Si escarbamos demasiado en la piel de nuestra felicidad podemos encontrarnos con detalles que no nos gusten o que, directamente, nos la amarguen. De ahí que quizá sea mejor acomodarse en la ignorancia o, como dice el personaje de Relling en esta obra de Henrik Ibsen, conformarnos con “la mentira vital”. No es una afirmación caprichosa o cínica, ni mucho menos. Su tesis es que desconocer las capas más profundas de las cosas “da energías para vivir” (p.200), mientras que enterarse de la verdad a ultranza es más dañino que beneficio. Tal vez porque, como decía aquel antipático militar al que puso voz Jack Nicholson en la película Algunos hombres buenos, “tú no puedes encajar la verdad”.Hialmar Ekdal es un pobre fotógrafo que vive en su casa con su mujer (Gina), su hija (Eduvigis) y su padre (un viejo fracasado). Vive una existencia donde falta a veces el dinero, pero en el que domina una cierta sensación de dicha: Ekdal y Gina realizan algunos retratos, el viejo recibe del millonario señor Werle una pequeña paga por hacerle copias de escritos y todos se amoldan a esa situación. Pero un amigo de Hialmar (Gregorio Werle, hijo del millonario) comienza a atar cabos que andaban sueltos, y que no duda en poner ante los ojos del fotógrafo: ¿es casualidad que Gina trabajase durante años al servicio de su padre, el señor Werle? ¿Es casualidad que hace quince años dejase su trabajo con él y se casara con Hialmar? ¿Es casualidad que el señor Werle mantenga como empleado (a todas luces innecesario) al viejo Ekdal o que pagase los estudios de fotografía de su hijo Hialmar? ¿Es casualidad que Eduvigis tenga quince años?Cuando todos esos interrogantes se unen en la mente de Hialmar, su cerebro se convierte en una olla a presión; y el calmado lago familiar se convertirá en un auténtico infierno, donde se producirán reproches, lágrimas, suspicacias y hasta una espantosa muerte.
La lección que podemos extraer de esta magnífica (magnífica en verdad) pieza del gran maestro noruego es demoledora: nos ahorramos sufrimiento cuando no sabemos. Sus personajes, enterándose de toda la verdad (de la desnuda, hiriente, ácida verdad), no consiguen más que sufrir. No se elevan, no mejoran, no se purifican, no cambian su modo de ver las cosas, no se despojan de adherencias espurias: sufren. Tan triste como incontestable. ¿Es, pues, deseable conocer siempre y a todo precio lo que se oculta a nuestros ojos?