El actual auge de las series de televisión impresiona al más pintado. Tanto en cantidad como en calidad o variedad, no hay duda de que estamos viviendo una era dorada de este tipo de producción. Si ello se debe al actual desarrollo tecnológico, tan vertiginoso que ya aburre, a la luenga sombra de hitos ya legendarios en la historia de la televisión como Los Soprano o The wire, o a una conjunción de hados y gnomos es cuestión que dejo a los entendidos .
(Por cierto, hoy no voy a hablar de series.)
El caso es que a veces dudo que esta edad dorada pueda durar mucho más. Sencillamente, la modernidad no produce tantos genios como para mantener la calidad y la creatividad de manera permanente. Naturalmente, si algún día llega la crisis, empezará precisamente por la creatividad: el número de ideas geniales que flotan en el éter es limitado, y como consecuencia, guionistas y compañía no dudan en recurrir, en primer lugar, a la historia, tanto la milenariamente remota como la más reciente, con resultados tan extraordinarios como Vikingos, The crown o, según me informan, Narcos.
El otro gran recurso de los guionistas es, huelga decirlo, la literatura. Ahí están, por mencionar tan sólo dos ejemplos, esa biblia visual que fanatiza a las masas titulada Juego de tronos, a la que quizá algún día me enganche, o El cuento de la criada, del que hablábamos hace unos meses. Y ahora entramos en materia: ¿cómo es posible que nadie haya hecho todavía una adaptación de esa obra maestra tan arrebatadoramente cinemática titulada El palacio de los sueños? No, no estoy pidiendo nada. Es pura curiosidad. Estamos muy bien sin la adaptación. Que quede claro.
En todo caso, la respuesta a la pregunta se me antoja obvia: porque no la han leído. ¿Y por qué no la han leído? Quizá porque la escribió un albanés, pobre. Bueno, tampoco nos pongamos cínicos. Ismail Kadaré, de hecho, está reconocido como uno de los grandes escritores del s. XX; toda su obra ha sido traducida a más de treinta idiomas, y, aunque su nombre suena ahora menos que hace unos años, es uno de esos sempiternos (¡mueran los clichés! ¡vivan los sinónimos!) candidatos al premio Nobel. El palacio de los sueños es su obra más emblemática y, si bien la primera lectura, hace unos años, me dejó un tanto frío (que es una forma suave de decir me aburrió), esta vez me ha dejado deslumbrado. O quizá deslumbrado no sea la palabra adecuada. Más bien me ha dejado tirado en el suelo, envuelto en oscuridad, sediento, mareado y absolutamente gélido. Una gozada, vamos.
La idea central de la novela no podría ser más poderosa: un ministerio que recoge, clasifica, estudia e interpreta todos los sueños de los súbditos del imperio, con el fin de arrancar de raíz cualquier intento de ataque o conspiración. El imperio en cuestión es el otomano, del que Albania formó parte desde principios del s. XV hasta su independencia en 1912. Se trata, no obstante, de un Imperio Otomano desdibujado. No tenemos de él referencias cronológicas precisas y tampoco se nos dice en qué ciudad nos encontramos. Más adelante veremos a qué se debe ese escenario tan borroso.
El protagonista, de nombre Mark-Alem, es miembro de la poderosa e influyente familia de los Quprili, y en algún momento anterior al de esta historia decidió islamizar su nombre. De ahí lo de Alem. Así, de buenas a primeras el lector percibe en el ambiente cierta tensión entre los Quprili y el Sultán, tensión que se revelará más clara a medida que se desarrolla el relato.
La relación de nuestra familia con el Palacio de los Sueños siempre ha sido muy complicada. Al principio, en los días del Yildis Sarrail, que se ocupaba tan sólo de interpretar las estrellas, las cosas eran relativamente sencillas. Pero cuando el Yildis Sarrail se convirtió en el Tabir Sarrail todo empezó a ir mal.
Apenas comenzada la lectura, además de este ambiente misterioso y enrarecido, el lector no puede dejar de sentir la sombra de Kafka. Los paralelismos entre El palacio de los sueños y el praguense son evidentes, y no son pocos los que han hablado de El castillo para ilustrar esta relación. Personalmente, además de esa atmósfera opresiva, la kafkianez de la novela me vino a la mente más bien por la repetida frase que le dicen a Mark-Alem: te hemos elegido porque nos convienes ("you suit us" en la versión inglesa), que no dejaba de recordarme a la líneas finales del relato "Ante la ley". Sin embargo, frente a la insignificancia del individuo aplastado por la maquinaria burocrática de El proceso, o frente a la eterna espera del campesino en el relato de Kafka, el protagonista de El palacio... es, por el contrario, elegido para un puesto privilegiado. El individuo en esta novela no se enfrenta, pues, al poder, sino que es absorbido por éste. Y más que absorbido, podríamos decir incluso engullido, como si esos interminables y oscuros pasillos palaciegos en los que transcurre buena parte de la novela fueran los intestinos de un monstruo gigantesco.
El gigantesco mecanismo que, a todos los efectos, él dirigía, funcionaba día y noche. Sólo entonces se dio cuenta de cuán vasto era realmente el Tabir Sarrail. Altos cargos veteranos entraban con timidez en su despacho. El Viceministro del Interior, que le visitaba con frecuencia, se cuidaba de no interrumpirlo nunca cuando hablaba. En los ojos del Viceministro, así como en los de todos los funcionarios del estado, había, a pesar de sus educadas sonrisas, una pregunta constante: ¿hay algún sueño sobre mí?... Ser poderoso y estar cargado de honores, ostentar puestos importantes y gozar de gran influencia: nada de ello bastaba para que se sintieran tranquilos. Lo que importaba no era sólo hasta dónde habían llegado en su vida: igual de importante era el papel que jugaban en los sueños de los demás, los misteriosos carruajes que conducían en esos sueños, los signos cabalísticos grabados en las puertos de esos carruajes...Es evidente que detrás de un ministerio dedicado a recoger, estudiar e interpretar los sueños de la población se esconde una nada velada crítica al totalitarismo en su versión más estalinista. Cuando en 1984 Orwell nos presentaba la Policía del Pensamiento, encargada de arrestar a quienes cometen crímenes de ese tipo, veíamos cómo al ciudadano que quisiera sobrevivir en ese mundo tan horripìlante y real no le quedaba sino aferrarse a una tenaz represión de sus propios pensamientos y opiniones, incluso en su ámbito más privado. El Tabir Sarrail va un paso más allá en su implacable totalitarismo, dada la absoluta imposibilidad de controlar nuestros sueños. Y ese carácter imprevisible es especialmente cruel, tanto más cuanto que nos hace pensar en esos miembros del Partido que, tras su arresto, negaban las acusaciones, pero, una vez dictada la condena, admitían que, pese a no ser conscientes de ello, si el Partido los acusaba de conspiración, debía de ser así, puesto que el Partido es infalible.
Los sueños, por su parte, son falibles, y de ahí la importancia de su escrupulosa selección e interpretación. Huelga decir que, en esta alegoría, hay que hacer un ejercicio de suspensión de la incredulidad. He leído por ahí alguna crítica que reprochaba al autor que no hubiera explicado con más detenimiento algunos detalles relativos a la organización de la maquinaria de recolección de sueños, que llega hasta el último rincón del imperio, o a la verificación de su autenticidad. Pues mira, en primer lugar, Kadaré sí nos proporciona los detalles necesarios. Y en segundo lugar, es igual: te crees lo que diga el autor y ya está, del mismo modo que te crees que Gregor Samsa se despertó convertido en bicho y que los animales de la Granja Manor son más elocuentes que nuestros políticos.
Mark-Alem, pues, a caballo de la influencia de su tío, quien lo ha enchufado en el ministerio, asciende rápidamente del Departamento de Selección al de Interpretación, y de ahí a la Oficina del Sueño Maestro, o Suprasueño. Se llama así al sueño seleccionado cada semana y presentado al Sultán, para guiarlo en su ejercicio del poder. Cada día más poderoso, Mark-Alem se siente tan perdido sentado en su escritorio delante de los sueños que debe interpretar como cuando deambula de un lado a otro por los interminables pasillos del Sarrail. Crece la tensión, suenan los gritos durante el interrogatorio de soñadores sospechosos, llaman con violencia a la puerta de casa durante una fiesta, y nuestro gris héroe se siente cada vez más pequeñito.
Estamos de acuerdo, pues, en que a ningún lector de esta obra se le pudo escapar el carácter de crítica al totalitarismo que impregna toda la novela. ¿A ninguno? Bueno, sólo a la Unión Albanesa de Escritores, que, dos semanas después de su publicación, celebraron, a instancia de Ramiz Alia (a la sazón, designado sucesor de Hoxha) una reunión de emergencia en la que resolvieron prohibir la novela. Demasiado tarde, debió de decir alguien. Todos los ejemplares ya están agotados. Nos la han colado.
Kadaré, como decíamos más arriba, había optado por situar la novela fuera de un tiempo y lugar históricos precisos. Hubiera sido impensable, en una obra de estas características, hacer referencias explícitas al contexto político de aquel momento, y Kadaré, que ya se las había visto con la censura, era perfectamente consciente de ello. No obstante, parece que, como un niño resabido que juega a ver hasta dónde puede llegar sin pasarse de la raya, quiso, por ejemplo, que en la descripción de la ciudad donde transcurre la novela el lector albanés pudiera reconocer fácilmente la ciudad de Tirana, así como lugares tan específicos como la Plaza Skanderberg o el edificio del Comité Central del Partido del Trabajo de Albania, más que probable modelo del Tabir Sarrail.
Sin embargo, empobreceríamos mucho esta obra si pensáramos que ese imperio otomano situado fuera de un tiempo claramente definido responde exclusivamente a un vano deseo de camuflar una crítica. Los grandes libros nunca se limitan a una única idea, y esta novela, en efecto, es tan rica que puede leerse perfectamente sin pensar una sola vez en dictadores balcánicos. El palacio de los sueños está oportunamente envuelta en una atmósfera onírica que se mueve entre el subconsciente, el mito y cierto aire de fatalidad que la emparentan con grandes novelas como El desierto de los tártaros, de Buzzati, o El mar de las sirtes, de Julien Gracq. El aspecto del mito se observa no sólo en ese borroso imperio otomano, sino también en la propia familia del protagonista, los Quprili. Así, en las primeras páginas tenemos a Mark-Alem abriendo un libro titulado Los Quprili de generación a generación. Una crónica, y leyendo las siguientes líneas:
Nuestro patronímico es una traducción de la palabra albanesa Ura (qyprija o kurpija); hace referencia a un puente de tres arcos en Albania central, erigido en los días en que los albaneses todavía eran cristianos y construido con un hombre emparedado en sus cimientos. Una vez hubieron terminado el puente, uno de nuestros antepasados, cuyo nombre era Gjon y que participó en la construcción, siguió una antigua tradición y adoptó el nombre de Ura, junto con el estigma del crimen que lleva asociado.
Esta presencia del mito familiar cobra relevancia más adelante, cuando descubrimos que los Quprili son la única gran familia de Europa, y probablemente de todo el mundo, que poseen su propia epopeya. Esa epopeya, "a la altura de Los Nibelungos", y que todavía se puede oír en lengua serbia en Bosnia, nos saca del universo familiar y nos introduce en el mundo y la historia de los Balcanes, y de ahí nos lleva a la del Imperio Otomano.
Una vez al año, durante el mes del Ramadán, venían rapsodas de Bosnia. Se alojaban durante unos días en casa de los Quprili, recitando sus largos cantos épicos (...). Luego recibían su recompensa y se marchaban, dejando tras de sí una atmósfera de vacío y de misterio sin resolver (...). Corrían rumores, sin embargo, acerca de que el Sultán envidiaba a los Quprili su epopeya.La noche fatal en que Mark-Alem oye por primera vez la epopeya familiar, se sorprende al observar que las palabras y las voces podían venir "de labios tanto de los vivos como de los muertos". Y con eso lo dejo por hoy, que ya me he cansado.
Conclusión: La política, la historia, el poder, los mitos o el subconsciente. El palacio de los sueños da para eso y más. Que cada lector se sirva a su gusto.
Se maravillaba al oír hablar al visir, que explicaba cómo ninguna orden había salido ni saldría jamás del Tabir Sabir, ni hacía falta que lo hiciera. El Tabir lanzaba ideas, y su propio extraño mecanismo se encargaba de investirlas de un siniestro poder, pues procedían, según él, de las profundidades inmemoriales de la civilización otomana.