Todas las grandes instituciones deben rendir cuentas constantes con su pasado; el pasado es el cimiento sobre el que se va levantando el edificio de la grandeza y el poder. La Iglesia, como institución o como poder o como entretenimiento de domingo para sacar a pasear vestidos en la misa mientras se escucha el sermón, atesora una historia de verdad, de esas que uno no puede nunca llegar a saber si hay que arrepentirse o hay que enorgullecerse de ella. La Iglesia es su historia y no una vaga fragancia que va desplazándose dependiendo de hacia donde sople en viento.
Durante muchos años la religión católica sufrió la persecución y estuvo prohibida, pongamos hace dos mil años. Luego, muchos siglos después, decidió emprender ella misma la persecución que le asegurara una cuota de poder y de presencia allí donde llegara el hombre, por ejemplo las américas. La Iglesia ha detentado el control político, territorial, cultural, pedagógico y sexual en lo que conocemos por Occidente desde que Constantino I la legalizara. Los hombres siempre han querido negociar con aquello que no se puede tocar: la muerte.
La muerte como punto final, definitivo, inapelable, como abismo al que nos vamos acercando poco a poco, resulta vertiginosa y da la conciencia de un mundo que no conoce la razón de la lógica, un mundo sin sentido. La religión da respuesta a este callejón sin salida, y nos dice que no, que uno, después de muerto, será juzgado y podrá descansar eternamente junto a un ejército de angelitos orondos y aéreos. Los angelitos de Rubens. No hay mayor temor que el que provoca la nada. Tampoco hay mayor servidumbre que la producida por el miedo. La religión entendió muy pronto que mercadear con el miedo ajeno podía granjearle grandes cuotas de poder y de sumisión. Como todo gran estamento, la Iglesia también necesita tener una cara visible, un embajador, un símbolo que una todas las falanges de Dios en una sola mano. El Papa.
Francisco I es el Papa que nos está tocando ver ahora por la tele. Francisco I tiene cara de tipo normal y sonrisa un poco pueblerina, sonrisa franca que no sabe esconderse. Frente a la sonrisa de Ratzinger, que parecía atormentada, fingida y temerosa de la ira de Dios (que no soporta la risa), la sonrisa de Jorge Bergoglio parece una invitación a la fe. La Iglesia católica ha dado un giro monumental a su política de empresa: en lugar de alejarse del vulgo corre a reunirse con él. Así es como este Papa jesuita degrada la marca de los coches de los cardenales, camina por las favelas de Rio o arenga a las multitudes pronunciando muchas veces la palabra pobre, la palabra amor y la palabra evangelio. Tiene algo de paradójico denunciar la opulencia del estamento cardenalicio dos mil años después. Nos habíamos acostumbrado al papamóvil blindado, que nos daba la razón a todos los ateos descubriéndonos finalmente que el representante de Dios en la Tierra era mortal y estaba sujeto a la misma casualidad atroz de un atentado que el resto de ciudadanos seculares, cuando ahora, este Papa argentino, devuelve al terreno de lo divino su presencia en la Tierra: es Dios el que se encarga de su seguridad.
Francisco I ha comenzado su pontificado adaptando la Iglesia a los tiempos que corren, acercando a la calle la voz del evangelio, pero la justicia social no es un asunto divino y cualquier discurso religioso que pretenda mezclar política y religión está abocado a servir primero al altísimo y luego al marginado. La imagen de Jorge Mario Bergoglio responde más a una maniobra de marketing que a una apuesta en conciencia del Vaticano. Es demasiado tarde vendernos ahora la salvación gratis, sin pasar por el purgatorio.
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