(…)El parque, tranquilo y silencioso, tenía un encanto especial. La fuente ya no derramaba su cascada habitual y las lívidas luces de las farolas apenas vislumbraban sus beldades, que se habían tornado grisáceas y fantasmales. El aire estaba tibiamente perfumado por las acacias, las verbenas, el jazmín, y algún dondiego de noche que salpicaba la distribución del jardín. Se acercó a su banco preferido, el que estaba situado frente a la fuente, en un recodo rodeado de setos, lejos del subparque infantil, lugar en el que se sentaba cuando iba con su mujer porque a ella le gustaba ver jugar a los niños. En cambio a él le molestaban los chillidos y llantos. En alguna rama, una lechuza ofrecía su canto a aquel apacible ambiente.
Iba pensando otra vez en ella y en todo lo que le debía por lo que había hecho de él sin casi ni saberlo, era algo que siempre le proporcionaba paz y a la vez lo agitaba, un sentimiento que se confundía entre la luz de la luna y las fragancias de las flores nocturnas. Y así es como lo decidió…
Reseña en el diario “Las Provincias”