Tomado de: Franciscanospuntoorg
EL OTRO SAN ANTONIO DE PADUA
LÁZARO IRIARTE, OFMcap.
Los centenarios franciscanos se suceden uno tras otro. Ahora toca el turno a Antonio de Lisboa, comúnmente conocido como Antonio de Padua, por la ciudad donde se venera su sepulcro y donde es conocido simplemente como el Santo. Es, sin duda, el santo de la piedad popular, no sólo entre los católicos de todo el mundo, sino aun en las demás confesiones cristianas y entre los fieles de otras religiones. Hace un año, en Addis Abeba, pude observar un martes, en la misa vespertina, una iglesia totalmente llena de católicos, cristianos coptos y musulmanes; a éstos se les avisó que la comunión eucarística estaba reservada a los cristianos. Pasando días después a Asmara, capital del nuevo estado de Eritrea, el mismo espectáculo en un pequeño santuario. En Albania, nación balcánica con población mahometana casi en su totalidad, había una ermita de montaña dedicada a san Antonio, que fue arrasada por el régimen comunista; ahora, al cabo de medio siglo, ha sido reconstruida por iniciativa franciscana, y se ha convertido en centro de peregrinación. No deja de causar sorpresa que el santo, apodado por Gregorio IX en la bula de canonización «martillo de los herejes», esté obrando hoy como agente oculto de ecumenismo.
Icono popular y retrato histórico
La piedad popular tiende siempre a colocar al santo fuera del tiempo y del espacio, perennizado; tal vez para tenerlo más presente, más propicio, por estar menos ligado a la común condición humana. En la Edad Media fue esa tendencia devota la que inspiró el modelo hagiográfico y el arte, de modo especial en el Oriente cristiano, creador del icono. No interesaba la realidad histórica del santo, sino su imagen liberada y estereotipada, imperturbable, pero no abstracta, sólo al alcance de la fe y de la devoción.
En el siglo XIII, por influjo del nuevo humanismo que arranca de san Francisco, se comienza a situar al santo en el marco de su realidad personal y ambiental, sujeto a las condiciones de todo mortal, pero que ha tenido el valor de ser diferente y, por lo mismo, susceptible de imitación.
Así es como aparece el retrato. Francisco de Asís es el primer santo que ha sido «retratado». Su primer biógrafo Tomás de Celano nos ha dejado la descripción fiel y pormenorizada, no sólo de su fisionomía moral y espiritual, sino del físico: estatura, rostro, frente, ojos, nariz, orejas, boca y dientes, pelo, voz, manos, pies, uñas, color de la piel… (1 Cel 85). Las pinturas más antiguas que de él se conservan corresponden a esos datos, son verdadero retrato (la tabla de Greccio, probablemente realizada en vida del santo, y el conocido fresco de Cimabue). Se echa de ver un esfuerzo por reproducir la verdadera imagen del Poverello, aun a trueque de restarle belleza.
Desde entonces en Occidente el icono románico-bizantino deja paso a la efigie, más o menos idealizada. Pero de nuevo la piedad popular se apodera del santo protector con la misma tendencia a colocarlo fuera de su realidad terrena, no para hacer de él una imagen lejana e imperturbable, sino al contrario: un amigo de Dios presente y hasta comprometido en la brega cotidiana de sus devotos, compasivo, pronto a escuchar y socorrer. No interesa lo que el santo fue o hizo, sino lo que actualmente es y obra desde su sede de gloria, o mejor quizá, desde su imagen sacralizada.
Dada la popularidad alcanzada por san Antonio inmediatamente después de su muerte, no hemos de extrañar que la piedad se apoderase de él como de ningún otro, idealizándolo y contorneándolo conforme a la función mediadora que se le fue asignando.
Así es como se creó esa imagen de un fraile gentil y delicado, de rostro juvenil, imberbe, porque así lo prefería la piedad. Pero la biografía de la canonización, conocida con el nombre de Legenda Assidua, describe a san Antonio como corpulento y pesado —homo corpulentia quadam pressus—; el reciente examen de su esqueleto ha confirmado ese dato: el santo era de complexión membruda y fuerte. Esa corpulencia fue agravada en los últimos dos años a causa de la hidropesía, que le producía opresiones alarmantes; fue la enfermedad que lo llevó al sepulcro. Las pinturas más antiguas, en efecto, transmitieron esa tradición fisonómica externa; así el fresco de Giotto en la basílica superior de Asís, donde Antonio aparece predicando al capítulo de los hermanos en Arlés, una tabla de la escuela de Giotto en Padua y algunas miniaturas de códices.
A la corpulencia debía de corresponder una voz potente y clara, que se hacía oír de miles de personas en abierta campaña. Tenía el mentón amplio y una dentadura bien conservada, como aparece en los mismos restos. Su piel era, según el primer biógrafo, de color aceitunado, como la de muchos portugueses aun hoy día, pero rugosa, por efecto de sus penitencias y de las fiebres contraídas en aquel invierno africano, rumbo al martirio. Se le veía con el rostro y la mirada habitualmente elevados al cielo.
Por lo que hace a la edad no existe una base crítica para precisarla, los historiadores colocan su nacimiento entre 1190 y 1195. Al morir podría tener unos 40 años, pero las arrugas de su piel y sus achaques le hacían parecer más entrado en años.
Andando el tiempo, la piedad y, por lo tanto, la versión iconográfica, harían que el santo se sobrepusiera al hombre, más aún, que el taumaturgo se sobrepusiera al santo, el icono al retrato.
Entre las varias iniciativas de estos últimos decenios dirigidas a estudiar el caso de Antonio de Padua, una de las más interesantes fue el Coloquio interdisciplinar celebrado en Padua en 1979 sobre el tema «La imagen de san Antonio». Los temas de mayor interés, a cargo de especialistas de solvencia, fueron acerca de la imagen antoniana contemporánea, vista desde visuales muy diversas: sociológica, psicológica, periodística, litúrgica, artística, histórica, iconográfica…
Muy interesante ha sido la evolución de la tipología iconográfica a través de los siglos, pasando por el primero y segundo renacimiento, el barroco, el romanticismo y los tiempos modernos. Se convino en que la época más decadente, desde el punto de vista artístico y simbólico, ha sido la nuestra, que ha comercializado un san Antonio de pacotilla, de colorete, por llevar el aire a una piedad sensiblera y superficial.
Con ocasión del Coloquio citado se tuvo una exposición de estampas modernas y se hizo una encuesta para ver cuáles eran las preferidas de los devotos antonianos. El resultado fue que se llevan la primacía las estampitas de gusto más adocenado bajo el punto de vista artístico y aun espiritual. De ello son responsables las casas editoras que, por interés puramente comercial, difunden ese san Antonio dulzaino y manido por la única razón de que es el género que más rinde en las estamperías de los santuarios antonianos. Lo mismo podría decirse de la imaginería barata que se pone a la venta (1).
Por fortuna van teniendo éxito, en otro nivel, verdaderas obras de arte en las imágenes encargadas a escultores modernos de fama reconocida y conscientes del mensaje que debe transmitir el arte religioso. El arte tiene una parte importante en la educación recta de la piedad del pueblo.
Otro elemento interesante de la evolución seguida en la interpretación de la imagen de san Antonio es el de los símbolos iconográficos. Como es sabido, desde la Edad Media, cada santo ha venido siendo representado con un símbolo invariable, cuyo sentido conocía muy bien el pueblo fiel. En la iconografía antoniana los símbolos son varios y ha habido una evolución curiosa según las épocas.
Primero, el santo era figurado con el libro en la mano; así lo vemos en la mayor parte de las pinturas y vidrieras de las basílicas inferior y superior de Asís y en otras imágenes del tiempo. El libro significa la Sagrada Escritura, y es también símbolo del magisterio ejercitado por el santo, según la idea que predominó en la canonización y en la Legenda Assidua.
Contemporánea al símbolo del libro, aparece en la región véneta la representación del santo sentado, con una mesa o escritorio delante, sobre el nogal de Camposampiero, donde puso por escrito sus sermones. Es siempre la idea del maestro enseñando, como le conocieron sus hermanos de hábito.
Sucesivamente, se abre paso, especialmente en el siglo XV, el símbolo del lirio (azucena), para significar la pureza virginal del santo, puesta de relieve en la primera biografía —victoria de Fernando adolescente— y en la bula de canonización.
Finalmente, en pleno renacimiento prevalece el símbolo del niño Jesús en brazos del santo, o también sobre el libro. Responde a una visión que habría tenido, según fuentes biográficas tardías; fue pintada por Murillo en el conocido lienzo de la catedral de Sevilla.
Es esta la imagen preferida por los devotos y más aún por las devotas de san Antonio. No faltan quienes ven en esa preferencia una cierta motivación inconsciente en relación con el misterio virginidad-paternidad; parece más bien que la fe de la gente sencilla la prefiere porque le habla de la eficacia de la intercesión del santo, que tiene por amigo al niño Jesús.
Se ha querido hallar, asimismo, una explicación de la popularidad de san Antonio en la relación de su culto con ciertas aprensiones supersticiosas muy arraigadas aun entre gente de fe madura. Por ejemplo el hecho de que su fiesta se celebre, por ser el día de su muerte, en un trece, número universalmente supersticioso en Occidente; el hecho de que le esté dedicado el martes de cada semana, día también mirado con recelo supersticioso: «en martes ni te cases ni te embarques».
«Si buscas milagros, mira…»
La razón principal de la popularidad de san Antonio es, sin duda, su fama de taumaturgo. Hecho tanto más llamativo cuanto que en vida no hizo ningún milagro a juzgar por las fuentes más antiguas. Uno sólo le atribuye el biógrafo de la canonización, pero entre los que hizo después de la muerte, siendo así que, en otros procesos de canonización de la misma época, los milagros en vida constituían un argumento primordial para demostrar la santidad del siervo de Dios. Los conocidos milagros de la predicación a los peces, de la mula que se arrodilla ante el Sacramento, del pie cortado por un oyente arrepentido que luego recompone el santo, el corazón del avaro hallado en su arca, las repetidas bilocaciones…, aparecen por primera vez en la llamada Leyenda Rigaldina, escrita a fines del siglo XIII y, sobre todo, en el Liber miraculorum, compilado hacia 1370, o sea, siglo y medio después de la muerte del santo (2).
Eso sí, a raíz de su muerte, fue una verdadera explosión de milagros de toda clase obtenidos por su intercesión; cincuenta y tres de ellos fueron reconocidos en el proceso de canonización con rigurosas pruebas testificales. El primer biógrafo resume en estos términos lo que sucedió junto a la tumba del santo:
«Allí los ojos de los ciegos se abren; allí se descierran los oídos de los sordos; allí el cojo salta como un gamo; allí la lengua de los mudos, desatándose, proclama rápida y claramente las alabanzas de Dios; allí los miembros deformados por la parálisis recobran sus movimientos normales; allí la gibosidad, la gota, la fiebre, toda clase de dolencias son puestas en fuga milagrosamente; allí, finalmente, los fieles obtienen todos los beneficios deseados: hombres y mujeres, llegados de diversas partes del mundo, consiguen el efecto saludable objeto de sus plegarias.»
Esta realidad, que no ha cesado de ser actual en más de siete siglos y medio, inspiró el conocido responsorio de Julián de Spira, compuesto para el oficio rítmico de la fiesta unos tres años después de la canonización:
Si quaeris miracula,
mors, error, calamitas…
El mismo autor de la primera biografía dio, en cierto modo, el sentido teológico de la misión taumatúrgica del santo de Padua en la Iglesia:
«La vida de los santos se transmite a la posteridad de los fieles para que, al oír los signos milagrosos obrados por Dios por medio de ellos, sea Dios quien reciba gloria siempre y en todo.»
No olvidemos que, en el Evangelio, los milagros realizados por Jesús tienen valor de signo: «para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn 9,3); son señales de la presencia del Reino (Mt 11,4s).
La intercesión taumatúrgica de san Antonio no comprende solamente las curaciones milagrosas cuando fallan los remedios humanos o la liberación de un peligro inminente, sino también ese tejido de pequeñas contingencias que para la persona afectada pueden tener importancia vital: el hallazgo de una cosa perdida, el logro de un puesto de trabajo, el aprobado de un examen, la fortuna de encontrar novio…
Como en toda manifestación de la religiosidad popular, por una parte hay que tener una actitud de benévolo respeto por muy inficionada que esté de errores por ignorancia, de supersticiones o de resabios de magia; pero, por otra parte, una recta acción pastoral deberá preocuparse de depurar la devoción sin eliminarla, elevando a los fieles a la causa de todo beneficio grande o pequeño: es el poder y el amor de Dios el origen de todo bien, sea que lo realice por los medios normales o por los que llamamos prodigiosos.
El San Antonio de la historia
No es que la imagen taumatúrgica de nuestro santo no sea histórica. Pero esa que podemos llamar «misión eclesial» suya peculiar carecería de explicación si no hallara justificación, por decirlo así, en la dimensión excepcional de la santidad que veneraron en él sus contemporáneos, y en la talla, también excepcional, de su personalidad humana. Es éste el san Antonio que la masa de sus devotos generalmente desconocen y que hoy estamos en condiciones de profundizar, gracias al interés que ha despertado su figura desde hace tiempo entre los estudiosos. Hoy son conocidas críticamente las fuentes antonianas, se han estudiado las varias etapas de su vida, los diversos aspectos de su formación teológica, de su espiritualidad, de su predicación, de su influjo religioso y social, no obstante la brevedad de su labor evangelizadora. Una adecuada pastoral, que vaya más allá de los manidos formularios de las novenas y del acostumbrado panegírico, haría bien en aproximar el santo de la devoción al santo de la imitación. Veamos algunos rasgos más característicos:
1. Maestro «in sacra pagina» por Coimbra
Fernando Martins hizo sus primeros estudios en la escuela episcopal aneja a la catedral de Lisboa. Con 15 años cumplidos entró en el monasterio de San Vicente, de canónigos regulares de san Agustín. En toda Europa existían agrupaciones de clérigos que vivían en común bajo la regla de san Agustín; algunos de sus prioratos eran famosos por el alto nivel científico alcanzado, como el de San Víctor de París, cuyos maestros estaban en boga por entonces.
Pasados unos dos años de intensa formación espiritual, el joven se trasladó al gran monasterio de Santa Cruz de Coimbra, el centro cultural de más prestigio en el reino de Portugal. Contemplación y estudio, en la más genuina línea agustiniana, fue el binario que orientó su vida por espacio de unos nueve o diez años, siempre atento a modelar su espíritu al dictado de la ciencia sagrada. Escribe el primer anónimo biógrafo:
«Cultivaba el ingenio con fuerte aplicación al estudio y ejercitaba su espíritu en la meditación; ni de día ni de noche interrumpía la lectio divina. Al leer los textos bíblicos, sin quitar importancia al sentido histórico, robustecía su fe con las interpretaciones alegóricas y, aplicando a sí mismo las palabras de la Escritura, acrecentaba los afectos con la práctica de la virtud… Todo cuanto leía lo confiaba a una memoria tan tenaz, que en poco tiempo demostró un insospechado conocimiento de la Biblia» (3).
No fue sólo esa teología positiva —derivada del texto sagrado y de los comentarios patrísticos, diversa de la teología deductiva que iba dominando en Europa—, la que atrajo la pasión científica de Fernando, sino también la erudición en materias que eran consideradas marginales, como la historia natural tal como entonces era concebida; de ésta hizo buen acopio en la bien surtida biblioteca monástica; más tarde le serviría para comunicar interés a su predicación popular, ejemplificando y alegorizando sus conocimientos.
Al recibir la ordenación sacerdotal con 25 años de edad, estaba plenamente formado el teólogo. Ante él se abría un porvenir de prestigio. Pero los planes de Dios eran diversos.
Era el año 1220. En enero de aquel año habían padecido el martirio los cinco primeros misioneros franciscanos. Sus restos fueron recogidos y llevados a Coimbra por el infante Don Pedro y depositados en la iglesia canonical de Santa Cruz. El ejemplo de aquel heroísmo hizo tal impacto en el espíritu de Fernando que le hizo imprimir un viraje total a su vida: ofrendaría a Cristo su vida y, con ella, su bagaje científico, su porvenir terreno: el martirio era su único anhelo. Se presentó en el eremitorio de Olivais, donde moraban los primeros hermanos menores llegados a Portugal, y pidió ser recibido como hermano menor. «Ellos, si bien eran iletrados —dice el primer biógrafo—, enseñaban con las obras la sustancia de la Escritura divina.» Vistió el nuevo hábito con el nombre de Antonio.
2. El docto que supo liberar su ciencia
Antonio había entrado decididamente por el camino del desapropio total; y Dios le pidió también la renuncia a su anhelo martirial. Habiendo partido para el África de cara a la inmolación, una larga enfermedad le obligó a reembarcarse para volver a su patria, pero fue arrojado por la tempestad a las costas de Sicilia. Allí se identificó como hermano menor ante un grupo de seguidores de Francisco y, con ellos, se puso en camino para Asís, donde por Pentecostés de ese año, 1221, debía celebrarse el capítulo de la fraternidad. Entre aquella masa de frailes de toda procedencia, el hermano portugués pasó desapercibido. Al término del capítulo se fueron formando los grupos que, con el provincial respectivo a la cabeza, debían volver a sus respectivas «provincias». Nadie se preocupó del oscuro extranjero; ni él trató de atraer la atención sobre su persona. Viéndolo solo, el ministro provincial de la Romagna, por compasión, lo incorporó a su grupo.
Fue acogido en el eremitorio de Monte Paolo. Nadie vislumbraba, a través de su manera sencilla y humilde de convivir, la talla intelectual del portugués; hasta que un día, con ocasión de un encuentro entre franciscanos y dominicos, en Forlí, hubo de improvisar un discurso espiritual por mandato del superior, ya que era el único sacerdote del grupo. Allí se reveló su profunda ciencia teológica.
Todo cambió desde entonces en derredor suyo. Recibió del provincial la autorización de predicar, y lo hizo con sorprendente resultado. Además del tesoro de la ciencia, la gente descubrió la santidad del fogoso predicador. Eso ocurría en 1224. El caso del hermano portugués llegó a oídos de san Francisco, el cual vio en él un dechado del hombre docto que acierta a liberar su ciencia renunciando a ella, en el sentido evangélico.
El santo fundador, en efecto, acogía con gozo a los candidatos doctos; sentía veneración por los teólogos y por todos los que administran la divina Palabra, «ya que administran espíritu y vida» (Testamento 13). Pero, al igual que el rico de bienes materiales debía renunciarlos para seguir a Cristo pobre, también el docto debía desapropiarse de su riqueza cultural no para anularla, sino al contrario, para liberarla. El teólogo que esto hiciera —decía— saldría luego a anunciar el Evangelio «como un león libre de las cadenas, dispuesto a todo» (2 Cel 194).
Recelaba, no obstante, que al religioso docto le resultara difícil ese desapropio tratándose la ciencia sagrada; no faltaban teólogos que caían en una fea apropiación de «la divina letra», haciendo un capital del estudio de la misma. Para ellos dictó su hermosa Admonición 7. Ese temor mantenía al fundador en cierta reserva sobre la introducción de los estudios organizados en la fraternidad. La autosuficiencia de los hombres de cultura podía poner en peligro la sencillez minorítica y la igualdad fraterna.
Ahora vio que el Señor le deparaba al hombre que llenaba cabalmente esas condiciones. Y le escribió en estos términos:
«Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos; pero a condición de que, como dispone la regla, no apagues, en el estudio de la misma, el espíritu de devoción.»
Es la condición que Francisco había puesto en la regla definitiva, publicada un año antes, para el trabajo manual; ahora la extendía al trabajo intelectual que también, y aun más, puede vaciar de contenido tan alta ocupación. Tomás de Celano escribió a propósito de un sermón predicado por Antonio a los hermanos reunidos en capítulo en Arlés: «El Señor le abrió la inteligencia para que comprendiera las Escrituras y hablara de Jesús en todo el mundo con palabras más dulces que la miel» (1 Cel 48).
Antonio acertó, sin esfuerzo, a hermanar ciencia y unción contemplativa, conforme a la noción que más tarde dará san Buenaventura de la teología, que así se transforma en sapientia.
No sólo los hermanos menores, sus discípulos, pudieron admirar la riqueza del saber teológico del maestro Antonio, sino la corte pontificia. Debió de ser en 1230, con ocasión de su presencia en la curia romana, cuando el santo pronunció ante el Papa y los cardenales el memorable sermón de que hablan las Florecillas (cap. 39). Consta la impresión que dejó en Gregorio IX; así lo testificaría éste en la bula de canonización:
«Nos mismo experimentamos personalmente la santidad de su vida y su admirable ejemplo, ya que tuvimos ocasión de tenerlo con Nos y de observar su conducta laudable.»
El autor de la Legenda Assidua recoge en estos términos el efecto de esa predicación de Antonio en la corte romana:
«El Altísimo le dio el don de despertar tal estima en los venerables príncipes de la Iglesia, que el sumo Pontífice y toda la asamblea de los cardenales escucharon con devoción ardentísima sus sermones. En efecto, sabía sacar de las Escrituras significados tan originales y tan profundos con espléndida elocuencia, que el papa mismo lo llamó, con una expresión muy personal, Arca del Testamento» (4).
3. «Ministro y siervo» de sus hermanos
Es uno de los méritos de Antonio que suele pasarse por alto, quizá porque no interesa al público general; pero, para los hermanos de hábito del santo, ofrece interés particular por tratarse de un momento histórico de vital importancia en la evolución de la orden. Ciertamente no acertamos a explicarnos cómo pudo alternar las tareas de gobierno con la enseñanza de la teología a los hermanos y las campañas de predicación en regiones bien diversas.
A la muerte de san Francisco (1226) había seguido un breve período de tanteo institucional de cara a una evolución que estaba ya en curso. Fray Elías continuó gobernando la orden hasta el Capítulo General de 1227, en que fue elegido para sucederle el provincial de España, Juan Parenti (1227-1232). En 1228 era canonizado solemnemente el fundador por Gregorio IX, el cual daba orden a Elías de construir en honor del Poverello la grandiosa basílica.
Ya en 1226, mientras recorría el sur de Francia con su predicación, Antonio había sido nombrado «custodio» del grupo de hermanos de la comarca de Limoges. Al año siguiente intervino en el Capítulo General de Pentecostés, en que recibió el cargo de ministro provincial de la propia provincia de Romagna, que comprendía todo el norte de Italia (Romagna, Véneto, Lombardía y Liguria). Dedicó tres años a recorrer esas regiones, visitando los «lugares» existentes y fundando otros nuevos. La orden, itinerante en los quince primeros años, había iniciado en 1224, ya en vida de san Francisco y con su aquiescencia, la fijación en moradas estables, que habían de ser «pobrecillas» y tales que no hicieran perder a los hermanos la conciencia de ser «viajeros y forasteros en este mundo», como el fundador se había expresado en su Testamento. La fidelidad a los ideales evangélicos, especialmente a la pobreza-minoridad, estaba planteada al vivo.
Pasado el trienio, Juan Parenti convocó, conforme a la regla, el Capítulo general para Pentecostés de 1230. Fue una jornada de júbilo el 25 de junio, en que se hizo el traslado del cuerpo de san Francisco a la nueva basílica, levantada con pasmosa celeridad; se hallaron presentes dos mil hermanos. Precisamente el hecho de la enorme obra emprendida por Elías de las dos iglesias, una sobre la otra, y del «sacro convento», con dinero recaudado en toda la cristiandad con indulto pontificio, a pesar de la prohibición tajante de la regla, puso sobre el tapete, en las sesiones capitulares, un conjunto de serios problemas relacionados con la observancia de la regla de san Francisco: la autoridad del Testamento del fundador, la obligatoriedad del Evangelio, la capacidad de dominio de la fraternidad como tal, los criterios sobre el compromiso central de una vida pobre…
De creer al cronista Tomás de Eccleston, generalmente bien informado, hubo momentos de fuerte tensión en que se enfrentaron, de una parte, los partidarios de una adaptación de la letra de la regla a las exigencias reales de la evolución, capitaneados por Elías —éste habría incluso orquestado una presión extracapitular de partidarios suyos—, y, de la otra, los fidelísimos al ideal primitivo, que miraban con preocupación la ruta emprendida por el partido de los «prudentes». Juan Parenti y Antonio eran de este número; hubieran preferido que la orden misma, es decir, el capítulo, asumiera la responsabilidad de trazar los cauces para una recta adaptación, no de la letra, sino del espíritu de la regla.
Juan Parenti hubo de aceptar, con desagrado, la decisión de la mayoría de remitir la solución al Romano Pontífice. Fue designada una comisión de seis hermanos, eminentes por su ciencia y su amor a la orden; el primero de la lista, no sabemos si también jefe del grupo, era Antonio. El resultado de la gestión de la comisión fue la bula Quo elongati de Gregorio IX (28 de septiembre de 1230), primera declaración pontificia de la regla franciscana (5). Debió de ser en esta ocasión, como se ha dicho, cuando el santo tuvo su predicación a la corte romana.
Del supuesto o real antagonismo entre san Antonio y fray Elías se harán eco fuentes franciscanas tardías, con particulares pintorescos.
«Exonerado del gobierno de los hermanos —refiere el primer biógrafo— Antonio obtuvo del ministro general, Juan Parenti, la plena libertad para darse a la predicación.»
4. La audacia profética de su predicación
En Antonio nació el predicador aquel día en que, por obediencia, dejó que la lengua hablara de la abundancia del corazón (Mt 12,34). Recibida de su provincial la misión de evangelizar, escribe el primer biógrafo, «comenzó a recorrer ciudades y castillos, aldeas y campiñas, diseminando por doquier la simiente de vida con generosa abundancia y con ferviente pasión».
Los biógrafos no se han planteado la cuestión de la lengua en que predicaba el santo. Portugués, llegado a Italia a la ventura, hizo oír su voz en regiones lingüísticas tan diversas como la Romagna, el Véneto, Lombardía, el Mediodía de Francia: no tuvo tiempo para aprender los varios idiomas. ¿Cómo hacía para hacerse entender del pueblo? Con toda probabilidad él hablaba en latín; en efecto, el biógrafo hace constar el domino que poseía de la lengua eclesiástica. Pero el latín sólo lo entendían los letrados y aun estos hallarían dificultad en captar la diferente pronunciación latina por la que, en la Edad Media, eran ya conocidos los clérigos hispánicos. El autor de las Florecillas, al referir el sermón predicado por Antonio ante la corte romana, recurre al milagro de Pentecostés para dar una respuesta (Florecillas cap. 39). Quizá lo que enardecía a la gente sencilla no era tanto lo que decía el predicador, sino quién lo decía y cómo lo decía. En Antonio, como en Francisco, predicaba la persona y la vis profética de su mensaje.
A través de sus sermones, escritos mucho tiempo después de haberlos predicado y para destinatarios cultos, es difícil hacernos una idea de lo que fue la predicación de Antonio. Ha sido proclamado Doctor Evangelicus por Pío XII. «Heraldo del Evangelio» es el apelativo que le da muchas veces el primer biógrafo. Un heraldo evangélico es, ante todo, un testigo y un enviado, un profeta. En esos mismos sermones, Antonio traza repetidas veces los rasgos del auténtico predicador: es un enviado, un simple portavoz, ministro de la Palabra, la cual posee eficacia en sí misma; ha de basarse siempre en la Palabra de Dios, estudiada, meditada, asimilada; el predicador ha de predicarla primero a sí mismo y después a los demás, nunca en nombre propio, sino siempre en nombre de Dios. Se puede ser predicador eficacísimo también callando… Como Jesús, el hombre del Evangelio ha de ser testigo de la VERDAD, mártir de su propio mensaje. Dejó escrito en uno de sus sermones:
«La verdad engendra odio; por esto algunos, para no incurrir en el odio de los demás, echan sobre su boca el manto del silencio. Si predicaran la verdad tal como es y la misma verdad lo exige y la divina Escritura abiertamente lo impone, ellos incurrirían en el odio de las personas mundanas… Jamás se debe dejar de decir la verdad, aun a costa de provocar escándalo» (Sermones, I, 332).
Así lo hizo él. En el texto latino de sus sermones se percibe, bien que lejanamente, la vehemencia profética con que arremetía contra la prepotencia, la opresión y la violencia, contra todos los delitos sociales del tiempo. Nadie escapa a la libertad evangélica con que denuncia a príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia, dueños burgueses, usureros sin entrañas, magistrados, leguleyos… Todos son citados ante el tribunal del Dios justo y recto, el cual «no hace discriminación de personas», como repite muchas veces. Ante una sociedad estructurada según la desigualdad de la pirámide feudal —príncipes, nobles, plebeyos, siervos de la gleba— él proclama la igualdad entre los hombres:
«Todos los fieles son reyes, por ser miembros del Rey supremo… Cualquier hombre es príncipe, teniendo por palacio la propia conciencia.»
Alza la voz contra los nobles que «despojan a los pobres de sus bienes insignificantes y necesarios, a título de que son sus vasallos». Y contra los prelados y grandes del mundo, los cuales, «después de haber hecho esperar a los necesitados a la puerta de sus palacios, implorando una limosna, una vez que ellos se han saciado opíparamente, les hacen distribuir algunos residuos de su mesa y el agua de fregar».
Se muestra particularmente duro con los ricos avaros y con los usureros, «pajarracos rapaces», «las siete plagas de Egipto», «reptiles al acecho», «árboles infructuosos, que chupan la tierra», «posesión del demonio», «sordos que tienen los oídos taponados por el dinero», «gentuza maldita que infesta la tierra», «raza de hombres cuyos dientes son armas; roban y despojan a los pobres indefensos que no pueden resistirles con la violencia».
La emprende con leguleyos y abogados: «idumeos, sanguijuelas que chupan la sangre de los pobres». «Como los que trabajan en la lana, cardan y tejen sutilezas y argucias» para engarbullar a sus clientes.
No calla los vicios de los pobres, pero trata de excusarlos. Denuncia la marginación a que se hallan relegados, «alejados por medio de estacadas de palos afilados y de espinos, que significan los aguijones, los dolores y las enfermedades que tienen que soportar». Y hace oír su grito de profeta:
«¡Ay de los que poseen depósitos llenos de vino y de grano y dos o tres pares de vestidos, mientras los pobres de Cristo imploran a sus puertas con el estómago vacío y con los miembros desnudos, a los cuales si se les da alguna cosa, es muy poco y no de las cosas mejores, sino todo de desecho!»
«¡Llegará, llegará la hora en que ellos implorarán de pie, fuera de la puerta: Señor, señor, ábrenos!, y oirán lo que no quisieran oír: ¡En verdad, en verdad os digo, no os conozco!»
Defiende el principio cristiano de la función social de la propiedad, en virtud del cual los bienes que no son necesarios al rico para las exigencias fundamentales de la vida, pertenecen al pobre que se halla en necesidad (6).
Un buen conocedor de los escritos del santo ha hecho notar que, mientras son constantes las invectivas contra los delitos de orden social, no se halla mención del pecado sexual. Pero se sabe que, como efecto de su predicación, mucho libertinos de ese desorden se convertían.
La Legenda Assidua resume en esta forma el éxito de la última campaña de Antonio en Padua:
«Devolvía la paz fraterna a los desunidos, la libertad a los detenidos; hacía restituir lo que había sido robado con la usura o la violencia. Llegó a tanto que, hipotecando casas y tierras, se ponía el precio a los pies del santo y, con el consejo de él, se restituía a los perjudicados cuanto les había sido quitado por las buenas o por las malas. Libraba a las prostitutas del torpe mercado. Lograba que ladrones famosos por sus fechorías se abstuvieran de meter mano a los bienes ajenos.»
Pero san Antonio no fue un demagogo ni un predicador tremendista. He citado arriba el testimonio de Tomás de Celano, que escribía la vida de san Francisco en 1228/1229, dos o tres años antes de la muerte del santo: «Hablaba de Jesús en todo el mundo con palabras más dulces que la miel» (1 Cel 48). Aun así no le faltaron persecuciones y denuncias por causa de su libertad evangélica; pero la fama de santo, que le precedía y le acompañaba, le ponía a cubierto de toda maledicencia.
No sólo con sus sermones, sino también con la acción directa, intervino diversas veces como agente de paz privada y pública. Consta que en mayo de 1231, un mes antes de su muerte, llevó a cabo una misión de paz en Verona ante Ezzelino de Romano, sin resultado positivo. Su amigo Tiso, que puso a su disposición sus tierras en Camposampiero, era un convertido: había sido un «condotiero» inquieto y turbulento.
5. «Martillo de los herejes»
En un tiempo en que la herejía tenía en sobresalto a los responsables de la Iglesia y de la sociedad civil, y se trataba de hacerle frente con la inquisición, la cruzada y la controversia, Francisco de Asís pareció ignorar el problema. Cuidó, eso sí, en sus dos reglas y en el testamento, de mantener a los hermanos menores inmunes del contagio; pero en sus escritos no aparece mención alguna de los herejes; es más, los primeros biógrafos, que respiraban ese clima antiherético, no le atribuyen alusión alguna en su predicación, ni un gesto, ni un milagro polémico que tuviera como mira combatir a los herejes, no obstante que tenía muy cerca, en el mismo valle de Espoleto, grupos de cátaros. Prefirió afirmar sin ambigüedad lo que ellos negaban, como lo hace en sus escritos. Pero por donde él pasaba, afirma Tomás de Celano, la herejía se desvanecía y triunfaba la verdadera fe (1 Cel 62).
Gregorio IX, en la bula de canonización, llamó a san Antonio Malleus haereticorum —Martillo de los herejes—, no porque hubiera movido una cruzada armada contra ellos ni porque, en sus sermones, se hubiera dedicado a rebatir victoriosamente los errores, sino porque, con su predicación evangélica y positiva, con el testimonio de su santa vida hizo reflorecer entre los fieles la pureza de la fe. En la Romagna, y particularmente en la ciudad de Rímini, era fuerte la presencia de los herejes patarenos, que negaban la validez de los sacramentos administrados por sacerdotes indignos. Bastó la eficacia de su palabra para que abjuraran sus errores, comenzando por el jefe de la secta de nombre Bononillo. Una evolución biográfica tardía dramatizaría la arremetida del santo contra la herejía, inventando el milagro de la mula que se arrodilla ante la Eucaristía y el sermón a los peces. No parece que el recurso a los milagros polémicos entrara en el estilo de Antonio, sin excluir el sentido de genuina florecilla que, en su origen, pudo tener la alocución a los «hermanos peces», recogida en el libro de las Florecillas (cap. 40). También al sermón de san Francisco a los pájaros se atribuyó más tarde cierta intención polémica: una lección a los habitantes de un lugar que se negaban a escuchar la divina palabra (7).
La siguiente campaña en el Mediodía de Francia pudo haber sido solicitada al santo con el fin de contrarrestar el influjo de los albigenses en las poblaciones, ya que seguían siendo fuertes no obstante la cruzada dirigida contra ellos por Simón de Montfort y la labor de controversia llevada a cabo por santo Domingo y su orden. Nada sabemos del resultado.
La Legenda Assidua pasa por alto esas campañas. Y cuando describe detalladamente la predicación de la Cuaresma en Padua en 1231, no menciona a los herejes entre las categorías sociales que eran objeto de su denuncia profética; en cambio habla de herejes convertidos por efecto de los milagros realizados en la tumba del santo después de la muerte de éste, fruto recogido en el responsorio de Julián de Spira: «mors, error, calamitas…».
Repasando los sermones del santo, casi se diría que para él no existían los herejes. Su predicación iba dirigida a la conversión de los fieles; denunciaba, no tanto los errores, cuanto la conducta contraria a la fe profesada. Esa renovación de la vida cristiana, en coherencia con el Evangelio, es lo que hizo perder legitimidad al desafío de los herejes a la institución eclesial.
NOTAS:
Atti del primo colloquio interdisciplinare, Padua 1979.
Cf. H. Felder, Die Antoniuswunder nach den älteren Quellen, Paderborn 1933.
Vita prima o Assidua, ed. A. F. Pavanello, Padua 1946, I, p. 27.
Vita prima o Assidua, ed. cit., p. 68.
Tomás de Eccleston, De adventu fratrum minorum in Angliam, XIII, 77s.
La biografía que mejor ha puesto de relieve este aspecto del mensaje del santo, tal como aparece en sus sermones, es de Pilar de Cuadra, Un puente sobre siete siglos: san Antonio hoy, Madrid 1967.
Así en la crónica de Rogerio de Wendover y en la de Ricardo de Sens; textos de L. Lemmens, Testimonia minora saeculi XIII de sancto Francisco Assisiensi, Quaracchi 1926, 28-33.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIV, n. 70 (1995) 71-85]