El peligro de estar cuerda - Rosa montero

Publicado el 27 septiembre 2022 por Elpajaroverde

He estado aquí antes. Conozco esta sala de estar. Es mi sala pero a la vez no lo es. La otra vez que estuve, aunque nunca me había encontrado en ella previamente, la reconocí de inmediato como mía a pesar de no contener mis muebles ni mi decoración. Llegué a ella porque el hombre de negro se presentó de improviso en mi casa. Era de noche y llovía. Y me pasé la noche conversando con él en el salón, aunque, en realidad, con quien habló el hombre de negro fue con Carmen Martín Gaite y yo me pasé esa noche hablando con la escritora salmantina o con ella y el hombre de negro o más bien escuchando a los dos o qué sé yo.

Sí, estoy hablando de El cuarto de atrás, solo que no he venido a hablaros de ese libro ni de su autora, sino de El peligro de estar cuerda y de Rosa Montero. Claro que estoy pensando que a lo peor es que siempre vengo a hablaros de mí. De ser así, qué cosa más triste y más solitaria.

El caso es que he vuelto a esa sala de estar y para mí ha vuelto a ser de noche y vuelve a estar lloviendo. Será que en la penumbra lo que no se ve se adivina y la realidad se imagina. Será que el susurro de la lluvia acompaña la cadencia de las palabras. Pero esta vez esas palabras no proceden de la Gaite; no, esta vez es con la Montero con la que me paso la noche hablando.

Vais a decir que estoy loca con tanta disociación. Y me encanta haber comenzado la anterior frase como lo he hecho, algo que para nada ha sido causal. Si me leéis habitualmente, tal vez hayáis detectado el guiño al título de la novela de Andreu Martín que reseñé hace bien poco. En concreto, hace de ello dos reseñas. Hace dos lecturas. Qué bonito que las lecturas nos señalen los días, las semanas, los meses, incluso los años en el calendario. Y es que si Rosa Montero ubica sus recuerdos por los libros que ha escrito o los amores que ha tenido, no sé por qué yo no puedo hacerlo por los libros que he leído.

Recordaréis, tal vez, que Francesc Ascás, protagonista y narrador de Vais a decir que estoy loco, estaba un poco (o muy) loco. Recordaréis lo hondo que me caló la soledad de Frank. Pues bien, al poco de comenzar a leer El peligro de estar cuerda me acuerdo de él porque me encuentro con lo siguiente:

"Estar loco es, sobre todo, estar solo. Pero estoy hablando de una soledad descomunal, de algo que no se parece en absoluto a lo que entendemos cuando decimos la palabra soledad. Aún no se han inventado las letras que puedan contener y describir una soledad así. Intenta imaginarlo: ya he dicho que la realidad se va al otro lado de un túnel, que es lo mismo que decir que tú te alejas de la realidad y pierdes todo contacto. De repente ya no perteneces a la raza humana; eres un alienígena, el único alienígena que conoces, desgajado de golpe de la piel del mundo. ¿Cómo vas a explicar lo que te sucede, a quién, con qué palabras, en qué lengua marciana que aún ni siquiera has aprendido? Somos animales sociales; la ruptura radical de todo nexo con los demás es sencillamente insoportable. [...] la locura [...] te hace creer equivocadamente que lo que estás viviendo solo lo has experimentado tú. Que no hay nadie con quien puedas hermanarte. Sentirte loco es sentir que de algún modo ya no perteneces a la especie humana".

La verdad es que estoy muy cuerda, tal vez demasiado. Sí, soy demasiado sensata. Pienso de más. Soy poco espontánea. Hay quien por ello me considera fría, distante. Tampoco me ha faltado quien acuda a mí en busca de cordura o de objetividad.

Rosa Montero me cuenta en este libro que "una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro, contra lo que la palabra parece indicar. De hecho, lo verdaderamente raro es ser normal. [...] la normalidad no existe. Porque el concepto de lo normal es una construcción estadística que se deriva de lo más frecuente. En primer lugar, que un rasgo sea menos frecuente no implica una anormalidad patológica, como, por ejemplo, ser zurdo (solo hay entre un 10 y un 17 % de zurdos en el mundo); pero es que, además, como el modelo ideal de individuo normal está confeccionado con la media estadística de una pluralidad de registros, no debe de haber ni una sola persona en el planeta que atine un pleno en el conjunto de valores. Todos guardamos en el fondo de nuestro corazón alguna divergencia. Todos somos rarunos, aunque, eso sí, algunos más que otros". El caso, pues, es que hasta los cuerdos somos raros y yo hay veces que me siento muy muy rara.

Lo que yo he ido descubriendo con los años es que allá cada uno con sus rarezas y que cada uno es friki a su manera, así como que, mientras esas rarezas no hagan daño a los demás ni le hagan daño a uno mismo, ni hay por qué esconderlas ni pasa nada porque se cultiven, menos aún si esas rarezas son fuente de felicidad. Así que allá yo con mis rarezas y allá que seguí barruntando cómo llegué de nuevo a esa sala de estar. Soy como una de esa especie de entomólogos de los que Rosa Montero me cuenta en un capítulo de este libro. Soy como uno de esos niños, de los que también me habla, a los que les es arrebatada tempranamente la infancia, solo que a mí, afortunadamente, no se me arrebató, aunque, eso sí, tristemente siempre he sido muy adulta. Pues bien, esos niños, para enfrentarse al dolor, sufren una especie de disociación, crean a un yo cuidador que piensa, que no siente, que les ayuda a anclarse a la adultez a la que acaban de aterrizar antes de tiempo evitando así que caigan al abismo. Así, mi yo doliente que no tiene de qué dolerse (todos tenemos de qué, pero lo que quiero decir es que no hay ningún dolor grave ni traumático en mí) continúa sumergida y disfrutando de la lectura, mientras que mi yo, más que cuidador, voy a decir pensante sigue dándole vueltas a cómo he llegado a esa sala de estar.

¡Bingo! La llamada. Ha sido la llamada. En El cuarto de atrás se produce una llamada similar, o que al menos a mi me recuerda a otra que me cuenta Rosa Montero. No me refiero a cuando el hombre de negro llama por teléfono al principio de la novela a C., es decir, a Carmen Martín Gaite, sino a un poco después, cuando vuelve a sonar el teléfono en la casa esta vez ya con el hombre de negro instalado en la sala de estar. ¡Hurra! Misterio resuelto. Me siento exultante con mi pequeña victoria.

Lo de decir que me siento exultante es una exageración por mi parte. No soy una persona que busque incansablemente momentos de euforia, lo cual dice poco a favor de mi locura, así como de mi creatividad. Tal vez estéis pensando que también dice bien poco a favor de mi felicidad, aunque yo no lo veo exactamente así. Como confiesa Rosa Montero haciendo alusión a unas palabras de Rigoberta Bandini, "es posible que los amantes de la intensidad [...] hayamos confundido la felicidad con la euforia". Como canta Dani Martín en su canción , apunto yo, "y queremos siempre rosas / y Venecia, Verona y París / y la vida es otra cosa". Pues bien, raruna como soy, no se me ocurre idea más cercana a la felicidad que saber estar en esa otra cosa que es en verdad la vida, lo cual no significa que siempre sepa estar, pues, como ya os he dicho, tengo tendencia a pensar demasiado.

Pese a esa tendencia y a lo analítica que he confesado que soy, lo que no se me había ocurrido es pensar en el porqué de que me haya sentido triunfal a pequeña escala al haber resuelto mi asociación entre el libro de la Gaite y el de la Montero. Estoy pensando en ello justo en este momento que lo estoy escribiendo. Lo estoy pensando porque la propia Montero ha sembrado la pregunta en mí y me ha dado la respuesta al releer para redactar esta reseña lo subrayado durante esta lectura, entre lo cual hay cosas como esta: "La existencia es un caos y uno de los servicios que prestamos los novelistas (una de las razones primeras por las que me lees, por las que yo leo) es dar una apariencia de causalidad y de sentido a una realidad que es solo furia y ruido. Incluso la novela más experimental y deshilvanada tiene un comienzo y un final y domestica de algún modo esta absurda agitación en la que vivimos. Las novelas son una pequeña isla de significado en el mar del desorden".

"Siempre he pensado que la vida es una lucha constante contra lo informe, esto es, contra la maldición de la entropía. Y, de hecho, un día descubrí que en realidad es exactamente así. En 2006 le hice una entrevista a James Lovelock, uno de los científicos más polémicos y originales de la segunda mitad del siglo XX. En los años sesenta trabajó para la NASA y le pidieron que desarrollara algún método de detección de vida en otros planetas. Propuso buscar una reducción de la entropía, es decir, del desorden. Y es que el equilibrio químico de la atmósfera posee un índice muy alto de desorden. De modo que, cuando se encuentra una atmósfera con una entropía baja (con un desorden bajo), en la que hay por ejemplo demasiado metano, o demasiado oxígeno, o cualquier otro ordenamiento químico anómalo, eso nos indica la presencia de vida. Porque es la vida la que altera el caótico desequilibrio químico y lo ordena. [...].

Esa idea de Lovelock de la vida como generadora de orden me pareció muy bella. Fue como la confirmación de algo que siempre supe, a saber, que el destino final del universo es el desorden y que el caos es una bestia colosal dispuesta a abalanzarse sobre ti para zamparte entero".

Pienso que el dolor que produce la locura debe de ser algo así, es decir, como la amenaza de una bestia colosal dispuesta a abalanzarse sobre ti para zamparte entero. No lo sé. Ahí sí que nunca he estado. Soy demasiado equilibrada, mi mente está demasiado amueblada, demasiado bien ordenada para perderme ahí. En un espectro de normalidad estaría en el extremo opuesto a ese quince por ciento de personas adultas de las que me habla Rosa Montero que tienen las neuronas sin podar. Se trata de las PAS, personas con alta sensibilidad. Me recuerda la escritora que en la adolescencia comienza una especie de poda neuronal en nuestro cerebro, en ese torbellino que es nuestra cabeza de niños para que, así, una vez que termine de madurar nuestro cerebro, en torno a los treinta años, este pueda centrarse en aquello que nos será útil para manejarnos en nuestra vida adulta. Me cuenta que hay personas, como los enfermos mentales y los artistas, en los que no se produce esta maduración cerebral. La poda no se produce como es debido. La imagen que se reproduce en mi podado cerebro mientras leo esto, ese enredado ramaje de dendritas y axones que salen de los cuerpos de los miles de millones de neuronas cerebrales, se me antoja bellamente metafórica. No puedo evitar pensar que tener un cerebro sin podar ha de ser algo así como tener un bosque profundo y salvaje en la cabeza. Sí, supongo que es mucho más probable que la bestia colosal aceche en un cerebro asilvestrado que en un cerebro de Ikea como el mío. No lo sé. Nunca me he encontrado con la bestia de frente. En donde sí me vuelvo a encontrar es en la sala de estar.

Es la llamada la que me regresa ahí. Sucedió hace años. Es de noche, pero en esta ocasión no llueve. Suena el teléfono en el piso en el que por aquel entonces vivía Rosa Montero. Es una mujer. Su tono es acusatorio. La llamada tiene que ver con un hombre. Son estas tres cosas (noche, mujer recriminatoria, hombre) las que me hacen acordarme de esa otra llamada telefónica que C. atiende en su casa la noche que la visita el hombre de negro. Esa llamada será el inicio de una historia en la que una tímida y pequeña bestia aparecerá intermitentemente en la vida de la escritora para abalanzarse sobre ella y rasguñarla con pequeños bocaditos. Esa historia me la irá contando intermitentemente Rosa Montero a lo largo de este libro en el que, por supuesto, me cuenta muchísimas más cosas.

Tal vez os estaréis preguntando de qué va El peligro de estar cuerda. Quizás lo hayáis ido intuyendo según me leíais. Muchos ya lo sabréis, al fin y al cabo, se trata del libro más recientemente publicado de una escritora muy conocida. Algunos incluso ya lo hayáis leído. Os cuento igualmente. El peligro de estar cuerda nace de un tema que apasiona a su autora, que es el de la creatividad y la relación que suele sobrevolar entre esta y la locura. La ecuación entre ambas, sin embargo, no es simple (como, por otra parte, casi ninguna lo es), pues "la creatividad no nace de la locura, sino que ambas condiciones muestran puntos de contacto, coincidencias. Yo lo veo como si fuéramos una especie de primos, de la misma manera que los seres humanos y los grandes simios somos parientes que descendemos de un ancestro común", nos cuenta la autora. No puedo negar que el tema me fascina.

A parte de lo que habrá leído anteriormente sobre un tema que tanto le interesa, Rosa Montero se ha pasado, para la redacción de este libro, leyendo durante tres años sobre el asunto. Ha leído a psicólogos (Montero, por cierto, además de periodismo ha estudiado psicología), psiquiatras y neurólogos. Ha leído a escritores que han mirado a los ojos a la bestia colosal de la locura o que la han sentido acechar, pues qué mejor que recurrir a ellos para documentarse sobre la relación entre la creatividad y la locura. No nos llevemos a engaño, sin embargo. El peligro de estar cuerda no es ningún tratado sobre el tema. El peligro de estar cuerda es una mezcla maravillosa de relaciones y asociaciones entre esas mencionadas lecturas sobre el tema, experiencia personal de la propia autora y también, y por qué no, una pizca de ficción. Para esta que aquí escribe hasta el libro que narra los hechos más realistas tiene algo de ficción y hasta la más pura ficción tiene algo de realidad. Por eso he alegado al principio de esta entrada a esos márgenes difusos que se alojan en las noches lluviosas, a esas esquinas de muebles adivinadas y esas sombras no vistas a la luz del día, pero, quizás por ello, más reales, que alumbra la literatura. Pero si es que hasta fuera de la propia literatura nos pasamos la vida ficcionando la realidad. Me cuenta Rosa Montero que existe un punto ciego en el centro de nuestros ojos y que es nuestro cerebro el que completa imaginariamente lo que no vemos, al igual que hace con los enfermos de glaucoma en los primeros estadios de la enfermedad, siendo por eso por lo que tardan en percibir su deterioro visual. Respecto a la ficción que hay en este libro, la propia autora confiesa en él lo siguiente:

"Y ahora déjame que te confiese algo: en este libro que ahora estás leyendo también hay ficción. No en las citas, no en los datos, no en aquellos detalles biográficos en los que sustento mis teorías. Pero sí, hay ciertos ingredientes que son imaginarios. Aunque lo más interesante es que precisamente las partes que no son verdad son las más verdaderas. Representan de una manera más profunda esa vibración en la frontera de lo tangible, esa realidad brumosa y resbaladiza que para mí es la esencia del mundo. "Sé que a veces hace falta mentir para que salga a la luz la verdad", decía Tove Ditlevsen".

Tove Ditlevsen y su Trilogía de Copenhague estaban ya en mi lista de pendientes antes de que Montero las sacase a relucir en este libro. No es la única escritora o escritor que me encuentro en él que ya quería leer. Pocos son, de entre los muchos escritores de los que me habla Montero y los que también cita al final de su libro, desconocidos para mí, lo cual es una bendición para esa mi interminable lista, y, aun así, me va a resultar difícil resistirme a alguno de los desconocidos como el filósofo Louis Althusser y, de poder conseguirla, su autobiografía El porvenir es largo. También me brinda este libro una de esas milagrosas casualidades que me encantan, aunque esta vez casi se me escapa. ¿Pudiera ser que fuera Tzvetan Todorov, pienso cuando me cruzo fugazmente con este nombre en esta lectura, el autor del libro que reposa sobre la cama de C. en El cuarto de atrás la noche en que la visita el hombre de negro? Bingo, nuevamente. Pero lo que de verdad me abruma son las muchísimas coincidencias lectoras que tengo con Rosa Montero. No voy a citarlas todas; no es ese el objeto de esta reseña. Dejaré solo dos nombres sobre los que volveré: Sylvia Plath y Janet Frame.

Si eres de los que te dejas caer por aquí con asiduidad, tal vez te haya sorprendido que me haya llamado la atención coincidir tanto en autores y también en algunos libros con Rosa Montero. Sí, creo que a estas alturas mi atracción por los escritores que están un poco tocados del ala no es ningún secreto. Os imaginaréis, pues, lo que he disfrutado reencontrándome e incluso redescubriendo a viejos conocidos, dando la bienvenida a los nuevos y escuchando la historias que me ha contado Rosa Montero sobre escritores adictos, suicidas, enfermos mentales... Pero no hay solo locura en estas páginas, el espectro de la no normalidad es amplio y lo que prima es la relación con la creatividad (el que los escritores me cuenten sobre el acto de escribir y la creación es algo que, como sabéis, también me pirra). Montero me habla de disociación, de obsesión, de la búsqueda de esos momentos de exultación, de inseguridad, de perfeccionismo (en estos dos últimos aspectos sí que me reconozco), de miedo: a la muerte, en muchos casos, de ese miedo que en tantas ocasiones podría estar tan íntimamente ligado a la locura. Escribió Rainer Maria Rilke: "He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado toda la noche y he escrito". Y en una carta de Emily Dickinson a un amigo se puede leer lo siguiente: "Tuve un terror - desde Septiembre - que no podía contar a nadie - por eso canto, como hace el niño cerca del cementerio - porque tengo miedo". El que canta su mal espanta y el que escribe parece ser que también. El miedo también es miedo a la soledad (otra vez la soledad y la locura de las que os hablaba al principio de esta reseña). "Por eso los escritores somos unos seres tan menesterosos de la mirada ajena; por eso parecemos vanidosos, buscando siempre el aprecio y el halago; por eso somos tan terriblemente frágiles ante las críticas [...]. Porque nos jugamos la aceptación en el mundo, la posibilidad de ser normales, la supervivencia y la cordura", me cuenta Rosa Montero sobre su profesión y me confiesa sobre ella misma: "De modo que creo que publicar mis novelas, mis pequeños delirios controlados [...], y lograr lectores que los acepten, comprendan y aprecien me sujeta a la tierra, me cose con los otros y por consiguiente con la realidad, impide las crisis de despersonalización". "El arte, creo que todo arte, es en primer lugar comunicación", también me dice la autora, y cuando leo esto no puedo evitar acordarme de una cita de Paul Auster que dice: "La literatura es esencialmente soledad. Se escribe en soledad, se lee en soledad y, a pesar de todo, el acto de leer permite una comunicación entre dos seres humanos". Sobre ese coserse con los otros, pero llevado a dimensiones de un tejido colosal, también me habla Rosa Montero en este libro. Y es que no es solo que seamos animales sociales, sino que una de las experiencias más maravillas que puede vivir un ser humano es sentirnos parte de un todo (y aquí, a saber por qué (bueno, sí lo sé, pero, si quiero llegar al punto final de esta entrada, no es aconsejable que me desvíe) me acuerdo de la novela El tiempo es un canalla de Jennifer Egan), algo que cuando se siente es una experiencia casi mística, una especie de comunión.

Cómo no sentarme en esa o en cualquier otra sala de estar, o incluso afuera en la calle oscura y mojada, a escuchar a Rosa Montero. Cómo no conversar con ella si no hay nada que nos pirre más a los lectores que hablar con otros lectores de los libros que leemos. Que sí, que la vida es otra cosa, pero qué sería de la vida sin esos momentos en Venecia, Verona y París. Dejaría gustosamente, pues, de escuchar embelesada a Rosa Montero, la escritora, y comenzaría a hablar de tú a tú con Rosa, la lectora. Te preguntaría, Rosa, si has leído a Marina Tsvietáieva. Yo creo que no lo has hecho porque, de ser así, no sé explicarme que no la hayas incluido en este libro. Tienes que leerla. Léete sus Confesiones. Te daría infinitas gracias por ese tremendo y maravilloso capítulo sobre Sylvia Plath y su tormenta perfecta. Ya antes me habías hablado de ella y me habías dejado algún detalle muy significativo no ya para entender sino para casi volver a leer (ganas me han dado de hacerlo) un relato de la estadounidense que ya había barruntado con unas intrincadas raíces autobiográficas y que creo que tú no has leído. Ambas hemos leído su novela autobiográfica La campana de cristal y su poemario Ariel. Tú has leído sus Diarios (yo, algún día). Yo he leído (diría que tú no) los relatos, ensayos y extractos de esos diarios (qué idéntica percepción hemos sacado de uno de ellos, lo cual ha supuesto para mí una especie de aceptación parecida a la que tú necesitas lograr con la aprobación de tus libros) contenidos en La caja de los deseos. Ambas sentimos adoración por Janet Frame, y es que quién no podría leer su autobiografía Un ángel en mi mesa y no quererla. Eso sí, tengo que decirte que discrepo contigo en algunas de las interpretaciones que has hecho de esa lectura, las cuales ni siquiera me han llevado a plantearme mis propias interpretaciones de otra forma, así como que me ha sorprendido muchísimo, teniendo en cuenta la temática de este regalo de libro que te has marcado, que hayas pasado por alto que esa romántica idea de que un toque de locura le viene bien a un escritor para triunfar contribuyó en cierta medida a que nuestra adorada neozelandesa terminara ingresada en un sanatorio mental. Y, ya que hemos llegado a este grado de intimidad lectora, yo también he de hacerte una confesión. Confieso que no te creo, Rosa, que, aunque no tengo pruebas, podría apostar algo a que me has mentido. Sabes de lo que te hablo, estoy segura. Sí, claro que lo sabes, se trata de la historia que comienza con esa llamada y que me has ido contando a lo largo de este libro. A ver, creer me la he creído, pero pienso que te la has inventado, que es una de esas mentiras que, a través de la ficción, tratan de hacer aflorar la verdad (aunque no tengo muy claro que lo haya logrado por más que me haya gustado esa historia). Y, a pesar de que esperaba cierta confesión final al respecto por tu parte, no me importa demasiado que hayas optado por seguir echando leña al fuego de tu ficción. En este libro la lectora he sido yo. Yo decido, por tanto, lo que doy por real o no.

Sí, he leído este libro embelesada no sólo por lo que me cuenta sino por lo bien que Rosa Montero me lo cuenta. Pero también he de decir que puntualmente me he salido del embeleso. Nada de importancia, brevísimos instantes que coinciden con las veces con las que la autora se sale de la narración e interpela directamente al lector. Rosa Montero nos deja en este libro un poema de Rafael Guillén titulado, en referencia a esos instantes de exultante belleza y de euforia que atesoramos para sentirnos vivos con mayúsculas, Ser un instante, que, al fin y al cabo, es lo que todos somos. Pues bien, esta lectura ha sido para mí como el negativo de lo que cuenta ese poema: una maravilla constante salpicada de instantes en los que la maravilla ha bajado en graduación. Parece ser que mis encuentros con Rosa Montero son así: magia que en algún momento se desvanece. Y es que algo parecido, pero en otro sentido, me ocurrió con su novela La buena suerte, de la que, por cierto, la autora cuenta en el libro que nos ocupa cómo surgió el momento fundacional (el huevecillo, como ella lo llama) para esa novela.

Toda noche llega a su fin y la que he pasado con Rosa Montero no podía ser diferente. Me gustaría decir que he estado contemplando el amanecer con la escritora, pero no ha sido así, sino que de repente se ha hecho de día y no sé muy bien cómo ha pasado. La sala de estar en la que estoy es la de la noche anterior pero a la vez no es la misma. Estoy sola y me siento resacosa, como si hubiera despertado de una ensoñación. Me asomo a la ventana. Ha dejado de llover. Sí, he llegado a la última página de El peligro de estar cuerda, pero no es por ello esta irrupción diurna y este golpe de realidad. Esto no es nada achacable a este libro ni a Rosa Montero como escritora, por supuesto, sino que es algo absolutamente subjetivo, pero así lo he sentido y así os lo cuento. Lo que me golpea y me devuelve a la realidad es el desencuentro respecto a Janet Frame, que se produce al final del libro, y la falta de confirmación de mi sospecha de que la historia que comienza con la llamada es ficción.

Toda entrada llega a su fin y esta no podía ser diferente. La he escrito, como todas, a cuatro manos. Por una parte, teclean las dos manos de mi yo niña que se entusiasma con lo que le trasmiten las lecturas y que gusta de jugar con lo que experimenta leyendo y de seguir el juego al contároslo. Por otra, las manos de mi yo más racional se aplican con las tijeras de podar para arreglar el alboroto y poner orden en la confusión: esto va aquí, esto va allá, aquí meto esta cita y no esta otra, esto mejor contarlo de este modo para que se entienda mejor, vale, sí, voy a darle un poco de cancha a mi otro yo para no matar de aburrimiento al que nos lea,... Ese segundo yo sigue pensando. Sí, sigo pensando en el porqué de que a una persona tan cuerda y tan poco imaginativa como yo le apasionen tanto temas como la creatividad y la locura y tenga tanta querencia por esos escritores torturados y en algunos casos malogrados. Estar loco es un peligro, sin duda, además del dolor que conlleva se dan casos de finales realmente trágicos. Pero, tal vez, encontrarse en ese extremo opuesto de ese imaginario espectro de la normalidad tampoco esté exento de peligro. "Si el Peligro de estar cuerda", dice un poema de Emily Dickinson al que debe el título el libro que nos ocupa, "Volviera yo a experimentar", continúa en el siguiente verso, "Es Antídoto el volverse- / Hacia Tomos de Sólida Brujería", concluye. "Me conmueven estos versos emocionados y esa sólida brujería de la literatura capaz de convertir la oscuridad en belleza", me dice Rosa Montero, y yo, como bien imaginaréis, no puedo dejar de compartir su sentimiento y su conmoción. Sí, la literatura me embruja y el embrujamiento me hace enloquecer. Tanto tiempo pensando que la literatura era magia y heme aquí, tras tantos años de lectora, descubriendo que en realidad es brujería. Leyendo me riego las neuronas para que me crezca el bosque. Dicen, además (y esto lo dicen quienes han estado allí), que de la locura se vuelve más sabio. Confesaré que a veces siento que vuelvo de algunas lecturas más sabia porque leer me permite coquetear con ciertos márgenes y regresar ilesa. Y es que la vida es cuestión de equilibrio. Los locos han de buscar ese equilibrio que les impida caer a la oscuridad del abismo. Los cuerdos hemos de buscar el propio para sacarle el máximo partido a ese frágil y fino cable de funambulista que es la vida. "Hay dos afirmaciones opuestas que sin embargo son igualmente válidas, porque la vida es contradictoria y paradójica, y esas afirmaciones son: Verdad número uno: Todos somos iguales. Verdad número dos: Todos somos diferentes". Así, pues, hay escritores locos que escriben para aferrarse al cable de la vida y hay lectores cuerdos que leemos para bailar sobre él.

"Quiero morir bailando, igual que escribo".

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