El viajero que llega por primera vez a Tánger encontrará a primera vista una ciudad que se parece a algunas del sur de Andalucía, como Algeciras. Pero conforme vaya adentrándose en ella, empezará a respirar un clima muy especial, el de un lugar que ha hecho del cosmopolitismo un modo de vida mirando siempre hacia el mar, un lugar que ama los intercambios comerciales, donde los negocios pueden surgir del modo más inesperado. Además de todo esto, Tánger es una ciudad de grandes desigualdades sociales, con barrios sin asfaltar que son auténticos pozos de miseria, aunque me imagino que la situación habrá mejorado mucho respecto a la que describe Mohamed Chukri en El pan a secas.
El que está considerado uno de los más grandes escritores de Marruecos nació en su región más pobre, el Rif, durante los años del hambre. Su familia se vio obligada a emigrar a Tánger y después a Tetuán para volver más tarde (en solitario) a Tánger. Su infancia va a estar marcada por la figura de su padre, un hombre cruel y borracho que pegaba a su madre, pasaba largas temporadas en la cárcel y llegó a matar, en un arrebato de ira, a su hermano pequeño. Chukri creció en este ambiente sórdido y sin esperanzas, machista y a la vez ultrarreligioso (esa religión que se difunde entre los pobres para que se resignen a su suerte esperando una recompensa en el más allá). Cuando intentaba razonar con su madre acerca de todo esto, se producían entre ambos diálogos como éste:
"Rezaba mucho, imploraba la ayuda de Allah y encendía velas en los mausoleos. Acudía también a las adivinas.
- La libertad, el trabajo y la buena suerte; todo lo dispone Allah y su Profeta - se lamentaba mi madre.
- Pero ¿por qué no nos concede Allah la misma suerte que a los demás? - le preguntaba yo.
- Sólo él lo sabe. Nosotros lo desconocemos todo, y tampoco sabemos preguntar. Él está por encima de todas las cosas."
Así pues, Chudri acabó escapando de su hogar esperando que las cosas le fueran mejor estando solo. Se vio mendigando por un Tánger mísero, gobernado por unos españoles que esperaban terminar quedándose con la posesión de la ciudad internacional, unos españoles que desprecian a sus súbditos musulmanes y fomentan únicamente el miedo al amo colonial. Tánger es un foco de miseria y a la vez de violencia. Por sus calles se pasean proxenetas, prostitutas y pederastas ávidos de experiencias con niños de la calle, como el propio protagonista. No hay ni un atisbo de piedad o de cariño en los recuerdos del autor, solo una existencia en bruto vivida con una especie de neblina permanente en la percepción de la realidad, como si estuviera permanentemente aturdido por un deseo de seguir sobreviviendo, pero sin otras metas, otros objetivos.
La escritura de El pan a secas es árida, sin artificios, tan dura y directa como los acontecimientos que narra. No parece haber en la novela intención alguna de denuncia. La denuncia surge por sí sola ante el estupor del lector frente a una vida cotidiana que por momentos parece emparentarse más con la de un animal guiado meramente por sus instintos que con la de un ser humano. Las peleas son tan brutales como corrientes y las relaciones amorosas están marcadas por un machismo feroz e incuestionable:
""Tafersiti ya empezaba a comportarse como un hombre con una mujer".
- Tienes suerte - le dije.
- ¿Por qué?
- Porque tienes una mujer a tu entera disposición y le pegas cuando quieras.
Halagado, sonrió:
- Tú también tendrás una mujer.
- Puede ser."
A veces la fortuna sonríe a los hombres de la manera más sorprendente. Chukri, que seguramente estaba destinado a ser engullido para siempre por la miseria de Tánger, aprendió a leer y a escribir en prisión y aprovechó la oportunidad de acudir a la escuela primaria en la hermosa ciudad de Larache. La educación y los libros le abrieron un mundo nuevo y unos años después su amigo Paul Bowles dio a conocer, traduciéndola al inglés, la novela que le daría la fama El pan a secas, que los propios marroquíes no pudieron leer, al menos legalmente, hasta el año 2000. Sin duda, como suele suceder en los regímenes autoritarios, los dirigentes temían a la verdad, a la realidad de la existencia cotidiana de muchos de sus conciudadanos, algo que casi siempre confuden conscientemente con esa palabra tan cómica, la impiedad.