El pianista de la calle del olvido -relatos cortos-.

Por Orlando Tunnermann

Ha vuelto a fluir la gente por las aceras desaseadas de la calle del olvido. Los toxicómanos, las bandas de maleantes y facinerosos, todos ellos han emigrado hacia arrabales menos populares. Los transeúntes quieren escuchar tocar al pianista de la octava planta del número 23. Nadie sabe su nombre; ni siquiera Vanessa Coello y Martín, la propietaria del inmueble donde la música flota en el aire como la brisa suave del amanecer en un mundo nuevo. Le encontró en la playa, se dice por ahí, balbuceando vocablos ininteligibles en una lengua que suena parecida al islandés. No ha vuelto a pronunciar palabra alguna. Erik, así le llama Vanessa en memoria de su esposo fallecido, se comunica a través del piano, igual que hacía Leonardo, su marido. Callado y taciturno,atractivo y hermético, atormentada su expresión herida, sus manos son como gaviotas que no pudieran dejar de moverse en un cielo límpido y azul. Le ha tomado cariño Vanessa; le ha adoptado como si fuera un gatito callejero que no supiera caminar. Debe tener unos 30 años. Su cabello es rubio y los ojos como el mismo mar que le arrastró hasta las playas de Mallorca. Han pasado poco más de tres semanas desde que aquella tormenta de septiembre le depositase junto a las rocas que perfilan el litoral de Cala Morlanda.
Está sonando una tonada. Es la nostálgica "Serenade" de Schubert la que fluye a través e la ventana entreabierta, dice una mujer de unos sesenta años. No parece una vulgar diletante, sino más bien una tenaz conocedora de la música clásica. La gente se  arremolina bajo el edificio de la música, como ya lo dan en llamar. El piano reconforta sus corazones como un elixir de eterna felicidad. El pianista esta imbuido de notas y partituras que manan libérrimas en su cabeza, mientras Vanessa le escucha absorta, con lágrimas en los ojos, evocando acaso a su Leonardo, sentado en esa misma silla cinco años atrás.
Erik sabe que afuera la gente espera oírle tocar. Hay un nuevo rictus de complacencia en la boca de labios generosos que recientemente aprendieron a sonreír. Nunca sale a saludar, no se despega de la silla, como si temiera el pianista que al hacerlo, las notas que habitan en su cabeza pudieran convertirse en golondrinas y escapasen buscando la libertad.
Cuando la pieza acaba, ésta viene encadenada por otra con idéntico poder hipnótico.
Pasan las horas, se llenan las calles, retorna el pulso de la vida a la calle del olvido, pero el pianista, de algún modo, sigue perdido entre los riscos de Cala Morlanda...