirado Harari, tampoco es esa creencia compartida en mitos, en entidades que no existen; en suma, no es nuestra proclividad hacia el autoengaño colectivo. Lo más genuino del hombre es su subjetividad, su “yo”, que, cuando asoma, cuando se manifiesta en su circunstancia, en el mundo exterior, objetivo, lo hace como propensión que le empuja a ir desde lo peor hacia lo mejor. Y, ciertamente, el trayecto que discurre entre ambas categorías no tiene forma prefijada, es errático, contradictorio, generador de mitos inconsistentes… pero es irrenunciable, es lo que aporta a nuestra vida el carácter de tarea, de misión, de finalidad, sin lo cual no habría nada que objetar al Macbeth de Shakespeare cuando, desesperado, afirmaba que “la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no tiene ningún sentido”.