Las cuatro primeras fotos: http://www.flickr.com/photos/gonzalvo/
DOLLY VAN DOLL, EN BARCELONA DE NOCHE.
MADAME ARTUR...
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Un siglo con plumas y a lo loco.
En los almacenes del Museo de Historia de la Ciudad de Barcelona se encuentran, entre millares de objetos acumulados, unas vidrieras que proceden de la pensión Los Arcos, de la calle Arco del Teatro, que antes fue uno de los lupanares más celebres de Europa, denominado Madame Petit, supuestamente abierto por una viajada meretriz francesa, a finales del siglo XIX. En estas cristaleras de estilo modernista se descubren escenas mundanas con mujeres desnudas o ligeras de ropa, que bailan con marabúes. El marabú o boa de plumas el término se refiere en un caso al ave del que originariamente eran las plumas y, en el otro, a la forma enroscada que adopta la prenda en el cuerpo femenino tiene una indiscutible carga erótica, pues se asocia al striptease, al music-hall, aunque algunas damas lo incluían en su armario como sofisticado echarpe en los inicios del siglo pasado. Un pintor como Ramón Casas lo dibuja a menudo en retratos de bellas burguesas, como en el óleo titulado El antepalco, donde presenta a dos damas en un saloncito del Liceo, una de las cuales luce un marabú, en parte oculto por el ramo de flores situado sobre la mesa. Su contenido erótico le viene de su uso en los cabarets parisinos durante la Belle Époque. Jean Cocteau describió a la Bella Otero, una de las apasionadas del marabú sobre el escenario, como una verdadera panoplia de lentejuelas, joyas, corsés, ballenas, flores y plumas: «Su desnudez debería revestir la importancia de una mudanza».
El marabú pasó de los salones de té a los cabarets y, de ahí, a las casas de lenocinio, porque lo que resultaba una prenda para tapar desnudeces y, al mismo tiempo, juguetear con el cuerpo femenino era objeto de las fantasías de los clientes de las casas que en Cataluña se llamaban de barrets (de sombreros). Este apelativo provenía del hecho de que en la entrada de los burdeles los percheros estaban llenos de gorras y canotiers en la Barcelona de los años veinte, cuando el dinero abundaba en la ciudad como resultado de los pingües negocios de la burguesía catalana durante la Primera Guerra Mundial, vendiendo a los dos bandos enfrentados toda suerte de efectos, uniformes, armas o alimentos. Barcelona, que, con ocasión de la Exposición Universal de 1888, había visto cómo, al lado de los forasteros que acudían a conocer las novedades que se exponían, se abrían prostíbulos para que las visitas feriales tuvieran un final feliz, se encontró un cuarto de siglo más tarde con que acogía a empresarios del music-hall, prostitutas, vedettes de revistas, actrices, adivinas, cantantes. y a una variada fauna de hombres de negocios, espías e industriales. Así que, sin imaginárselo nadie, de la noche a la mañana, la urbe se convirtió en la capital de la dolce vita, y una avenida polvorienta y provinciana como el Paralelo, donde convivían los charlatanes de feria y los sacamuelas criminales, los tiovivos rudimentarios y los circos monstruosos, se iba a transformar rápidamente en una avenida con cosmopolitas salas de fiesta, teatros de variedades y espectáculos de un erotismo nunca visto. Sin que jamás faltaran las plumas de marabú en los escenarios e incluso en la literatura, como en Vida privada, de Josep Maria de Sagarra, donde se reme-mora la burguesía de los años veinte, dada a los excesos, en particular a los del sexo.
Antes incluso de este periodo, Picasso había inmortalizado el Barrio Chino, pues Les demoiselles d'Avignon no tenían nada de francesas, sino que eran las rameras de la calle de Aviñón de Barcelona, que el pintor había tratado en todos los sentidos.
Barcelona sería pionera en el cine pornográfico, que tuvo en el rey Alfonso XIII a uno de sus grandes entusiastas. Pero también exportó fotografía erótica, cuyas postales buscaban coleccionistas de todo el planeta. En efecto, fueron Ricardo y Ramón Baños, que aprendieron cine en París, quienes rodaron los primeros cortometrajes pornográficos en España después de haberse instruido en el nuevo arte en París. Estos hermanos instalaron en el barrio de Gràcia su propia productora, llamada Royal Films, y allí dirigieron El ministro, Consultorio de señoras y El confesor, que fueron un encargo del conde de Romanones para el rey. En la década de los veinte, en el cine Triunfo o en el Tetuán se hacían pases de madrugada, a los que acudía un público salido del Ateneo, el Ecuestre o los cafés de noctámbulos, que fueron tolerados por el gobernador civil. Royal Films disponía de más de cincuenta títulos distintos, rodados con actores desconocidos y con mujeres procedentes del mundo de la prostitución. En cuanto a la fotografía erótica, Antonio Esplugas fue el primero en despojar a sus modelos de ropa, incluidas conocidas actrices, que se retrataban con sugerentes transparencias, con pícaros marabúes o simplemente desnudas sin pudor. El tráfico de postales eróticas alcanzó cifras espectaculares gracias a la exportación, así que no sólo era posible adquirirlas con discreción en librerías de la ciudad, sino en NuevaYork, Buenos Aires, Berlín o El Cairo.
El Barrio Chino, que concentró buena parte del comercio del sexo durante el franquismo, afloró en el casco antiguo barcelonés a finales del siglo XIX y, coincidiendo con la prohibición de establecer nuevas fábricas en el recinto amurallado, en el ecuador del siglo XX. Las naves industriales se desplazaron a las localidades del llano, al tiempo que la nueva burguesía se iba a vivir a las amplias viviendas del reciente Ensanche de Cerdà, que también se erigiría en centro de negocios y de actividades comerciales de la clase emergente.Algunas sedes industriales se convirtieron en salas festivas. Así la fábrica de hilados de la calle Cid pasaría a ser el cabaret La Criolla y la fábrica de velas del Arco del Teatro se transformaría en la taberna La Mina.A partir del siglo XII, las meretrices se habían tenido que concentrar en la calle del Tallers, en el límite con la muralla, denominada así porque allí inicialmente se instalaron los tallers o cortadores de carne, oficio considerado tan maldito como la prostitución por razones de higiene.Tras la Exposición, las meretrices se fueron diseminando por el Raval, sobre todo en la parte baja, y empezó a conocerse esta área como el Barrio Chino, aunque no había orientales; eran especialmente populares las calles Robadors y Tapias, alrededor de las cuales fueron apareciendo una serie de negocios vinculados al sexo tarifado, como eran los meublés, pensiones, clínicas de vías urinarias o bares de alterne.
Tras la Guerra Civil, y a pesar del decreto de 1956 en el que el trato carnal pasó a tener tratamiento de tráfico ilícito, por lo que se cerraron un centenar de prostíbulos, el Barrio Chino mantuvo su actividad.
Algunos meublés fueron célebres, como la Casa de los Alcaldes, en la calle Cardona, mentada así porque a él acudían las primeras autoridades municipales de los municipios vecinos; la Casa Emilia, con vistas al palacio Güell de Gaudí, que era célebre por sus grandes espejos; o el lupanar de Margarit, donde la clientela escogía a las mujeres mediante un álbum fotográfico, hasta que cerró el día que un cliente descubrió en él a su esposa y la emprendió a puñaladas con la infeliz dama.
Algunos de los lupanares de posguerra eran casi familiares, como recuerda Terenci Moix en El peso de la paja, donde le entretenían mientras su progenitor le daba una alegría al cuerpo. En 1951 desembarcaron los marinos de la Sexta Flota de Estados Unidos y eso supuso un río de dinero para la prostitución del Barrio Chino, al tiempo que algunos bares se transformaban en barras americanas y aumentaba el número de hoteles y pensiones que alquilaban habitaciones por horas a las prostitutas que captaban la clientela en mitad de la calle.André Pieyre de Mandiargues le dedicó su novela La marge y Jean-Marie Guillaume le consagró su relato María Teresa.
Algunos meublés de la parte alta adquirieron celebridad durante el franquismo: el Pedralbes era el más caro, pero la Casita Blanca fue el más célebre. El meublé Pedralbes, tan discreto, limpio y sofisticado, adquirió fama en 1951 cuando fue atracado por el comando anarquista capitaneado por Facerías, que asesinó a un importante constructor de la ciudad llamado Antonio Masana, padre de seis hijos y encargado de la mayoría de las obras públicas del municipio, cuando se encontraba en compañía de una jovencita. La Casita Blanca recibe su nombre no por parecer la sede de la residencia en Washington del presidente de Estados Unidos, sino por la gran cantidad de sábanas blancas, resultado de su lavado diario, que se tendían en su azotea. A principios del siglo XX daban información en una pizarra sobre los valores de la Bolsa; en los cincuenta, pasaron a escribir los resultados de los partidos, con los goleadores incluidos, para que la clientela pudiera utilizar el encuentro dominical como excusa para sus adulterios. Eran tiempos en los que François Mauriac, cuando Néstor Luján le decía ser de Barcelona, respondía: «Barcelona, ¡qué gran burdel!».
Sin embargo, durante el franquismo, la ciudad mantuvo sus teatros de variedades, aunque era más lo que se intuía que lo que se podía admirar, era más lo que se insinuaba que de lo que se hablaba. Pero hubo vedettes que hicieron soñar a toda una generación, como era el caso de Carmen de Lirio, una dama de ojos verdes y sin par belleza, que se disputaban futbolistas y gobernadores civiles. También actuó en El Molino, que durante casi un siglo fue el cabaret más popular, visitado por público de toda suerte y condición, por el que a lo largo del siglo XX desfilaron estrellas como la Condesita Zoe, la Bella Dorita, Pepita Puig o Mary Mistral. Siempre con muchas plumas y no menos lentejuelas.
El marabú volvió a adquirir notoriedad con la transición política, cuando locales como el Apolo, con sus alegres chicas, o El Molino, con su troupe no menos divertida, escogieron la excusa de las plumas para mostrar la piel de gallina de las vedettes. Entonces destacó una stripteuse que se convirtió en la musa del progresismo emergente: Christa Leem, que revolucionó el arte de quitarse la ropa y acercó la intelectualidad al music-hall. Barcelona mantendría hasta nuestros días su condición de ciudad alegre y descocada, más allá de su rostro serio y comedido. Ciudad de ferias y congresos, según definición del alcalde Porcioles, ha visto nacer negocios de sexo alrededor de tales acontecimientos.
Todavía hoy puede asistirse a unos espectáculos pornográficos en el Bagdad que son de lo más fuerte que puede verse en Europa, y la ciudad cuenta con Chiqui Martí, que es la última gran estrella de los espectáculos de showgirls. Ella sabe usar como nadie los tres accesorios que Lola B. recomendaba en su libro L'art du striptease: boas, cinturones y cofias, porque todos los trucos con plumas forman parte de la fiesta.
Barcelona es una ciudad donde un crítico teatral escribió que el marabú de Christa Leem debería figurar en un museo imaginario del teatro. O al menos habría que buscarle un lugar en el Museo de Historia, no muy lejos de las cristaleras de Madame Petit.