De todas las combinaciones posibles para pactar, se desechó desde un primer momento la que parecía más lógica y que hubiera permitido al Partido Popular revalidar su continuidad al frente del Gobierno. Había conseguido ser la formación más votada, pero sin alcanzar la mayoría suficiente para gobernar en solitario. Sus 123 escaños, de un Congreso de 350, lo convertían en minoría mayoritaria, pero minoría. Necesitaba apoyos, pero nadie estaba dispuesto a ello, menos aún con Mariano Rajoy, como líder y candidato a presidir el Ejecutivo, cuestionado por los escándalos de corrupción que asolan a su partido.
Por su parte, los socialistas del PSOE obtenían el peor resultado de su historia, pero conseguían ser la segunda fuerza parlamentaria, con 90 escaños. Tampoco estaban en condiciones de poder gobernar si no alcanzaban acuerdos con otras formaciones que le permitieran aglutinar, cuando menos, una mayoría simple de votos favorables. Necesitaría recabar apoyos a diestra y siniestra si quería contemplar la posibilidad de gobernar. De ahí que su líder, Pedro Sánchez, no dejara de proclamar, como un mantra, su disposición a dialogar con todos, a derecha e izquierda. No era generosidad, era necesidad.
A pesar de todo, el PSOE estableció negociaciones con ambas formaciones, ubicadas ideológicamente a su derecha (Ciudadanos) e izquierda (Podemos), con el convencimiento, tal vez ingenuo, de poder ganarse la confianza de ambas, bien mediante el apoyo explícito o combinado con la abstención de una de ellas, para investir a su candidato e incluso materializar algún acuerdo de Gobierno o legislatura.
De esta crónica inacabada del pacto imposible, resalta la voluntad de los contrayentes de no aceptar las cláusulas que los ciudadanos escribieron en las urnas y la limitada disponibilidad en los que podrían rubicarlo de hacer sacrificios en beneficio del interés general y grandeza de miras. Todos parecen empeñados en conseguir fines partidistas y colocar al adversario como único responsable de unas probables nuevas elecciones, cuyos cálculos electorales condicionan el pacto que se negocia con tanta dificultad.
Sin embargo, el mandato es claro: hay obligación de pactar y de formar un gobierno mediante acuerdos entre distintas formaciones políticas, las cuales habrán de ceder máximos para lograr afianzar un pacto de mínimos que permita la gobernanza del país y poder afrontar decididamente los graves problemas que lastran su progreso y desarrollo. Una crisis económica aún no resuelta, tensiones territoriales con la apuesta independentista de Cataluña y paliar las injusticias y desigualdades que criterios ciegamente economicistas imponen, son algunas de las cuestiones que no pueden demorarse ni esperar a unos nuevos comicios. No tener estos problemas presentes, pensando sólo en el interés partidista inmediato, sería una afrenta que los ciudadanos no se merecen y una demostración de una clase política que no está al servicio de su país. Un divorcio de la política y una desafección ciudadana que incuban populismos radicales que sólo conducen al callejón sin salida de un país incontrolado y poco serio. El pacto, y lo que conlleva de aceptación de propuestas no propias, es la única alternativa a la actual situación política de España. Y es una obligación ante el mandato popular expresado en las urnas.