Vencida en todos los frentes en que se la combatió, desde el policial (captura de comandos y cúpulas dirigentes) hasta el social (cada vez menor apoyo popular) y político (rechazo unánime de los partidos y frente antiterrorista), pasando por el de la financiación (obstáculos a las extorsiones y control de las herriko-tabernas) y el judicial (colaboración con Francia y extradiciones), ETA, a la que se le había ofrecido en diversas ocasiones y por distintos gobiernos (Felipe González, Aznar y Zapatero) un diálogo para que dejara de matar pero que siempre ha despreciado y roto en el último momento –optando por volver a lo único que sabía hacer: seguir matando-, no ha tenido más remedio que cesar su actividad armada, silenciar las armas para finalmente disolverse y entonar un perdón tan forzado y justificativo que a nadie ha gustado y, menos aún, convencido. Es lo que se desprende del comunicado que el viernes pasado difundió en los diarios vascos Gara y Berria, en el que reconoce haber “provocado mucho dolor” y querer “mostrar respeto a los muertos, los heridos y las víctimas” de sus acciones, aunque limita ese perdón a los “ciudadanos y ciudadanas sin responsabilidad alguna” que han sido perjudicados por causa de las “necesidades de todo tipo de la lucha armada”.
ETA ha sido despiadada y cruel en el medio siglo en que se dedicó a usar la violencia sanguinaria como vía para imponer sus ensoñaciones independentistas y crear una imaginaria nación vasca que incluiría a Euskadi, parte de Navarra y algunos territorios franceses del otro lado de los Pirineos. A tal fin se autoproclamó organización de “liberación nacional” y pretendió justificar sus acciones reescribiendo la historia e inventándose una supuesta invasión española de Vascongadas, cuyo pueblo habría soportado, así, una opresión y un sufrimiento sin límites, males contra los que ETA estaba dispuesta a defenderlo y liberarlo mediante el asesinato y las bombas a mansalva e indiscriminadamente. Desde su fundación en 1958, allá por el tardofranquismo, y la realización de su primer atentado en 1961, hasta el cese definitivo de su actividad armada en 2011, ETA ha sembrado de muerte, odio, enfrentamientos y división, no sólo al pueblo vasco, sino al conjunto de la sociedad española, con un saldo de cerca de mil personas asesinadas, muchas más “exiliadas” de su propia tierra, por haber sido objeto de acusaciones y amenazas, y un número incalculable de familias condenadas a reprimir sus opiniones, guardar un prudente silencio en lugares públicos, evitar relaciones y amistades con el “enemigo” vecinal, hacer alarde de equidistancia e incluso convivir diariamente con sus verdugos para poder vivir “en paz” donde nacieron o trabajaban. Esa es la atmósfera que refleja con escalofriante fidelidad la novela Patria de Fernando Aramburu, de lectura obligada para quienes no vivieron, no conocieron o quisieron ignorar los años terribles del infierno de ETA, una página negra de nuestra historia.
ETA, a la que ni la democracia consiguió aplacar pero sí doblegar (el 90% de sus asesinatos los cometió durante la Transición y en plena democracia), y que va a acabar sus días con el triste “mérito” de ser la última banda terrorista de Europa, pretende ahora, camuflándola en la retórica de un simulacro de disculpa, reivindicar la legitimidadde su “trayectoria armada” debido a la existencia de un “conflicto político e histórico” con el Estado, que “no debió prolongarse tanto en el tiempo”, y a causa del cual “en estas décadas se ha padecido mucho en nuestro pueblo”. Llegado el momento de su disolución, expresa en el comunicado su “compromiso con la superación definitiva de las consecuencias del conflicto y con la no repetición”, por lo que espera que “todos deberíamos reconocer, con respeto, el sufrimiento padecido por los demás”. Es decir, ETA no admite haber provocado ni infringido el padecimiento “en nuestro pueblo”, como tampoco reconoce como víctimas a todas las personas por ella asesinadas inocente e inútilmente. Exonera y contextualiza la violencia sanguinaria que ejerció, donde la vida humana valía menos que su ideal político nacionalista, en la supuesta existencia de un “conflicto histórico y político” que ella no reconoce haber provocado con el Estado español. Todo es ajeno a su voluntad, por lo que su arrepentimiento es siempre y únicamente parcial.