En la medianía de esta Semana Santa que agoniza se han cumplido 19 años de la Inauguración de la Expo 92, un acontecimiento que cambió de manera radical la faz de esta ciudad para siempre y tal vez algo más.
Como describe excelentemente Carlos Mármol en su columna de Diario de Sevilla, esta ciudad, que se jacta de nutrirse de un pasado esplendoroso, es luego perfectamente capaz de hacer del olvido la ley más implacable para consigo misma.
En palabras del propio Mármol, y gráficamente expuesto, “teniendo en cuenta que estamos en una ciudad que presume de ser madre y maestra en la recreación artística de la muerte de Cristo (acontecida en Palestina hace más de veinte siglos), resulta harto llamativo que no seamos capaces ni siquiera de evocar discretamente hechos muchos más cercanos a nuestra historia que sucedieron hace menos de veinte años”.
Por aquellos días ya lejanos, alguien me contó una anécdota durante la ceremonia de inauguración que aseguró ser verídica. Dicha anécdota, que desistí de contrastar, porque en su propia concepción ya albergaba la suficiente fuerza poética como para tener vida propia, dio lugar al relato que viene a continuación y que traigo aquí a colación de la no celebrada efeméride.
El peluco del rey
Sevilla dormitaba desde hacía meses en un frenesí de obras, similar al que la embargó sesenta y cinco años atrás, y del que parecía que no iba a despertar jamás. La ciudad entera padecía una transformación espectacular que la depositaría en plena modernidad del siglo entrante sin paradas intermedias.
Voltearon los pavimentos para cambiarlos por otros nuevos, reconstruyeron piedra a piedra edificios olvidados durante siglos, levantaron majestuosos puentes que enlazaban ambas orillas del río milenario que la seccionaba en dos mediante la curva de arco tensado de uno de sus brazos, recuperado por fin para uso y disfrute de los sevillanos, y que, hasta entonces, sobrevivía como un náufrago entre la suciedad y la pestilencia causada por la desidia de los hombres.
El día que todo concluyó, Sevilla lucía como un diamante pulido y sus gentes se lanzaron a la calle a celebrarlo. Era el 20 de abril de 1992 y se inauguraba la Exposición Universal que la mostraría a los ojos del mundo. A media mañana estaba previsto que el rey, con toda su comitiva, llegase al recinto para cortar la cinta con los colores nacionales que diera por inaugurada la exposición y ofrecer el discurso de rigor ante los embajadores de todos los países allí presentes.
Aquella calurosa mañana de primavera toda Sevilla se movilizó para vivir el evento. La ruta de la comitiva regia era un peregrinar de banderitas ondeadas al aire por los ciudadanos, que agitaban las manos al paso del cortejo saludando a la real pareja.
Cuando el lujoso automóvil alcanzó la explanada del Monasterio de Santa María de las Cuevas, la multitud agolpada tras las vallas vigiladas por el inexpugnable cordón policial rugió como si de una sola garganta se tratase. El rey y su esposa se apearon del coche y se acercaron a saludar a su pueblo, estrecharon manos que se les ofrecían por encima de las cabezas, besaron niños izados en el aire por los brazos de sus padres, acariciaron ancianos sonrientes y monjitas desocupadas y se dirigieron al interior del recinto donde se celebraría el acto oficial ante el clamor de los aplausos.
Se disponía el rey a atravesar el impresionante doble portón del edificio, cuando requirió con una sólida mirada convenida la presencia de su jefe de escolta, que acudió de un salto a depositar su oreja con pinganillo electrónico a los pies de los labios regios.
-El reloj.- dijo en tono seco.
-¿Qué reloj, majestad?-
-¡Cuál va ser, coño!- protestó el rey- El rólex de oro que me regaló Sofía, me lo acaban de robar mientras estrechaba manos.-
El rostro del jefe de escolta se transparentó al momento y dejó ver al trasluz la geografía futurista de los pabellones que se extendía al fondo.
En ese mismo instante se puso en marcha una operativa policial, engrasada mediante duros entrenamientos y simulacros durante meses, que puso patas arriba las praderas intocables del hampa local. No hubo carterista, maleante o mangante que no fuese interrogado en los dos días que el rey permaneció en la ciudad. Los abordaban en plena calle, en los bares, en sus casas, sin importarles para nada la presencia de curiosos o testigos, y les preguntaban de forma directa por el peluco del rey, respondiendo ante las negativas con una soberana manta de palos y la amenaza de volver al día siguiente si el reloj no aparecía.
En aquellas dos noches durmió bien calentito el inagotable batallón del hampa sevillana, pero no hubo noticias del reloj, por más hostias que repartieron, y para deshonra del Jefe Superior de Policía, y el rey tuvo que regresar a Madrid teniendo que saber la hora a través de sus escoltas y disimulando, para que su esposa no se percatara que le habían birlado el reloj de oro que le regaló por el aniversario de boda con una inscripción conmemorativa con su nombre al dorso.
Y la cosa podría haber quedado ahí, con la policía apaleando en público a cuanto chorizo y drogadicto se cruzaba en su camino, hasta que al Jefe Superior se le olvidase el deshonor, de no ser porque una apacible mañana de principios de mayo, dos semanas más tarde, un gitano elegante y con estampa de torero se presentó en la comisaría de La Gavidia y comunicó al policía que montaba guardia en la entrada que venía a entregar un reloj de oro que se había encontrado mientras paseaba por un parque de Cádiz.
Al enterarse de la nueva, el Jefe Superior de Policía ordenó que lo llevasen ante él de inmediato. Con el reloj ya en sus manos, comprobó que era la causa de su deshonra cuando, al voltearlo, pudo leer la amorosa inscripción grabada al dorso y firmada con el nombre de la reina. Su mirada de rayo atravesó al gitano sentado al otro lado de su mesa, que permanecía impasible, oteando el patio que se adivinaba tras los ventanales a espaldas del comisario.
-Y bien, -le dijo- cuéntame la historia.-
El gitano se recostó con comodidad sobre el respaldar del asiento y comenzó a narrar en una lengua de siglos, mientras el comisario, todo oídos, paseaba la estancia presa de la impaciencia.
Le dijo de su paseo matutino por el parque de Cádiz, donde acudía a tomar el sol cada día para enjugar sus aburridas mañanas de parado de larga duración, del destello que lo deslumbró en la hierba desde donde lo llamaba aquel espléndido peluco sin dueño, de la impresión que le causaron las palabras tiernas estampadas en el reverso, que conmovieron su corazón hasta el punto de decidirse a entregarlo, porque tanto amor como contenían no podía tener otro destinatario que aquel para el que fueron escritas y porque aquella firma de Sofía Reina le sonaba bastante, aunque no fuese capaz de recordar a quién, sin duda una paya muy principal, dada la calidad innegable de la pieza, y que por eso se había venido a Sevilla a entregarlo, por si se había establecido alguna recompensa para el que lo recuperase.
El Jefe Superior de Policía no pudo controlar el acceso de ira y con la cara enrojecida se le acercó por detrás y le propinó una bofetada en la nuca que a poco hace que la cara del gitano se estrellase contra la mesa de nogal.
-¿Con que en un parque, eh?- masculló enfurecido.
- Comisario, -farfulló el gitano, esbozando su sonrisa más maliciosa- no me pegue en la cabeza, que estoy estudiando.-
Aquella misma tarde el gitano regresó a Cádiz con cincuenta mil pesetas en el bolsillo y un ligero escozor en el cogote, radiante y alegre ante la juerga que se le avecinaba, mientras el comisario permanecería hasta altas horas postrado sobre su lustrosa mesa, intentando articular el informe oficial que a cada frase se le hacía más cuesta arriba.