En ciertos espacios, existe una idea estereotipada —y hasta caricaturesca— del trabajo intelectual. En estos círculos, suele repetirse que las reflexiones teóricas «no son para el pueblo» o que «el pueblo no las entiende»; que el pueblo no necesita «formación libresca» o que «el pueblo ya tiene todo claro», porque «vive la práctica» y ya conoce los caminos que conducen la historia. Pareciera ignorarse que teoría y práctica surgen de la fuerza y de la mística de las ideas, y que las ideas dan estructura y sentido a la realidad. Esa falsa dicotomía teoría/práctica, propia del pensamiento moderno/colonial/capitalista, es una de las características de una (ir)racionalidad, que divide la realidad y crea, como diría el sociólogo crítico Herbert Marcuse, hombres unidimensionales.
Ese adoctrinamiento —dicotómico, unilateral y fragmentado de la realidad— se convierte en un modo de vida, tal como lo describe Marcuse: todo es reducido a los términos de este universo. En su libro El estilo literario de Marx, Ludovico Silva, expone cómo la unilateralidad, caracterizada por Marcuse, es una práctica corriente, que se adueña de todos los espacios: entre los investigadores científicos de las universidades, por ejemplo, se piensa que la ciencia debe ocuparse tan solo de enunciar, en tanto que el denunciar debe dejarse para los políticos (y se actúa en consecuencia; incluso expresan la irritación y el rechazo que les produce que un científico plantee denuncias, caladas de musculatura ética); una apología a la división del trabajo y de nuestras capacidades, que asumimos como si fuese natural. Así se cree que unos/as están para hacer el trabajo intelectual; y otros, para el práctico. Tal mirada unilateral niega que todos y todas necesitamos la trabazón indivisible reflexión/práctica, para ser capaces de responder a las contradicciones históricas y del presente. «Por variados que sean los conocimientos en unos —argüiría Simón Rodríguez—, por profundos que sean en otros, por muy versados que estén algunos en los negocios de la vida y por grande que sea la filosofía de los pocos que piensan siempre, no deben llevar a mal el que se les recuerde lo que saben, o se les haga reflexionar». Para superar los términos de la alineación que produce la división del trabajo y de la realidad —nos dice Marx—, el ser humano debe «apropiar su ser omnilateral de un modo omnilateral y, por tanto, como hombre [ser humano] total».
¡El papel protagónico del pueblo se acentúa en la medida en que este se hace autoconsciente! La revolución, como transformación radical de la realidad y de un pueblo, empieza con la toma de conciencia de la necesidad de otras formas de existencia humana, frente a una cultura hegemónica que atenta contra la vida. Ese nuevo humanismo requiere de la relación teoría/práctica.
La práctica es la realización de las teorías; pero, por sí misma, la práctica se enriquece cuando se sintetiza en la reflexión continua. ¡Es imposible que haya revolución sin una teoría revolucionaria, que parta de la práctica y regrese a la práctica! La coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace es lo que fortalece la articulación con las experiencias de lucha y de organización comunitarias. En esta tarea, tal como apunta el antropólogo venezolano José Romero-Losacco, «hay personas que necesitan de algún libro para comprender que estamos ante estructuras sistémicas de una civilización de muerte; mientras existen otras, cuyas vidas cotidianas darían para escribir mil libros sobre cómo opera dicha civilización. No se trata de “formación libresca”, mucho menos de entrenamiento. ¡Tampoco de repetir, hasta el cansancio, algún ejercicio hasta que la grasa del sistema deje el cuerpo! ¡No existe el gimnasio para la crítica!; justamente creer esto es parte del problema: termina haciendo creer a algunos que ellos son “los mejores entrenados”, “los coaches del antisistema”, “los influencers del anticapitalismo”. Si pensamos que, al final, todo se reduce a la “opción libresca” o al entrenamiento, nos estaríamos moviendo dentro de los mismos términos teológicos del capital».
La revolución de las conciencias, con las cuales se va a producir esa realidad y esa humanidad nuevas, surge de la reflexión en la práctica cotidiana: no solo se puede contestar desde el activismo; para construir alternativas, se necesitan modelos y cosmovisiones alternativos. Ello significa que el pueblo debe hacerse cargo de su propia conciencia, esto es, de reflexionar, de problematizar, de recuperar, en este presente, el pasado y el futuro que la modernidad nos ha querido negar y que, hasta ahora, no ha logrado del todo; porque el verdadero sujeto de la revolución es el pueblo (en el sentido de Juan José Bautista), cuando como comunidad, se reúne en torno al proyecto de hacerse cargo de su propia subjetividad, de su propia razón de ser y de su historia. En otras palabras, ahora hay que pensar desde nuestros propios pies. A partir de este ámbito, se puede recuperar la verdadera autoconciencia humana [el ser humano consciente de sí mismo y de su comunidad] como la esencia suprema —en palabras de Franz Hinkelammert—; y hacerse Prometeo (no el Prometeo de la narrativa eurocentrista, sino el Prometeo que se hace hombre, para que el hombre se haga Prometeo y se enfrente no solo a los dioses en el cielo, sino a los dioses en la tierra: el mercado, el Estado burgués, la ciencia moderna/colonial, la racionalidad moderna).
Ese pueblo autoconsciente, que actúa como comunidad, es el que puede salvarse como pueblo; un pueblo capaz de discernir el peligro de dejar en otros/as la responsabilidad de pensar, a fondo, y reescribir la historia. En este nivel es donde el pensamiento crítico tiene significado: empezar a pensar en torno al ser humano que queremos ser y cómo podemos llegar a serlo.
El sujeto principal de la praxis liberadora es el pueblo autoconsciente que emprende procesos de reflexión, organización, articulación y movilización, como comunidad, para transformar aquellas realidades que le oprimen; la opción ética de quienes se sumen a esta lucha (ya sea un partido político; dirigentes, científicos o intelectuales) no puede pretender sustituir a este sujeto histórico, en el proceso de comprensión de los problemas ni en la búsqueda de alternativas superadoras.
La revolución solo se va a producir cuando el pueblo autoconsciente crea en sí mismo. ¡El pueblo debe comprender que, él mismo, es el mesías! Pero, ¡ojo!, cuidado con las romantizaciones.
Los pueblos, en su pasaje reflexivo, deben ser capaces de interpelar su «sentido común» (¡el sentido común es una construcción cultural, histórica!); su manera de mirar, de pensar, de sentir, de hacer; el horizonte de sentido que los mueve. El maestro andino-amazónico Rafael Bautista advierte que es vital estar alerta, por cuanto la modernidad ha aburguesado y ha colonizado el ámbito de las expectativas del pueblo; el pueblo también puede ser un depositario de los anhelos modernos, cuando tiene afanes burgueses: un pueblo que ya no ve a la Tierra como madre, sino que la ve como un recurso, como una mercancía que se puede explotar, para satisfacer las necesidades y las preferencias humanas. ¡Allí nos toca hacer un trabajo de pedagogía de la liberación!
Con cada hombre que nace, hay que emprender el trabajo. Como alerta Simón Rodríguez, «más es el daño que hace, a la sociedad, un viejo ignorante conversando con su nietecito, que el bien que promuevan mil escribiendo… volúmenes! El muchachito es capaz de corromper la razón de todo un barrio, si alcanza a vivir en él 40 años —y de los libros de los mil filósofos, apenas vendrá uno que otro, entre millares, a leer algunas páginas… por distraerse, las más veces—».
Producir un nuevo tipo de (inter)subjetividad es la tarea revolucionaria más profunda, para construir relaciones verdaderamente humanas, que permitan la reproducción de la vida. Debemos recordar que donde, realmente, se objetivan los mitos y las utopías es en las subjetividades; es ahí donde se encarnan y constituyen los sistemas de creencias y valores.
Los pueblos tenemos la responsabilidad de estudiar las raíces de nuestros males y de examinar las alternativas históricas. Los pueblos debemos problematizar los principios del sistema moderno/capitalista instalados en nuestros cuerpos, en forma de esquemas de percepción, pensamiento y acción, que funcionan, en cada momento, como matriz estructurante (habitus, según Pierre Bourdieu) de nuestras percepciones, apreciaciones y acciones. En este ejercicio, toca preguntarnos: cuánto de lo que somos forma parte de la identidad del proyecto moderno/colonial. No podemos obviar que, según la tematización de Herbert Marcuse, el progreso técnico de la modernidad —extendido hasta ser un sistema de coordinación y de dominio— crea formas de vida (y de poder) que legitiman una civilización irracional (léase: violenta, dominadora y explotadora) y parecen tener la capacidad de contener los procesos de transformación, al imposibilitar el anhelo de un orden diferente. ¡Pero la historia tiene caminos de liberación!
La autoconciencia implica, además, entender la autocontradicción (¡no negarla!); comprender que la mayoría de quienes vivimos en los Sures globales contamos con una experiencia moderna/colonial, que se ha hecho identidad en nosotros/as; pero que también tenemos una raíz comunitaria, heredada de nuestros ancestros. Es este nivel de conciencia el que puede permitirnos tomar distancia de la posición del proyecto moderno/colonial y avanzar en la construcción de conocimientos, teorías y categorías, con los cuales se pueda transitar a un modo de relación distinto, en el que la vida de todos y todas sea posible.
Hacernos cargo de nuestra historia es recuperar esa raíz comunitaria, de los pueblos originarios, que está presente y nos ha acompañado en toda nuestra historia; y compartirla en cada vereda, en cada territorio, en cada hogar, en cada canto. Como pregonan los versos del poeta Manuel Machado, «hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son».