El pecado de la desinformación, la difamación y la calumnia

Por Cantillana
Tenemos que seguir a Jesús, renunciando a las costumbres equivocadas de entrometernos en la vida de los otros, hacer comparaciones, hablar mal. Ni chismes ni comparaciones. «¿A ti qué te importa?»dijo Jesús a Pedro que se había inmiscuido en la vida del discípulo Juan, «a quien Jesús amaba». Pedro tenía «un diálogo de amor» con el Señor, pero luego el diálogo «se ha desviado hacia otro carril» y él también padece una tentación: «Inmiscuirse en la vida de los otros». Como se dice «vulgarmente» Pedro hace de «curioso».
Cuando intentamos compararnos con los demás «terminamos en la amargura y hasta en la envidia, y la envidia arruina la comunidad cristiana»,  «le hace mucho daño», y «el diablo quiere eso». La segunda forma de esta tentación son los chismes. Se empieza de una manera «muy educada», pero luego terminamos «despellejando al prójimo»: «¡Cuánto se chismea en la Iglesia! ¡Cuánto chismeamos nosotros los cristianos!
El chisme es propio de despellejarse. Es maltratarse el uno al otro. Como si se quisiera disminuir al otro. En lugar de crecer yo, hago que el otro sea aplanado y me siento muy bien. ¡Esto no va! Parece agradable chismear... No sé por qué, pero se siente bien. Como un caramelo de miel, ¿verdad? Te comes uno -¡Ah, qué bien! -Y luego otro, otro, otro, y al final tienes dolor de estómago. ¿Y por qué? El chisme es así: es dulce al principio y luego te arruina, ¡te arruina el alma! Los chismes son destructivos en la Iglesia, son destructivos ... Es un poco como el espíritu de Caín: matar al hermano, con su lengua; ¡matar a su hermano!». En este camino «¡nos convertimos en cristianos de buenas costumbres y malos hábitos!» Pero ¿cómo se presenta el chisme? Normalmente de tres formas. Desinformamos: decir solo la mitad que nos conviene y no la otra mitad; la otra mitad no la decimos porque no es conveniente para nosotros. En segundo lugar está la difamación: Cuando una persona realmente tiene un defecto, y ha errado, entonces contarlo, «hacer de periodista»... ¡Y la fama de esta persona está arruinada!
Y la tercera es la calumnia: decir cosas que no son ciertas. ¡Eso es también matar a su hermano! Todas estas tres–la desinformación, la difamación y la calumnia– ¡son pecado! ¡Este es el pecado! Esto es darle una bofetada a Jesús en la persona de sus hijos, de sus hermanos». Es por eso que Jesús hace con nosotros como lo hizo con Pedro cuando lo reprende: «¿A ti qué te importa? ¡Tú sígueme!» El Señor realmente nos «señala el camino»: «El chisme no te hará bien, porque te llevará a este espíritu de destrucción en la Iglesia.
¡Sígueme!». Es hermosa esta palabra de Jesús, que es tan clara, es tan amorosa para nosotros. Como si dijera: «No hagan fantasías, creyendo que la salvación está en la comparación con los demás o en el chisme. La salvación es ir detrás de mí». ¡Seguir a Jesús! Pidamos hoy al Señor que nos dé esta gracia de nunca inmiscuirnos en la vida de los demás, de seguir a Jesús, para ir detrás de él, en su camino. ¡Y esto es suficiente!».
 Extracto de la homilía del Papa Francisco (18/V/2013)

La difamación y la calumnia

Grave falta se comete al mentir para dañar el buen nombre del prójimo o manifestar sin causa justa sus pecados y defectos. Mayor gravedad reviste el pecado de calumnia, ya que combina tres pecados: uno contra la veracidad (mentir), otro contra la justicia (herir el buen nombre ajeno), y el tercero contra la caridad (fallar en el amor debido al prójimo). La calumnia hiere al prójimo en lo más delicado: su reputación.
Si a un hombre le robamos su reloj, puede enojarse o entristecerse, pero normalmente al cabo del tiempo quizá compre otro. Pero si lo perdido es su buen nombre, lo privamos de algo que no podrá comprar con dinero. Es fácil entender, pues, que el pecado de calumnia es mortal si con él dañamos gravemente el honor del prójimo, aunque sea en la estimación de unas pocas gentes. Y esto es así incluso aunque ese mismo prójimo no se entere del daño que le hemos causado.

Alegoría de la calumnia

Lo anterior se aplica también cuando deliberada e injustamente dañamos la reputación del prójimo sólo en nuestra propia mente. Esto es el juicio temerario, un pecado que nos afecta a todos y al que muy posiblemente demos poca importancia. Si alguien inesperadamente realiza una buena acción, y yo me sorprendo pensando: “eso lo hizo sólo por presumir”, he cometido un pecado de juicio temerario. Si alguien hace un acto de generosidad, y yo me digo: “¿a quién tratará de impresionar?”, pecó contra el octavo mandamiento.
No sólo se falta al octavo mandamiento con la palabra y la mente, sino que también hay pecados de oído. Escuchar con gusto la calumnia y difamación, aunque no digamos una palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Nuestro deber cuando se ataque la fama de alguien en nuestra presencia, es cambiar la conversación, e incluso intentar sacar a relucir las virtudes del difamado.
Afrentar la dignidad de una persona, es decir, lesionar su honor, es el pecado de contumelia. En los pecados anteriores el prójimo está ausente, en éste el prójimo está presente. Este pecado de contumelia adopta distintas modalidades. Una de ellas sería, por ejemplo, negarnos a dar al prójimo las muestras de respeto y amistad que le son debidas, como no contestar su saludo o ignorar su presencia, como hablarle de modo altanero o ponerle apodos humillantes. Un pecado parecido es esa crítica despreciativa, ese encontrar faltas en todo, que para algunas personas parece constituir una arraigada costumbre.
Conviene recordar por último que este mandamiento, igual que el séptimo, nos obliga a reparar los males causados. Si perjudicamos a un tercero con alguna mentira, lo difamamos, lo humillamos o revelamos sus secretos, nuestra falta no estará saldada hasta que compensemos los perjuicios lo mejor posible. Y debemos hacerlo aunque hacer esa reparación nos exija humillarnos o sufrir un perjuicio nosotros mismos.
Si he calumniado, debo decir que me había equivocado radicalmente; si he murmurado, tengo que compensar mi difamación hablando cosas buenas del afectado; si he insultado, debo pedir disculpas, públicamente, si el insulto fue público, debo reparar lo mejor que pueda las consecuencias que se sigan de mi imprudencia.
Ojalá que la comprensión de la Verdad como atributo divino nos ayude a aborrecer todo lo que sepa a doblez, simulación, charlatanería y murmuración. “Que sea tu sí, sí; y tu no, no” (Mt. 5, 37); abrir la boca sólo para decir lo que estamos seguros de que es cierto y que es oportuno para el bien de nuestro interlocutor. Que nunca hablemos del prójimo si no es para alabarlo, y, si tenemos que decir de él algo negativo, lo hagamos obligados por una razón grave y suavizando nuestras palabras con el aceite de la caridad.
 Ricardo Sada Fernández