Entré a ver El Origen (Inception, EU-GB, 2010), séptimo largometraje del londinense Christopher Nolan (El Seguidor/1998, Amnesia/2000, Insomnia/2002, Batman Inicia/2005, El Gran Truco/2006, Batman, el Caballero de la Noche/2008), con todo el escepticismo del que soy capaz. Y no porque tenga aversión por el cine de Nolan –al contrario, la única cinta que me ha molestado de él es Batman Inicia- sino porque algunas cosas que leí antes de ver la película me pusieron en guardia: “que después de El Origen el cine no será igual”, “que este filme de Nolan marca un antes y después”, “que estamos ante una de las obras que resultarán claves en la historia del cine”…
Mi escepticismo se debe a un vicio (¿o será virtud?) profesional: basta que alguien me diga que tal película en cartelera es un hito en la historia del cine para que, en la memoria, recuerde las cintas más recientes que he visto o vuelto a ver de Ford, Mizoguchi, Chaplin, Buñuel, Bergman, Ozu, Welles o Kubrick. “Cuando la gente no conoce a Dios, ante cualquier barbón se hinca”, me digo para mí. Es decir, cuando no se ha visto el cine de los grandes –los mencionados atrás y muchos otros que no anoté-, el cinéfilo más desprevenido se apantalla con lo que sea. Con Christopher Nolan, por ejemplo.
Y, con todo, El Origen venció todas mis defensas. La grandeza de esta película –sí, el filme merece ese adjetivo- se debe a que Nolan ha llevado sus obsesiones personales, de auténtico auteur fílmico, a niveles de ejecución nunca antes rozadas por él. En El Origen, Nolan no ha abierto ningún camino virgen ni ha mostrado una sola novedad temática y/o estilística. Pero nunca antes había estado tan cerca de la perfección: nunca antes había dirigido, por lo menos desde mi perspectiva, algo que tan claramente mereciera el título de “obra maestra”.
Cobb (Leonardo DiCaprio, con la intensidad que le sobró de La Isla Siniestra/Scorsese/2010) es el líder de una banda internacional de ladrones de secretos. Cobb no es ningún caco común ni corriente: en el futuro reciente o en el presente alterno en el que está ambientada la cinta, existe la posibilidad, mediante un pequeño cachivache, de entrar al mundo de los sueños para penetrar en el subconsciente de la supuesta víctima y robarle, por ejemplo, algún secreto industrial, la combinación de la caja fuerte o, ya de perdida, la lista de ingredientes de su receta de lasaña. Cobb, es pues, ese tipo de ladrón: un “extractor” de secretos guardados en el subconsciente, el mejor que existe. Sin embargo, un poderoso magnate energético llamado Saito (Ken Watanabe), lo contrata para hacer algo mucho más difícil: no “extraer” una idea de alguien sino, por el contrario, “originar” una idea en el subconsciente de un sujeto. Cobb sabe cómo hacerlo y conoce los peligros que ello implica. Pero no puede negarse: si realiza ese golpe, el último que hará en su carrera, podrá irse a vivir con sus dos hijos a los que hace años que no puede ver.
Así, Cobb organiza su equipo, no su Ocean’s 11, sino su Cobb’s 6: el profesional administrador de sueños Arthur (Joseph Gordon-Levitt), el autosuficiente falsificador Eames (Tom Hardy), el químico Yusuf (Dileep Rao), la arquitecta y diseñadora Ariadne (Ellen Page) y el propio jefe Saito, quien decide acompañarlos, pues quiere estar seguro de que Cobb le implante al joven heredero Robert Fischer (Cilliam Murphy), competidor de Saito, la idea de que debe desmembrar su emporio energético como una forma de cumplir el último deseo de su padre recién fallecido (Pete Postlethwaite).
Así pues, habrá que meterse en el sueño de la víctima pero a tal grado, a tal profundidad, que Fischer crea que es una idea propia y le sea imposible renunciar a ella. Para lograr eso, hay que entrar en el sueño dentro de un sueño dentro de otro sueño. Es decir, contactar a Fischer en su primer sueño, dormirlo de nuevo, contactarlo otra vez y dormirlo nuevamente: sólo así se puede estar seguro. Sin embargo, la logística es, literalmente, de pesadilla: si en la realidad, un sueño de unos minutos puede significar una hora dentro del primer nivel del sueño, esa misma hora se expande a un par de días en el segundo nivel y a años, muchos años, en el tercer nivel. Hasta allá tendrán que llegar Cobb y sus amigos si quieren lograr su cometido.
Los peligros son muchos –Fischer fue entrenado para tener proyecciones armadas hasta los dientes que lo defienden en sus sueños, Cobb y sus amigos puede acabar con daño cerebral si son “muertos” en el sueño más profundo- y más letales cuando por ahí acecha Mal (bellísima Marion Cotillard), la esposa fallecida de Cobb, que resulta ser la peligrosísima proyección del subconsciente culpable del propio Cobb, quien se siente responsable de la trágica muerte de su mujer.
Nolan es fiel a sus personajes, a los mismos de siempre, a los que se construyen un universo propio en el que quedan atrapados por gusto, como el aprendiz de escritor de El Seguidor, el pobre diablo encerrado en el laberinto de su memoria en Amnesia, el policía ahogado en la culpa de Insomnia, el par de magos rivales de El Gran Truco, el obsesivo millonario vengador de sus dos Batman. En ese sentido, Nolan sigue haciendo más o menos la misma historia desde El Seguidor, con sus pequeñas o grandes variantes argumentales: lo suyo es obsesionarse por la obsesión de sus obsesivos personajes.
Hay otro elemento más, ya explorado antes por Nolan en El Gran Truco: la trama de la película vista como una suerte de metáfora de la creación artística en general y del propio cine en particular. Esto es mucho claro ahora, aquí, en El Origen. El cine no sólo es la “fábrica de sueños” que dice el lugar común sino el espacio en el que el ser humano aprendió, hace más de un siglo, a dormir con los ojos abiertos. ¿Es aventurado decir que soñamos con la misma lógica narrativa del cine? ¿O que algunas piezas del más grande cine de todos los tiempos, como Sherlock Jr (1924) de Keaton, El Perro Andaluz (1929) de Buñuel, o La Jetée (1962) de Marker, no son más que sueños puros hábilmente convertidos en filmes? En más de un momento, Nolan logra transmitir (¿no será “originar”?) esta idea: que lo que estamos viendo es algo más que cine, que se trata de un sueño de alguien más al que nosotros hemos entrado.
Nolan realiza su séptimo largometraje con un virtuosismo formal apabullante. Es cierto que su tour de force narrativo, del que se hablará hasta el cansancio durante mucho tiempo, no es muy original que digamos –no es más que la puesta al día, otra vez, del desenlace de las cuatro narrativas paralelas de Intolerancia (Griffith, 1916)-, pero su ejecución es prodigiosa. Durante esa larguísima secuencia de acción, vemos en ralentí cómo cae, de un puente hacia el agua, una vagoneta con Cobb y sus compinches en ella. Mientras el auto cae lentamente, en interminables segundos, vemos lo que está sucediendo en los niveles de sueños superiores: en el segundo nivel, estamos en un hotel, en donde Arthur flota en el aire tratándose de liberar de las violentas proyecciones guarurescas de Fischer; en el tercer nivel, Cobb y Eames visitan junto con Fischer un búnker como salido de una vieja película de James Bond; y en el cuarto nivel –sí, hay otro nivel- Cobb y Ariadne tratan de ajustar cuentas con Mal, que es ajustar cuentas con el propio subconsciente de Cobb. Es decir, se trata de cuatro escenas de acción que suceden al mismo tiempo en diferente espacio. Mejor dicho, en diferente sueño.
Nolan ha sido comparado, por sus más fervientes admiradores, con Kubrick, aunque no sé por qué: la frialdad del maestro americano con sus criaturas está muy lejana a la genuina emoción que transmite aquí Nolan a través de Cobb, una especie de nuevo Scottie (James Stewart) que, obsesionado de manera enfermiza por su adorada Madeleine (Kim Novak), no está dispuesto a renunciar a ella, como sucedía en De entre los Muertos (Hitchcock, 1958). Pero Scottie no tuvo nunca las posibilidades de Cobb: si el primero “nomás” se apoderó de otra mujer que era la misma para re-crear a esa Madeleine que no quería olvidar, el segundo mantiene a la fallecida Mal encerrada en su propio subconsciente, en donde ha construido un edificio de “recuerdos” -elevador incluido- con tal de no olvidarla. Es un Orfeo que no puede rescatar a su Eurídice y que, por lo mismo, quiere mantener consigo el recuerdo de ella.
Lo extraordinario de todo esto es que Nolan no ha realizado El Origen en la cancha del “cine de arte” o “festivalero”, sino en el terreno de los Grandes Estudios hollywoodenses, en el cine de género siguiendo todas sus reglas –estamos ante una heist movie con todas las de la ley- y, por si fuera poco, estrenada en la época veraniega que, se supone, es cuando se exhibe el cine menos demandante, el de mero entretenimiento, el repleto de efectos especiales, el que sólo busca la taquilla y nada más. Por lo mismo, es imposible no compartir el entusiasmo por esta apuesta de la casa Warner y de Christopher Nolan: un cine veraniego, de gran presupuesto y grandes estrellas no tiene que ser sinónimo de estupidez. No con Nolan, por lo menos.