El pianista de la calle del carnero -relatos cortos-

Por Orlando Tunnermann



En el número nueve de la calle del Carnero, en la última planta, las notas adormecidas de un piano despertaron la curiosidad de Ivanka Savisevic.

Había luz en la vivienda, mortecina, como de candela a medio extinguir. Eric Satie rompía la noche con su nostálgica sonata de rumor de caracola y hojarasca quebrada.
Los recuerdos poseen la viciosa costumbre de presentarse sin ser invocados previamente. Así, penetraron en las estancias privadas de la vida añorada de Ivanka, dando cuerda a las manillas empolvadas de un reloj de momentos olvidados.
Cada noche, despiertan las horas tardías en compañía de una melodía pianista y un cirio cimbreante que ilumina una habitación angosta y umbría. En el número 9 de la calle del Carnero, en la última planta, vive desde hace dos semanas Gregor Vasiliev, un inmigrante moscovita que en su tierra natal se ganaba la vida como gran maestro concertista.
En el buzón, una etiqueta rugosa y de tonalidad cetrina reza: Eulalia del Val Formelloso.
Ivanka se queda entre perpleja y dubitativa y pregunta a una mujer, que en ese preciso instante irrumpe en el portal. Le mira con desconfianza. Por su porte, Ivanka deduce que se trata de una mujer de costumbres inveteradas y mentalidad arcaica, sin posibilidad alguna de remozamiento.
Sobrepasó los sesenta hace lustros, y viste como esas vírgenes que salen en procesión, toda engalanada y pulquérrima. Jacinta Vallés se queda petrificada, a escasos metros de la desconocida congelada delante de los casilleros.
Su aspecto es astroso y desarticulado, censura Jacinta, con un mohín de repugnancia inevitable. Tiene la muchacha los ojos de un verde metálico y su cabello es anaranjado como una hoguera. En sus vestimentas estrafalarias predominan los rombos y los círculos amarillos, nadando sobre un negro lecho basáltico regado con flores rosas y violetas.
Su preciosa melena ensortijada está coronada por un gracioso sombrero de tela gris con petunias amarillas, dibujadas por la mano inexperta de un pintor neófito o extremadamente pueril.
Sus manos acaban rematadas en unas falanges largas y estrechas. Las cubren sendos guantes de terciopelo negro con lunares amarillos y rojos.
Dice llamarse Ivanka, explica la desconocida con su preciosa voz de evidente linaje foráneo. Ha escuchado la melodía de un piano y siente curiosidad. Ella tocaba el arpa en una orquesta de su Split natal. También el bajo, el saxo, el clarinete y la flauta. Le embarga la añoranza.
El sonido del piano ha revertido el presente y, por un instante, ha retornado a su patria para ser de nuevo Ivanka Savisevic, una concertista croata respetada y admirada.
Ahora su mayor fortuna es la rala calderilla dispersa en sus bolsillos y un arpa de segunda mano, que ha comprado con arduo esfuerzo y unos austeros ahorros.
-Debes referirte a Gregor, un joven ruso muy amable que se ha instalado en casa de Eulalia –Le explica Jacinta con un deje más que evidente de impaciencia y displicencia.
Añade poco después, tras asistir al recalcitrante interrogatorio de Ivanka, que: “… ese chico es muy manitas, y además toca el piano a las mil maravillas. A Eulalia le hace compañía y ameniza sus tardes con música”.
Hay una pizca de envidia en sus palabras. Ivanka finge que no se ha dado cuenta del matiz.
-Me gustaría mucho conocerle
-Llámale al telefonillo, en la calle, antes de subir –Parece una amenaza- Dña. Eulalia es una señora mayor y no le gusta que la molesten.
Y a ella tampoco, deduce la risueña y vivaz Ivanka.
La conversación con Gregor arranca a tropezones, deslavazada, sin trabazón. El abismo del infausto diálogo dura un instante. Después, hallan ambos un puente conectivo: la música.
Se oye un eléctrico zumbido como de moscardón. Se abre la puerta. Ya puede subir.
Jacinta la espía mientras espera a que llegue un ruidoso ascensor que parece anterior a la posguerra. Se ha entretenido revisando la propaganda que cuelga de las rendijas de los buzones, como si de veras le importara un ápice lo que ofrendan esas cuartillas comerciales. Ivanka inhala su desdén. Intuye que el espionaje es una de sus aficiones predilectas, que ejercita como un culto malsano e intrusivo.
Ya está aquí, suspira aliviada Ivanka. Desaparece del campo de visión de la “virgen procesionaria”. El elevador ancestral se detiene en la última planta. Ivanka se erige como una esfinge delante de una puerta de madera oscura y sobria, con una enorme aldaba dorada y reluciente que pende como un gran ojo centinela.
Aporrea la áurea argolla, rematada en la faz de un rugiente león. Inmediatamente se apercibe de su error. A mano izquierda hay un timbre. Ya no tiene importancia. Viene alguien. Escucha unos pasos presurosos al otro lado de la puerta.
Un suave crujido de bisagras rompe el misterio y el semblante del pianista cuando desaparece la frontera cerrada.
Gregor… tiene que ser él… es un hombre alto de unos 35 años de edad, de rubios cabellos y piel clara. Sus ojos verdes son remansos serenos y exudan confianza y bondad. Es la típica estampa del hombre tranquilo forjado a través de las teclas de un piano.
-¡Hola, me llamo Ivanka! –Recuerda arrepentida que este detalle ya se lo había adelantado a través del interfono. Se siente un poco patosa.
-Yo soy Gregor –Le tiende una mano lánguida. Su español es bastante bueno, con un deje extranjero indeleble-
-¿Quieres pasar? –Se ofrece gentil-
-Claro –Accede sorprendida-
La casa es inmensa. No tuvo antes esa impresión, cuando la observara con cierta dosis de arrobo desde la calle. Es un buen comienzo, tanta amabilidad con una completa extraña.
Desde alguna región recoleta llegan deliciosos efluvios de café recién molido.
-Hace días que escucho tu música cuando paso bajo tu ventana.
Dispara Ivanka sin proemios. Enseguida, desciñe la lengua y subraya su pasión por la música. Menciona su queridísima arpa de segunda mano. Muy afligida le hace partícipe de su congoja cuando tuvo que abandonar Croacia a regañadientes. Por supuesto, explica, sueña con retornar y formar nuevamente parte de una gran orquesta. Habla sin fuelle, sin reparar apenas en el magnífico salón de retratos, iluminados de una manera un tanto lóbrega por una fabulosa araña palaciega.
En una sala contigua, umbría y angosta, se adivina la silueta de un piano de estirpe ancestral. Es su piano, el piano de su embeleso, el piano que le ha arrastrado hasta aquella casa de tonalidades adustas y personalidad nobiliaria.
Es el turno de Gregor cuando aparece Doña Eulalia con una preciosa filigrana de bandeja de porcelana de motivos chinos. Llega cargada de cafés para todos, pastas de chocolate y pan tierno recién tostado.
Ivanka queda abrumada ante tamaño despliegue de cortesía. Sus días en Madrid comienzan a desprenderse de la monocorde sensación de tedio y rutina. Eulalia tiene una edad indefinible, acaso agazapada entre los destellos de su ajuar, que complementa su vestimenta sobria pero elegante, exquisita y distinguida.
Su porte es altivo, pero en el trato, se muestra distendida y cercana. Su faz parece contraída, alerta y torva, pero cuando se relaja todo viso de animosidad se desvanece.
El café es delicioso. Entre sorbo y sorbo Ivanka deja entrever sus cuitas. Lleva más de 3 años en Madrid. Actualmente está en paro. Recientemente trabajó en la cafetería “Barbados”, muy cerca de la Plaza Mayor. El negoció quebró…
Vive con una compatriota en un pequeño estudio junto al estadio Vicente Calderón. Pagan 700 euros por habitar en una ratonera de poco más de 50 metros cuadrados.
Cuando Gregor toma el relevo monologuista, lo hace sentado al piano. Reunidos en la pequeña habitación, Eulalia e Ivanka escuchan fascinadas su historia. Es su letanía una recopilación de acontecimientos ligados a la pobreza, aleada con grandiosos vislumbres de alegría con los episodios referentes a su notable trayectoria musical.
Él es un recién llegado. Se encarga del mantenimiento de la casa y atender a Dña.Eulalia, quien tiene a bien dejarle usar el piano; algo que ella le agradece encarecidamente, pues lo considera virtuoso y excelso.
La velada está llegando a su conclusión. Ivanka se resiente por tener que abandonar este hogar majestuoso, donde la música de un piano deja escapar cada noche notas evocadoras de una etapa extinguida y añorada.
Ya se ha levantado y se dirige a la salida cuando irrumpe la voz educada de Dña.Eulalia.
-¿Y dices que tienes un arpa?
Es extraña la digresión, amén de intempestiva. La tertulia ha finalizado, y también el breve recital de piano de Gregor. Es el momento de las despedidas. Desconcertada, responde:
-Sí, es de segunda mano, pero está en muy buen estado. La compré con toda la ilusión del mundo con los primeros ahorros de cuando trabajaba en la cafetería.
-Tráetela mañana, ¿puedes? Me gustaría mucho oírte tocar.
La propuesta de Dña.Eulalia le deja perpleja.
-Claro, me encantaría –Se le ilumina el rostro-
Trabajaste en una cafetería. Seguro que sabes cocinar… -Continúa Dña.Eulalia. Se prolonga el inevitable momento de la despedida-
-Sí, por supuesto. Además se me da muy bien. –Responde orgullosa Ivanka-.
-Me vienes como anillo al dedo. Te espero mañana, ¿sobre las 11:00? ¿Te interesa?
-Claro. Muchas gracias, claro que me interesa. Es usted muy amable.
Ivanka no puede creerlo. La música de un piano le ha llevado hasta una nueva oferta de trabajo; le ha llevado hasta su música, su arpa, una cita con su pasión relegada al pasado.
Gregor la mira sinceramente complacido. Le da la enhorabuena y le guiña un ojo. Dña.Eulalia ya se ha dado la vuelta y penetra en el recinto “filosofal” de la sala de los retratos.
Ivanka abandona la vivienda esperando ya con alborozo el advenimiento del nuevo amanecer.
No le importa en absoluto sorprender a Jacinta Vallés espiando a través de la ranura de una puerta entornada intencionadamente…