El otoño ha llegado. Casi por sorpresa; aunque lo esperásemos. O más bien lo supiéramos ineludible. Un tanto pasado por agua, redimensiona la poética de la caducidad de las hojas caídas de los árboles, ya que mojadas, arrugadas y sucias, no sólo evocan el paso del tiempo al estilo del simbolismo estilizado de Yeats, sino también el embrutecimiento y lo grotesco de la vida, más bien a lo Baudelaire.
No por popular es menos cierto que el ciclo de las estaciones se puede leer a la luz del ciclo de la vida, y viceversa. Sólo que las estaciones siempre pasan una detrás de otra y una vez acabado el trayecto, vuelve a empezar. La vida no. Ésta a veces termina antes de haber recorrido todas las etapas del ciclo que nos parece natural (como si realmente en la vida residiese la inmanencia de que hubiera de ser así). Y en cualquier caso, cuando acaba, acaba.
En el anhelo de inmortalidad, lo que realmente existe es el pavor a la decrepitud y al no ser, más que el ansia de vivir para siempre. El otoño es la antesala de la muerte. Una muerte lenta, que se fermenta y cuya presencia se acerca día a día, como el aliento frío del viento invernal, que corta y resquebraja, a medida que nos adentramos en el mes de diciembre. La muerte es la noche oscura, un pasillo negro que recorres para llegar a su final y darte cuenta que al fondo, sólo hay una cosa: la nada.