El patrón

Publicado el 04 enero 2017 por Revista Pluma Roja @R_PlumaRoja

Era señor de horca y cuchillo.

Decidía sobre todo lo importante y lo que no era importante también. No se movía nada en leguas a la redonda si no tenía su autorización. Era el padrino de cuanto niño hombre nacía en sus dominios. De niñas no, porque ellas necesitaban madrinas; entre mujeres se entendían mejor.

Dueño de inmensas tierras que incluían cerros y lagunas, se preciaba de recorrer a caballo lo que era suyo y lo era porque había heredado. Su abuelo y su padre le dejaron lo que ahora tenía y cuando se muriera, todo quedaría en la nada, o repartiéndose entre los que allí vivían. No se había casado y aunque había yacido con algunas mujeres, no había tenido hijos; no tenía hermanos ni sobrinos. Era un individuo solitario que se iba haciendo cada día más viejo. Cocinaba Tomasa y trabajaban en el caserón haciendo la limpieza, diligencias menudas y encargándose que todo estuviera en su sitio, Balbina y su marido, el José; además  estaban Rosalía y Juana más. Si se necesitaba, José buscaba a otros hombres que ayudaran.

Todos los empleados tenían la casa y la comida y dos veces al año les daba una bolsa con monedas. Una a cada uno.

Pistola, escopeta, un látigo y los gritos eran sus armas.

Si en sus recorridos alguien se atrevía y reclamaba o pedía cualquier cosa, le gritaba, usaba el látigo y después lo mataba. Dejaba unas monedas para el entierro y se iba a la casa a encerrarse hasta que la furia pasara.

Le tenían terror, que él siempre interpretó como respeto. Alrededor de su figura solo había leyendas y una única vez una autoridad vino de visita. Se fue asustado el hombre y nunca regresó.

Poco a poco la oscuridad fue ganando terreno y el caballo se olvidó de la silla; no podía montar y casi no veía.

Tomasa seguía preparando la comida, Balbina y el José arreglaban las casa como siempre, matando a las arañas rinconeras y sacudiendo el polvo. Las otras dos muchachas se habían ido hacía tiempo y el José se encargaba también de los campos inmensos que nunca podía recorrer completos.

Terminó por no salir de su cuarto, donde la cama grande, de bronce, le servía como último refugio. A él, que era dueño de todo lo visible, había sido patrón temido y todavía era amo inflexible. Allí tomaba sopas y dormía; allí pasaba todo el tiempo, llamado al José si era menester usar la bacinica de fierro enlozado.

Ya era la oscuridad completa, noche cerrada y no veía nada en absoluto. El que nunca enfermó, una tarde empezó a toser y sintió frío como no había sentido nunca antes.

Llamó a la Balbina, al José y a la Rosaura y les pidió que se sentaran, pero que antes prendieran una vela.

Así lo hicieron, sentados en el suelo y pusieron la vela en la cómoda.

Cuando arda la vela y se apague, se apagará mi alma. Si se apaga y sigo respirando, José, con mi pistola, me pegarás un tiro. Después no importa, si quieren se van lejos”, dijo el patrón.

Las mujeres lloraban y el José descolgó la pistolera de la cama.

Los cerros repitieron el eco de un disparo. Y todo fue silencio. La vela no se había apagado.

Por Manolo Echegaray

manologo.wordpress.com