He decidido pintar marrón chocolate una de las paredes, ahora se lleva mucho, y el resto ya veré, crema, blanco puede. El sofá, no me gusta nada su tapicería, así que decido cambiarla. Gracias a Dios que tengo una grapadora. Y me esmero en dar forma a la tela que he comprado en rebajas y que es casi igualita a la de mi programa favorito. Por fin vuelvo a colgar las estanterías, poner el sofá en su sitio, atornillar y colocar los nuevos cuadros. Son de mercadillo, pero no se nota. Todo ello aderezado con el mix de música alegre y positiva buscada en You Tube. El aprobado final viene cuando mi marido entra por la puerta. Debe ser una sorpresa y vaya que lo es. Después de doce horas de trabajo cree que se ha equivocado y que, por error, se ha metido en la casa de mi vecina jubilada.No da crédito —me dice casi exultante—, que si he pintado una pared de color mierda, yo le digo que es marrón chocolate, pero nada, él insiste en la mierda. Que si el sofá parece tapizado con retales de colchas, yo aclaro que es étnico y patchwork. Que de dónde he sacado esos cuadros que parecen pintados por niños. Que poco entiende, le respondo que es arte contemporáneo. Es frustrante, me duelen todos los músculos de mi cuerpo, incluso los que no sabía que existían. Tengo el pelo salpicado de pintura imposible de quitar y sé que me lo tendré que cortar. He manchado los marcos de las puertas; no soy demasiado detallista y quería terminar rápido. Después, estaba tan cansada que lo he dejado, esperando que no se notara, pero sí que lo hace, sobretodo desde la puerta principal, que tiene una panorámica espectacular. Desde ella se divisa toda mi obra. En seguida entra la vecina, la jubilada de 85 años a la que hago compra semanal, y se emociona ante el cambio. Es igualita que la que tenía hace cuarenta años —me dice—, ¿cuarenta años? ya no puedo más y me derrumbo sobre el sillón étnico o yo que sé, porque la noche se ha echado y con las luces de las bombillas no me parece todo tan bonito. La pared es demasiado oscura para un salón tan pequeño. El tapizado es chillón, seguro que no me podré relajar en él. Y el mueble que he despedazado como si el espíritu de un poseso me hubiera invadido, luce en color ocre, formando un diseño imposible de determinar. Y eso que hice bien los deberes y medí, calculé, estimé. El aprietatornillos me mira parpadeando desde el televisor. Lleva cinco horas congelado, su sola visión me animaba a seguir. ¿Qué he hecho? mi casa no es una mansión canadiense con porche. Es un pequeño piso del extrarradio. Entonces lloro de impotencia, porque quiero volver a mis paredes blancas, a los visillos transparentes, a las fotos de familia en sus marcos negros. Y, sobretodo, a mi sofá grande, de tela ocre, lavable y repelente. Mi gata ya se ha subido en él y hay pelos por todas partes, que en la nueva tapicería se me hacen imposible de quitar, porque se agarran a ella como si fueran anzuelos. Entonces, fruto de un decaimiento en el que no me reconozco, comienzo a chillar. ¿Por qué, por qué habré visto este programa? Y me doy cuenta de que llevo dos meses, viendo en la sobremesa después de comer, a estos hombres que, desde su bonita oficina, te llenan el cerebro de pajaritos para que termines creyendo que eres capaz de todo, una macgyver del diseño.Menos mal que mañana vendrá un pintor y que mi tío, bastante apañado él, volverá a retapizarme el sofá. Respecto a los cuadros, ha sido fácil, se los he regalado a mi vecina. Desde entonces me trae flan y pudding todas las semanas. El mueble ha sido complicado, así que lo hemos conservado. Pero que conste que ha sido lo único.Ahora, en vez de ver programas de decoración, me dedico a
FIN.