Hay un principio infalible en filosofía que dice que "del problema no puede surgir la solución" y el problema de la corrupción en España son los partidos políticos, entidades que en la actualidad afrontan más de 700 procesos abiertos por corrupción. Si no fueran tan temidos y si la Justicia española fuera independiente, habría quedado claro para la ciudadanía que los partidos están tan implicados en crimenes y casos judiciales graves que sólo ETA les supera como organización de maleantes.
Si Rajoy quisiera realmente luchar contra la corrupción, en lugar de proponer un pacto a los demás implicados en casos corruptos, que descubra y castigue a los que cobraron sobresueldos en dinero negro, dentro de su partido, donde, probablemente, saldría a la luz una lista estremecedora de altísimos cargos cuya publicación dinamitaría al PP y le impediría volver a gobernar España en todo un siglo.
Solucionar el drama de los cobros clandestinos es fácil. Sólo se necesita voluntad política, brio y decencia.
Pero en lugar de entrar "a saco" en el drama y resolver el problema directamente, Rajoy y Cospedal marean la perdiz y difunden confusión con palabras y promesas para engañar: que "investigarán todas las cuentas", que propondrán "un pacto contra la corrupción" a los demás partidos" y que "no les temblará la mano" si descubrieran irregularidades.
Lo del pacto contra la corrupción suscrito por los distintos partidos políticos implicados es surrealista y equivale a pensar que Al Capone propusiera el fin del alcoholismo, la prostitución, la droga y la extorsión al resto de las bandas mafiosas de Chicago, Las Vegas y Miami.
¿Entonces de qué vivirían? se preguntaría cualquier observador independiente y conspicuo. Los partidos, tal como están diseñados en España, sin corrupción, se asfixiarían, pues no están pensados para vivir en la decencia. Sin subvenciones públicas, sin impunidad, sin dinero opaco, sin clientelismo, sin esos cientos de miles de estómagos agradecidos a los que el partido cuida y alimenta, a cambio de sumisión y fanatismo, sin miedo y sin chanchullos, los partidos no sobrevivirían. Diseñados para reptar en la oscuridad y respirar en la penumbra, si tuvieran que vivir dentro de un ambiente limpio de democracia y decencia, los partidos españoles perderían todo su poder y se disolverían como un azucarillo.